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Authors: Chris Stewart

El Loro en el Limonero (23 page)

BOOK: El Loro en el Limonero
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Manolo, tal vez debido a su gran apreciación de los frutos del cerdo, no es tan esbelto como podría ser, aunque su amplia capa de relleno esconde una fuerza casi sobrehumana que Jaime nunca podría tener posibilidad de igualar. Sin embargo, aquel verano Manolo dedicó alguna atención al físico de Jaime. Por primera vez vimos a Manolo sin camisa —eso es algo que prácticamente no hace ningún alpujarreño auténtico—. Manolo también observó la comida que Jaime se llevaba para comerse a la sombra de la higuera y, después de mantener una serie de conversaciones con él sobre la dieta y su efecto sobre el físico, el contenido de su fiambrera comenzó a cambiar. Empezaron a aparecer verduras, ensaladas y fruta, y las inmensas tajadas de tocino y pucheros cada vez iban jugando un papel menos importante. Manolo se figuraba que una modificación de su físico podía tener también un efecto beneficioso sobre su vida sentimental, que estaba pasando en cierto modo por una temporada de vacas flacas.

—¿Sabes?, es una pena que yo le guste a Gudrun —nos anunció Jaime una mañana— porque sería la chica perfecta para Manolo. Le he dicho que por mí puede preguntarle. No soy en absoluto posesivo.

Manolo estaba de pie unos pasos más atrás, sonriéndole jovialmente a su nuevo mentor.

—Eso es muy generoso por tu parte, Jaime —le contesté— pero, ¿no crees que Gudrun podría tener alguna opinión al respecto?

Manolo, por su parte, tenía un audaz proyecto que quería presentarle a Gudrun. Su madre, de edad ya avanzada, tenía que quedarse en casa después de una operación de rodilla, y Manolo pensaba que tal vez Gudrun quisiera extender su estancia en el valle y tomar un trabajo como señorita de compañía.

—Venga ya, Manolo —le dije tratando de que pusiera los pies en el suelo—. ¡Gudrun no habla ni una palabra de español! ¿Qué demonios van a hacer ella y tu madre juntas todo el día?

Resultaba imposible imaginarlo. Manolo meditó sobre ello unos momentos.

—Pueden ver la tele —contestó tranquilamente.

Yo seguía sin ver cómo podía funcionar, pero Jaime dictaminó que era una idea fantástica y que se lo preguntaría a Gudrun aquella misma noche.

Afortunadamente para todas las personas afectadas, aquella fue la última vez que se habló del tema. De hecho, unas semanas más tarde Gudrun regresó a Alemania para seguir un curso de enfermería.

Si su partida afectó a Manolo y a Jaime, lo disimularon muy bien, o quizás yo no noté los signos obvios. A lo largo de toda la primavera que fue revelándose poco a poco, surgió algo nuevo que durante un tiempo me absorbió completamente. Tenía un capricho eco—arquitectónico que construir.

Un capricho eco-arquitectónico

Los orígenes de nuestro capricho eco—arquitectónico se remontan a una mañana de principios de primavera en que me llevé de paseo a los perros por la ladera de detrás de la casa. Muy por encima de mí descubrí la pequeña figura de un hombre bajando cautelosamente por entre los matorrales. De pronto éste se paró y comenzó a agitar los brazos y a señalar en dirección al desfiladero del río como queriendo hacerme mirar algo, pero yo no podía distinguir de qué se trataba. Era uno de esos días en que apenas corría una brizna de aire y solo se veía alguna que otra totovía surcando un cielo totalmente desprovisto de nubes. Entonces lo vi: una oleada de agua bajaba rugiendo por el río Cádiar. En cuestión de unos minutos la totalidad del cauce del río se había convertido en una riada de color marrón rojizo, salpicada de trozos de matorrales y árboles que habían sido arrancados de las laderas. Entonces, poco después de haber comenzado, el torrente disminuyó y el río volvió a su sereno susurro habitual.

Yo ya había oído hablar de la sobrecogedora erosión de las riadas, pero nunca la había visto en acción. Debía haber habido una violenta y repentina tromba de agua en lo alto de la sierra de la Contraviesa, pues el río tenía el color de la tierra rojiza arrancada de sus abruptas pendientes. El agua había bajado tan espesa de tierra y arena que se había movido casi a cámara lenta, como un río de melaza, cambiando la topografía del cauce de nuestro río.

Me volví para mirar hacia lo alto del cerro y vi aproximarse por el camino al hombre que había estado agitando los brazos. Llevaba un chándal morado y saltaba por encima de las piedras con una agilidad que parecía no concordar con su mata de pelo rizado gris. Observé que llevaba un paraguas plegable de aspecto elegante.

—Hallo —dijo el hombre.

—Hallo —repliqué, mirando con curiosidad el paraguas.

—Oh, yes, es un diseño japonés, muy compacto... —comentó, dándose cuenta de mi interés—. Me parecía que podía desatarse una tormenta, aunque no esperaba que sucediese tan arriba.

Y se puso a hablar largo y tendido sobre el fenómeno de las riadas, señalando las razones por las que pensaba que el río había tomado el curso que había tomado.

Yo estaba fascinado por este despliegue de conocimientos hidrográficos, y me quedé ahí de pie asintiendo con la cabeza y haciendo alguna que otra pregunta.

—¿Adonde se dirige? —le pregunté finalmente.

—Voy de vuelta a mi furgoneta. La he aparcado como a dos kilómetros río arriba, más allá de ese cortijo —dijo señalando El Valero—. Es la casa de Chris y Ana, ¿a lo mejor los conoce...?

—Pues sí, sí que los conozco... de hecho, soy yo, al menos yo soy uno de ellos.

—¿Really —de verdad? Eso sí que es una feliz coincidencia —dijo, haciendo una pausa para saborear la expresión—. Estaba pensando ir a presentarme a ustedes.

—Una coincidencia verdaderamente feliz —dije—. Entonces, ¿quién es usted?

—Me llamo Trev —dijo extendiendo la mano—. No Trevor, Trev.

Le dije que estaba encantado de conocerle y le propuse que volviéramos juntos al cortijo. Yo estaba impaciente por ver los daños que había causado la riada en el bancal del río. Mientras caminábamos, Trev me fue hablando de su trabajo como técnico ecológico itinerante y de cómo creía posible que necesitáramos sus servicios. Le dije que no estaba del todo seguro de qué era exactamente lo que hacía un técnico ecológico pero que si nos podía ayudar a mejorar la eficacia de nuestras placas solares o el precario funcionamiento de la chumbera bien, entonces sí que podríamos aprovechar su ayuda. Trev asintió a esto con la cabeza pero dijo que prefería concentrarse en algo más concreto. Me diría lo que se podía hacer cuando hubiésemos echado una ojeada al terreno.

Nos detuvimos en la casa, donde le hice a Trev una infusión. Cuando le llevé la taza a la terraza, vi que había bajado al bancal del huerto de Ana y que estaba caminando lentamente de un lado para otro. De vez en cuando se detenía, miraba hacia el sol y se frotaba un lado de la nariz con el dedo índice; ésta era, al parecer, su forma preferida de pensar. Porca, a quien gusta vigilar su territorio, revoloteaba mientras tanto entre las ramas de una gran higuera estudiando al intruso.

—He examinado detenidamente sus placas solares y sus sistemas de agua —anunció Trev cuando me acerqué a él—. Y ya veo lo que dice de la chumbera. Hace un poco de peste ahí abajo, ¿verdad? Lo que necesitan es un macizo de carrizos para limpiar los residuos. —Después, alargando la mano para coger la taza, levantó los ojos hacia las ramas de la higuera—: Ah, un perico monje, esos sí que me gustan —dijo, antes de reanudar su discurso—. Calculo que vamos a tener que pensar lateralmente sobre cómo fundir aquí la tecnología alternativa con la tradicional. Pero la verdad es que es un lugar fantástico para hacerlo, verdaderamente prometedor para el tipo de proyecto adecuado.

—Sí, tiene razón —dije despacio. Me había dado cuenta de que Trev había utilizado la primera persona del plural, y ciertamente parecía ser una buena e innovadora forma de hablar—. Entonces, ¿qué eco—proyecto deberíamos elegir?

—Bueno, no va a ser fácil y tampoco va a resultar económico, pero podría ayudarte a construir algo audaz y experimental, una cosa que aumentaría muchísimo la calidad del entorno, y que también interactuaría con él. Si le interesa, por supuesto.

—Suena interesante —dije—. Entonces, ¡¿de qué se trata?!

—De una piscina —replicó.

Me quedé mirando a Trev con incredulidad.

—¿Está usted loco? —dije—. ¿Para qué diablos quiero yo una piscina? ¡Por el amor de Dios!, si me apetece nadar, puedo hacerlo en el río.

Me devolvió la mirada con una expresión socarrona.

—Ésa no es una perspectiva tan fantástica hoy —dijo indicando con un movimiento de cabeza la desolación en el cauce del río.

Era verdad. La riada y el fango se habían llevado por delante todo rastro de nuestra poza para nadar, creada con unas cuantas pasadas del tractor de Manolo y un precario dique de rocas. Haría falta todo un caluroso día de trabajo para recoger las rocas y construir una nueva.

Trev cruzó los brazos y, apoyando luego un codo en el hueco de la mano contraria, volvió a acariciarse la nariz.

—Me parece que tal vez haya un poco de confusión acerca de lo que quiero decir con el término piscina.

Resultó que «piscina» era de hecho un término totalmente inadecuado para referirse a la idea que tenía Trev para El Valero.

—No estoy pensando en abrir un agujero rectangular en el suelo... —explicó—, para pintarlo de color turquesa y llenarlo de productos químicos. Ni hablar, a mí no me gustan esas cosas. La idea que yo tengo es acercar el agua a su casa, creando una ecosfera —pero una en la que puedan nadar, que conste— que sea natural y esté limpia, pero sin una sola gota de cloro.

Y Trev pasó a explicar por qué el cloro era la auténtica maldición del planeta; cómo los aerosoles, los frigoríficos y la flatulencia bovina eran buenos para la capa de ozono en comparación con lo que estaba haciendo el cloro de las piscinas artificiales. Entonces comenzó a esbozar la idea que había estado desarrollando para un cliente como yo que apreciara la ecología, que tratara su cortijo y su paisaje como una especie de jardín, que se propusiera dejar la tierra enriquecida en lugar de despojada y empobrecida.

Las ideas de Trev tenían una auténtica belleza, y todo aquello sonaba como algo muy distante de la técnica de ventas de piscinas. Se imaginaba nuestra ecosfera (para nadar) como un estanque de aguas cristalinas, filtradas por estanques secundarios llenos de una jungla purificadora de nenúfares, carrizos, juncos, y menta de agua. Bancos de deliciosos peces, que después serían cosechados para consumo doméstico, patrullarían de un lado para otro devorando los organismos y microorganismos hostiles a la pureza de nuestro estanque. Un gran cojín de lana de oveja sin tratar flotaría en la superficie del estanque de los carrizos para absorber toda la porquería de aceite solar y demás ungüentos que ensuciaran el agua. Y cualquier organismo o grumo de suciedad que escapara a esta formidable red sería levantado por una noria impulsada por energía solar, hasta una gigantesca botella de piedra llena de arenas seleccionadas y tierras tamizadas de épocas muy anteriores al despertar de la humanidad. (Al parecer se podían adquirir, en bolsas, en las tiendas de piscinas.)Desde la gran botella el agua filtrada serpentearía por unos canalillos de piedra donde la acción de los rayos del sol sobre la delgada capa de agua acabaría de rematar cualquier bacteria que hubiera sobrevivido. Entonces el agua pura bajaría por una cascada de piedras calentadas por el sol para regresar de nuevo al estanque principal. El conjunto sería construido utilizando materiales naturales existentes en la zona; las formas serían orgánicas e inspiradoras; el diseño, a base de piedra y plantas autóctonas y exóticas; y el proyecto podría completarse con un modesto pabellón de tierra apisonada y paja.

Evidentemente se trataba de un proyecto disparatado e increíblemente complejo, y además estaba basado en toda una serie de supuestos optimistas. Nadie que estuviera en su sano juicio encargaría jamás un proyecto así.

Contraté a Trev con su proyecto sobre la marcha.

Me entretuve el resto de la mañana soñando con El Valero como un modelo de eco—tecnología. Sentado en la terraza al lado del huerto —un lugar auspicioso según Trev— nos imaginé a Ana, a Chloë y a mí flotando felices entre los nenúfares, mirando desde allí las montañas y los ríos a nuestro alrededor mientras bajo nosotros las carpas surcaban como dardos las profundidades.

Mi placentera ensoñación se vio interrumpida por el pitido del coche y el ladrido de los perros. Ana y Chloë estaban de regreso de Órgiva. Jaime y Manolo también habían venido a la casa a recoger unas herramientas, y nos sentamos todos en la terraza a beber algo a la sombra. Yo casi no podía contenerme, por lo que empecé inmediatamente a describir la riada, mi encuentro con Trev y nuestros nuevos y audaces planes para dar nueva forma al paisaje de El Valero.

Chloë estaba loca de contenta. «Nuestra propia piscina», gritó con entusiasmo, saltando a nuestro alrededor llena de excitación y haciendo que los perros se pusieran de nuevo a ladrar. Al parecer, bañarse en el río no tenía un gran encanto para una niña de ocho años. Señaló que no era fácil practicar los diferentes estilos de natación en el fondo fangoso de un río cuando el agua apenas te llega a las rodillas y, como el cauce del río es bastante ancho, esto significa que para cuando llegas a la toalla colgada del sauce, y no digamos a la casa, ya estás de nuevo acalorado y lleno de polvo. Lo único que le preocupaba del eco—proyecto de Trev era si la piscina estaría terminada a tiempo para la visita de su amiga Hannah la semana siguiente.

Una vez hubo digerido el hecho de que yo iba en serio con el proyecto y de que prácticamente ya lo había encargado, Ana también se inclinaba a ser positiva, especialmente en lo referente al aspecto botánico del mismo. «Parece algo verdaderamente precioso —reconoció— y siempre me ha gustado la idea de que El Valero disponga de su propio gran capricho arquitectónico. Pero ¿cómo sabes que va a funcionar? Pareces estar dando por ciertas demasiadas cosas. ¿Y qué sabes realmente de este hombre, Trevor, y de sus obras terrenales?»Tuve que reconocer que no sabía mucho. Trev y yo habíamos hablado un poco aquella mañana sobre sus anteriores proyectos y la vida que había elegido. Durante los cinco últimos años había dividido su tiempo entre Inglaterra, los Pirineos y Las Alpujarras, trasladándose de uno a otro lugar en una furgoneta adaptada para hacer las veces de vivienda y oficina, parándose en cada sitio el tiempo que le hiciera falta para llevar a cabo un proyecto. Durante los dos últimos meses había estado trabajando en el «Cortijo Romero», un centro de terapia alternativa situado en los alrededores de Órgiva. El centro se especializaba en cursos de desarrollo personal, renacimiento, yoga, danzas en círculo y cosas por el estilo. Trev había diseñado e instalado un complejo sistema de calefacción bajo suelo para las salas de terapia. ¿Y qué puede ser más importante —me pregunté retóricamente—, cuando estás escapándote de las cadenas de tu encorsetado ego, que un agradable suelo caliente donde poder hacerlo?

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