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Authors: Nury Vittachi

El maestro de Feng Shui (10 page)

BOOK: El maestro de Feng Shui
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—¿El conducto del aire acondicionado? —propuso Sinha.

—También se comprobó —dijo Tan—. Demasiado resbaladizo de grasa para salir por él. Y aun en caso de conseguirlo, habría dejado un rastro visible.

—Entonces tuvo que salir por la puerta del comedor —dijo Joyce—. Debió de ser un camarero. ¿No dijo el moribundo que era un camarero?

—¿Cuáles fueron exactamente las últimas palabras de la víctima? —preguntó Madame Xu—. Y ha mencionado que hizo un gesto con la mano. ¿Qué clase de gesto?

—Al parecer dijo: «Ese estúpido camarero», e intentó señalar la zona de los fregaderos, pero para entonces no había nadie en esa parte de la cocina. Y allí tampoco hay ninguna puerta o ventana.

—¿Interrogó a los camareros? —preguntó Madame Xu.

El superintendente se acabó sus verduras color naranja antes de responder.

—Por supuesto. A todos. Pero recuerden que varias personas vieron al chef después de que se marchasen los camareros. Las últimas personas que lo vieron con vida fueron una camarera, un cocinero, y el segundo chef. Ninguno de éstos es técnicamente «camarero». Sin embargo, cuando uno agoniza puede estar un poco confuso y tal vez no acierta con las palabras; estarán de acuerdo, ¿no? Quizá se refería a la camarera o a otro miembro del personal.

—¿Fecha de nacimiento? De la víctima, quiero decir —preguntó Wong.

—Veamos... —Tan rebuscó en sus papeles—. Veinte de septiembre de mil novecientos cincuenta y siete. Nacido en... ah, Sacramento. —Se llevó a la boca un poco de arroz con los palillos y siguió hablando por un costado—. Usted ya sabe cómo actúa la policía. Se investigó todo a conciencia. Todos los interrogados coincidieron en decir que Peter Leuttenberg estaba perfectamente bien la última vez que lo vieron. Por supuesto, el principal sospechoso es la última persona que salió de la cocina. Se trata de un joven llamado Wu Kang, ayudante de chef, fecha de nacimiento nueve de abril de mil novecientos setenta y seis, Singapur. La señorita Chen (la testigo que he mencionado al inicio de mi relato) dijo haber visto entrar a un joven ayudante de cocina mientras ella estaba recogiendo la última mesa, ¿lo recuerdan? Pues ése era Wu. Él dice que sólo estuvo allí unos segundos. Su coartada parece firme, y nos ayuda a fijar cronológicamente los hechos.

»Recordarán también que, según su declaración, Chen fue un momento a la cocina minutos después de haber visto entrar a Wu, y que vio a Leuttenberg con vida y que Wu ya no estaba. La historia de Wu concuerda con la del resto del personal. Dice que salió de la cocina, volvió al poco para recoger su sombrero y se marchó enseguida. Se despidió de Leuttenberg, que estaba preparándose un tiramisú. Recuerda haber visto a la señorita Chen limpiar la mesa cuarenta y tres. En este sentido, todo cuadra.

Sinah preguntó:

—¿Un tiramisú? ¿A las tres de la tarde?

—El señor Leuttenberg solía comer tiramisú cada tarde a esa hora. Nadie le discute a un jefe de cocina sus pequeños caprichos; y también hay otra cosa rara.

—Sí —dijo Wong—. El arma homicida.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Porque no la ha mencionado todavía, por eso.

—Pues acierta usted, Wong, el arma homicida es un factor decisivo.

—¿Qué fue? —preguntó Joyce—. ¿Una sartén, quizá? ¿Una pierna de cordero, como en el cuento?

—No, señorita —dijo el superintendente, y rió—. Yo también he leído a Roald Dahl. Nadie utilizó una pierna de cordero como arma homicida, y tampoco los policías se la comieron después. No pueden comer estando de servicio, ni beber. Esto es Singapur, aquí las normas se cumplen. El arma homicida era un problema. No pudimos encontrarla. Tuvo que ser algo grande y pesado, como una sartén; eso se deducía del estado de la cabeza del muerto. Pero ¿dónde estaba? Registramos la cocina a fondo. Miramos todos los objetos movibles tratando de encontrar pelos o tejido o sangre fresca. Fue difícil, porque los utensilios de cocina siempre están llenos de huellas dactilares y casi siempre tienen fragmentos microscópicos de sangre. En fin, un trabajo arduo que supuso para nuestros mejores hombres muchas horas. No encontramos nada. Ni una salchicha.

—¿Buscaban una salchicha? —preguntó Wong—. ¿Cree que pudo ser una salchicha?

—Una salchicha no —sonrió Joyce—. Es sólo una expresión inglesa. Significa, bueno, cuando un sitio está completamente vacío y allí no hay nada de nada, se dice: «Ni una salchicha.»

—¿Y por qué?

Silencio. Joyce era siempre la primera en hacer apología de la lengua inglesa, pero en este caso no supo qué decir.

Tampoco el superintendente supo qué decir. Removió distraídamente su plato con los palillos.

—La verdad, nunca lo he pensado. Pero es muy raro. —Parecía ligeramente contrariado. Continuó—: En fin, alguien debió de sacar el arma homicida de la cocina, o bien la limpiaron antes de dejarla en su sitio habitual.

—¿Registraron el hotel? —preguntó Wong.

—Hicimos todo lo que se nos ocurrió hacer. Wu, el joven ayudante, había sido visto por varios testigos camino de la cocina principal. No llevaba nada, aunque bien podría haber ocultado algún objeto entre su ropa. Pero no lo bastante grande para causar esas lesiones en la cabeza a Leuttenberg, ¿entiende? Chen estuvo en la cafetería durante todo el almuerzo, hasta el momento en que la interrogamos. En la cafetería no encontramos nada apropiado como arma homicida. Pascal von Berger, el segundo chef que encontró el cadáver, llegó a la cafetería con las manos vacías, y tampoco tenía nada cuando fue interrogado.

Joyce apoyó los codos en la mesa.

—¿No pudo ser algo pequeño pero pesado, como un tubo de plomo, fácil de ocultar? Ya sabe, como aquello de «El Coronel Mustard, en el estudio, con un tubo de plomo». ¿Conoce el juego del Cluedo?

—Sí —dijo el superintendente—. Pero nunca me gustó. Mi padre era coronel. La idea de que alguien con esa graduación pueda ser un asesino siempre me ha disgustado.

Joyce se animó al oír aquello.

—¡Ya lo tengo! ¡Wu o Von Berger pudieron haber escondido el tubo en sus gorros de chef!

—Bonita idea, señorita, si es que se puede llamar bonito a algo que provenga de un asesino. Pero, repito, no pudo ser un pequeño tubo de plomo. Leuttenberg fue golpeado con un objeto lo bastante pesado como para aplastarle parte del cráneo, y al caer chocó contra el suelo con tanta fuerza que el otro lado del cráneo quedó aplastado también. Casi como si hubieran dejado caer un microondas sobre su cabeza desde cierta altura. Lo entiende, ¿no?

—De acuerdo. Bueno, pues así debió de ser —cedió la joven.

—No. Hemos comprobado todos los microondas y objetos semejantes que había en la cocina. Tendrían alguna abolladura si alguien los hubiera dejado caer. Había dos hornos portátiles, y estaban intactos. No los habían movido desde hacía tiempo.

Madame Xu, que estaba barajando unas cartas de adivina, preguntó:

—¿Creyó usted lo que dijo Wu? ¿Dice que dejó al cocinero jefe con vida?

—No veo que Wu tuviera ningún motivo para asesinar a su jefe, y más teniendo en cuenta que fue la última persona que lo vio en la cocina antes de que hallaran el cuerpo. Habría sido una estupidez, aunque ya sé que eso no ha impedido que otros asesinos cometieran crímenes semejantes.

Madame Xu miró su taza.

—Mis cálculos, mis cartas y mis hojas de té, y también mi mente, me dicen una misma cosa: el señor Pascal. Si usted cree que Wu dice la verdad, entonces me parece que Pascal lo tiene todo en su contra.

—Pascal von Berger, el segundo chef, sí. El hombre que encontró el cadáver. El ligón. «Buenas tardes, preciosidad.» Es lo que nos pareció cuando lo estuvimos hablando en comisaría. Von Berger debió de golpear a Leuttenberg y luego fingir que lo había encontrado muerto.

—Sabrán ya con seguridad la hora de la muerte, ¿no? —dijo Sinha—. ¿Los forenses no le han dado una pista en este sentido?

El superintendente torció el gesto al comprobar que su té se había enfriado e hizo señas al camarero para que trajera una tetera nueva.

—Así es, en efecto. La patología forense es una ciencia impresionante, pero no puede fijar la hora de la muerte al minuto. Hay muchos factores que complican la cosa, como el estado del cuerpo y la temperatura de la habitación. Ya sabe, en una cocina hace mucho calor. No suele haber aire acondicionado. La forense calcula que debió de morir unos veinte o treinta minutos antes de que ella lo examinara.

—¿Lo cual significa...?

—Ella lo vio unos trece minutos después de que avisaran a la policía. Eso concuerda con las otras pruebas, porque significa que murió entre el momento en que el resto del personal salió de la cocina y el momento en que Soo Chen lo vio muerto. Esto nos consta. Así pues, el dictamen forense no añadió gran cosa a lo que ya sabíamos.

Wong estaba examinando los planos.

—Disculpe, superintendente. Encuentro que el diseño de la cocina es relevante para el caso que nos ocupa.

—No me extraña —dijo Tan—. Al fin y al cabo, para algo es usted maestro de feng shui.

El geomántico señaló un plano de la cocina.

—Esto es muy interesante. La cocina se encuentra al este del centro del edificio. Que es justo donde debería estar. En términos de feng shui, está extraordinariamente bien diseñada. Es casi perfecta. Las cocinas suelen ser problemáticas desde el punto de vista feng shui, pues están llenas de elementos importantes: grifos de agua, cañerías, ventanas, objetos metálicos, cuchillos. Y, por supuesto, los fogones. Todas cosas importantes. El este es lo mejor, en mi opinión, porque controla el agua. Bien, aquí tenemos la puerta de la cocina, en el lado sur. Las neveras y los congeladores están alejados, en el noroeste del recinto, aquí. Los hornos en el lado opuesto, el nordeste. El cadáver fue hallado aquí, cerca de las neveras.

—Tiene el plano del revés —observó Joyce—. El norte va arriba.

—¡No! Es el sur lo que va arriba —replicó Wong—. Siempre. Veo que en la escuela ya no les enseñan nada.

Tan dijo:

—Sí, el cadáver estaba donde usted dice, en el suelo. Cuando Von Berger entró, no pudo ver el cuerpo porque estaba tendido en el suelo, y todas estas cosas (encimeras, bancos y demás) le estorbaban la vista.

Wong marcó puntos, con el sur arriba, en el plano.

—El
chi
de agua no combina bien con el
chi
del nordeste, que es la energía de la tierra. Esta combinación origina inestabilidad. Así, no es extraño que el hombre muriera ahí.

Madame Xu mostró su impaciencia chasqueando la lengua.

—Está bien que el asesino escogiera el mejor sitio de la cocina para cometer el crimen, pero ¿nos dice eso quién es el asesino, C. F.?

—No. En absoluto.

Sinah rió.

—Lo que se deduce es que el asesino es usted, C. F., porque era el único que conocía el sitio exacto donde cometer el crimen. ¡Ja, ja!

—No fui yo —dijo Wong—. A esa hora estaba en mi oficina.

—Sí, eso dicen todos —repuso Tan.

—Busquemos vías más provechosas de investigación —dijo Sinha. El indio juntó la yema de los dedos y apoyó en ellas la barbilla—. Dígame, superintendente, ¿cuándo sucedió todo esto? ¿Anteayer?

—Correcto.

—Hace dos días. Dispone de un estrecho círculo de sospechosos. Seguro que con los debidos interrogatorios (incluso utilizando sus suaves métodos respetuosos de la ley, lo que implica no golpear con
lathis,
como se hace en la India), ¿no cree que tarde o temprano alguno de ellos confesará?

El policía pareció decepcionado.

—Eso pensábamos. Pero hemos hablado con las tres personas que vieron a la víctima por última vez y no sacamos nada en limpio. Hablamos con Wu, Von Berger y Chen hasta reventar. Todos se ciñen a sus coartadas e insisten en que son inocentes. No hemos encontrado el menor indicio, la menor pista que seguir. Los camareros que se marcharon antes también tienen coartadas perfectas. Estamos atascados. Necesito que me ayuden a avanzar. ¿Pueden hacerlo o no?

Aquello era un ruego. Requería los más profundos pensamientos místicos. Durante un par de minutos nadie dijo nada. Madame Xu examinó sus cartas y garabateó unos cálculos, mientras Sinah hojeaba un almanaque de cartas astrológicas del año. Wong continuó con sus diagramas
lo shu,
situando a los implicados en el misterio.

Fue Madame Xu quien rompió el silencio.

—Es un problema complicado.

—En efecto —dijo Sinah—. Tenemos un cadáver en una cocina, pero no hay arma homicida ni asesino, ni lugar donde esconderse o por donde salir. La cosa no acaba de encajar.

El superintendente suspiró.

—Es un caso curioso. Pensábamos que ustedes, con sus... insólitos métodos de investigación, podrían revelarnos hechos que el procedimiento policial no es capaz de descubrir.

—Vamos a ver —dijo el astrólogo indio—. Yo tengo una pregunta que hacerle. ¿Cómo supo Von Berger que era un asesinato? Él gritó la palabra «asesinato», pero en ese momento lo único que veía era un cuerpo en el suelo. Podía haber sido un accidente. Leuttenberg podía haberse caído o algo así.

El superintendente cogió su bol de arroz y empezó a comer con brío.

—¿Qué opinan los demás? —farfulló con la boca llena.

—Parece un pequeño y raro detalle no resuelto —opinó Madame Xu—. Cuéntenos esa parte otra vez.

—Cómo no —dijo Tan—. Chen, la camarera, insiste en que oyó a Von Berger (¿quién podía ser, si no?) en la cocina, gritando «asesinato». Pero Von Berger afirma que él sólo boqueó horrorizado y no recuerda haber pronunciado esa palabra.

Sinah dijo:

—Lo tengo. Quizá fue Leuttenberg, quizá fue lo último que dijo el chef antes de que Von Berger le aplastara la cabeza con el microondas o lo que fuese, y luego lo limpió de sangre y tejido antes de correr a llamar a Chen para que avisara a seguridad....

—Podría ser —dijo Tan—. Pero ¿importa mucho quién dijera «asesinato»? Yo creo que no nos da ninguna nueva pista.

Otra vez silencio.

Wong arrugó el entrecejo.

—¿Quién celebraba una fiesta esa noche en el restaurante?

La pregunta fue inesperada. El superintendente parpadeó y se apresuró a consultar sus notas.

—No se me ocurrió preguntar. Deje que mire. A ver, ha de estar por aquí. Tengo la programación de banquetes. Espere un momento. Sí, aquí está: Eagle Flight Life. Es una compañía de seguros, creo. ¿Qué importancia puede tener?

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