Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
Ella se dio prisa, metió por la ventanilla su cabeza pelirroja, estiró la mano todo lo que pudo, arañó con las uñas el cerrojo de abajo y empujó la ventana. La mano se le estiraba como si fuera de goma, luego se le cubrió de un verde cadavérico. Por fin los dedos verdosos de la muerta agarraron el cerrojo, lo corrieron y la ventana empezó a abrirse. Rimski dio un ligero grito, se apoyó en la pared y se protegió con la cartera a modo de escudo. Comprendía que se acercaba la muerte.
Se abrió la ventana, pero en vez del fresco nocturno y el aroma de los tilos, entró en la habitación un olor a sótano. La difunta pisó la repisa de la ventana. Rimski veía con claridad en su pecho las manchas de la putrefacción.
En ese instante llegó del jardín un grito alegre e inesperado; era el canto de un gallo que estaba en una pequeña caseta detrás del tiro, donde guardaban las aves que participaban en el programa. El gallo amaestrado anunciaba con su sonora voz que desde oriente el amanecer se acercaba a Moscú.
Una furia salvaje desfiguró la cara de la joven, profirió una blasfemia con voz ronca, y Varenuja, en el aire, dio un grito y se derrumbó al suelo.
Se repitió el canto del gallo, la joven rechinó los dientes, se erizó su pelo rojo. Al tercer canto del gallo se dio la vuelta y salió volando. Varenuja dio un salto y salió a su vez por la ventana detrás de la muchacha, navegando despacio, como un Cupido.
Un viejo —un viejo que poco antes fuera Rimski—, con el cabello blanco como la nieve, sin un solo pelo negro, corrió hacia la puerta, giró la cerradura, abrió y se precipitó por el pasillo oscuro. Junto a la escalera, gimiendo de miedo, encontró a tientas el conmutador y la escalera se iluminó. El anciano, que seguía temblando, se cayó al bajar la escalera porque le pareció que Varenuja se le venía encima.
Corrió al piso bajo y vio al guarda dormido en el vestíbulo. Pasó de puntillas junto a él y salió con sigilo por la puerta principal. En la calle se sintió algo mejor. Se había recuperado de tal manera que pudo darse cuenta, tocándose la cabeza, de que había olvidado el sombrero en el despacho.
Claro está que no volvió por el sombrero, sino que se apresuró a cruzar la calle hacia el cine de enfrente, donde brillaba una luz tenue y rojiza. Se precipitó a parar un coche antes de que nadie lo cogiera.
—Al expreso de Leningrado; te daré propina —dijo el viejo respirando con dificultad y apretándose el corazón.
—Voy al garaje —respondió muy hosco el chófer, y le volvió la espalda.
Rimski abrió la cartera, sacó un billete de cincuenta rublos y se los alargó al conductor por la portezuela abierta.
Y al cabo de un instante el coche, trepidante, volaba como el viento por la Sadóvaya. Rimski, sacudido en su asiento, veía en el retrovisor los alegres ojos del chófer y sus propios ojos enloquecidos.
Al saltar del coche, junto al edificio de la estación, gritó al primer hombre con delantal blanco y chapa que encontró:
—Primera clase, un billete; te daré treinta —sacaba de la cartera los billetes de diez rublos, arrugándolos—; si no hay de primera, dame de segunda... ¡Y si no, de tercera!
El hombre de la chapa, mirando el reluciente reloj, le arrancaba los billetes de la mano.
Cinco minutos después de la cúpula de cristal de la estación salía el exprés, perdiéndose por completo en la oscuridad. Y con él desapareció Rimski.
No es difícil adivinar que el gordo de cara congestionada que instalaron en la habitación número 119 del sanatorio era Nikanor Ivánovich Bosói.
Pero no entró en seguida en los dominios del profesor Stravinski, primero había estado en otro sitio. En la memoria de Nikanor Ivánovich habían quedado muy pocos recuerdos de aquel lugar. Se acordaba de un escritorio, un armario y un sofá.
Allí Nikanor Ivánovich, con la vista turbia por el aflujo de la sangre y la excitación, tuvo que sostener una conversación muy extraña, confusa, o mejor dicho, no hubo tal conversación.
La primera pregunta que le hicieron fue:
—¿Es usted Nikanor Ivánovich Bosói, presidente de la Comunidad de Vecinos del inmueble número 302 bis en la Sadóvaya?
Antes de contestar, el interpelado soltó una terrible carcajada. La respuesta fue literalmente lo siguiente:
—¡Sí, soy Nikanor, claro que soy Nikanor! ¿Pero qué presidente ni qué nada?
—¿Cómo es eso? —le preguntaron, entornando los ojos.
—Pues así —respondió éste—: si fuera presidente tendría que hacer constar en seguida que era el diablo. O si no, ¿qué fue todo aquello? Los impertinentes rotos, todo harapiento. ¿Cómo podía ser intérprete de un extranjero?
—¿Pero de quién habla? —le preguntaron.
—¡De Koróviev! —exclamó él—. ¡El del apartamento 50! ¡Apúntelo: Koróviev! ¡Hay que pescarle inmediatamente! Apunte: sexto portal. Está allí.
—¿Dónde cogió las divisas? —le preguntaron cariñosamente.
—Mi Dios, Dios Omnipotente, que todo lo ve —habló Nikanor Ivánovich—, y ése es mi camino. Nunca las tuve en mis manos y ni sabía que existían. El Señor me castiga por mi inmundicia —prosiguió con sentimiento, abrochándose y desabrochándose la camisa y santiguándose—; sí, lo aceptaba. Lo aceptaba, pero del nuestro, del soviético. Hacía el registro por dinero, no lo niego. ¡Tampoco es manco nuestro secretario Prólezhnev, tampoco es manco! Voy a ser franco, ¡son todos unos ladrones en la Comunidad de Vecinos!... ¡Pero nunca acepté divisas!
Cuando le pidieron que se dejara de tonterías y explicara cómo habían ido a parar los dólares a la claraboya, Nikanor Ivánovich se arrodilló y se inclinó, abriendo la boca, como si pensara tragarse un tablón del parquet.
—¿Me trago el tablón —murmuró— para que vean que no me lo dieron? ¡Pero Koróviev es el diablo!
Toda paciencia tiene un límite; los de la mesa alzaron la voz y le sugirieron a Nikanor Ivánovich que ya era hora de hablar en serio.
En la habitación del sofá retumbó un aullido salvaje; lo profirió Nikanor Ivánovich, que se había levantado del suelo.
—¡Allí está! ¡Detrás del armario! ¡Se ríe!... Con sus impertinentes... ¡Que le cojan! ¡Que rocíen el local!
Empalideció. Temblando, se puso a hacer en el aire la señal de la cruz yendo de la puerta a la mesa, de la mesa a la puerta, luego cantó una oración y terminó en pleno desvarío.
Estaba claro que Nikanor Ivánovich no servía para sostener una conversación. Se lo llevaron, lo dejaron solo en una habitación, donde pareció calmarse un poco, rezando entre sollozos.
Naturalmente, fueron a la Sadóvaya, estuvieron en el apartamento número 50. Pero no encontraron a ningún Koróviev, tampoco le había visto nadie en la casa ni nadie le conocía. El piso que ocuparan el difunto Berlioz y Lijodéyev, que se había ido a Yalta, estaba vacío y en los armarios del despacho estaban los sellos perfectamente intactos. Se fueron, pues, de la Sadóvaya, y con ellos partió, desconcertado y abatido, el secretario de la Comunidad de Vecinos Prólezhnev.
Por la noche llevaron a Nikanor Ivánovich al sanatorio de Stravinski. Estaba tan excitado que le tuvieron que, por orden del profesor, poner otra inyección. Sólo después de medianoche pudo dormir Nikanor Ivánovich en la habitación 119, aunque de vez en cuando exhalaba unos tremendos mugidos de dolor. Pero poco a poco su sueño se hacía más tranquilo. Dejó de dar vueltas y de lloriquear, su respiración se hizo suave y rítmica y le dejaron solo.
Tuvo un sueño, motivado, sin duda alguna, por las preocupaciones de aquel día. En el sueño unos hombres con trompetas de oro le llevaban con mucha solemnidad a una gran puerta barnizada.
Delante de la puerta sus acompañantes tocaron una charanga y del cielo se oyó una voz de bajo, sonora, que dijo alegremente:
—¡Bienvenido, Nikanor Ivánovich, entregue las divisas!
Nikanor Ivánovich, muy sorprendido, vio ante sí un altavoz negro.
Después, sin saber por qué, se encontró en una sala de teatro, con el techo dorado y arañas de cristal relucientes y con apliques en las paredes. Todo estaba muy bien, como en un teatro pequeño, pero rico. El escenario se cerraba con un telón de terciopelo que tenía, sobre un fondo color rojo oscuro, grandes dibujos de monedas de oro como estrellas. Había una concha e incluso público.
Le sorprendió a Nikanor Ivánovich que el público fuera de un solo sexo: hombres, y que todos llevaran barba. Además, también le causó sensación que en todo el teatro no hubiese una sola silla y que todos se sentaran en el suelo, perfectamente encerado y resbaladizo.
Nikanor Ivánovich, después de unos minutos de confusión —tanta gente desconocida le azoraba—, siguió el ejemplo general y se sentó en el parquet, a lo turco, acomodándose entre un enorme barbudo pelirrojo y otro ciudadano, pálido, con una barba negra bien poblada. Ninguno de los presentes hizo el menor caso a los recién llegados.
Se oyó el suave tintineo de una campanilla, se apagó la luz en la sala y se corrió el telón, descubriendo en el escenario iluminado un sillón y una mesa, sobre la que había una campanilla de oro. El fondo del escenario era de terciopelo negro.
De entre bastidores salió un actor con esmoquin, bien afeitado y peinado con raya. Era joven y agradable. El público de la sala se animó y todos se volvieron hacia el escenario. El actor se acercó a la concha y se frotó las manos.
—Qué, ¿todavía están aquí? —preguntó con voz suave de barítono, sonriendo al público.
—Aquí estamos —respondieron en coro voces de tenor y de bajo.
—Humm... —pronunció el actor pensativo—. ¡No comprendo cómo no están hartos! ¡La gente normal está ahora en la calle, disfrutando del sol y del calor de primavera, y ustedes aquí, en el suelo, metidos en una sala asfixiante! ¿Es que el programa es tan interesante? Por otra parte, sobre gustos no hay nada escrito —concluyó filosófico el actor.
Entonces cambió el timbre y el tono de su voz y anunció alegremente:
—Bien, el próximo número de nuestro programa es Nikanor Ivánovich Bosói, presidente de la Comunidad de Vecinos y director de un comedor dietético. ¡Por favor, Nikanor Ivánovich!
El público respondió con una ovación unánime. El sorprendido Nikanor Ivánovich desorbitó los ojos, y el presentador, levantando la mano para evitar las luces del escenario, lo buscó entre el público con la mirada y le hizo una seña cariñosa para que se le acercara. Nikanor Ivánovich se encontró en el escenario sin saber cómo. Las luces de colores le cegaron los ojos y en la sala los espectadores se hundieron en la oscuridad.
—Bueno, Nikanor Ivánovich, usted tiene que dar ejemplo —dijo el joven actor con voz amable—, entregue las divisas.
Todos estaban en silencio. Nikanor Ivánovich recobró la respiración y empezó a hablar:
—Les juro por Dios que...
Pero no tuvo tiempo de concluir porque la sala estalló en gritos indignados. Nikanor Ivánovich, muy confundido, se calló.
—Según me parece haber entendido —dijo el que llevaba el programa—, usted ha querido jurarnos por Dios que no tiene divisas —y le miró con cara de compasión.
—Eso es, no tengo —contestó Nikanor Ivánovich.
—Bien —siguió el actor—, entonces... perdone mi indiscreción, ¿de quién son los cuatrocientos dólares, encontrados en el cuarto de baño de la casa que habitan su esposa y usted exclusivamente?
—¡Son mágicos! —se oyó una voz irónica en la sala a oscuras.
—Eso es, mágicos —contestó tímidamente Nikanor Ivánovich; no se sabía si al actor o a la sala sin luz, y explicó—: ha sido el demonio, el intérprete de los cuadros que me los dejó en mi casa.
De nuevo se oyó una explosión en la sala. Cuando todos se callaron, el actor dijo:
—¡Vean ustedes qué fábulas de La Fontaine tiene que oír uno! ¡Que le dejaron cuatrocientos dólares! Todos ustedes son traficantes de divisas, me dirijo a ustedes como especialistas: ¿les parece posible todo esto?
—No somos traficantes de divisas —sonaron voces ofendidas—, ¡pero eso es imposible!
—Estoy completamente de acuerdo —dijo el actor con seguridad—, quiero que me contesten a esto: ¿qué se puede dejar en una casa ajena?
—¡Un niño! —gritó alguien en la sala.
—Tiene mucha razón —afirmó el presentador—, un niño, una carta anónima, una octavilla, una bomba retardada y muchas más cosas, pero a nadie se le ocurre dejar cuatrocientos dólares, porque semejante idiota todavía no ha nacido —y volviéndose hacia Nikanor Ivánovich añadió con aire triste de reproche—: Me ha disgustado mucho, Nikanor Ivánovich, yo que esperaba tanto de usted. Nuestro número no ha resultado.
Se oyeron silbidos para Nikanor Ivánovich.
—¡Éste sí que es un traficante de divisas! —gritaban—. ¡Por culpa de gente como él tenemos que estar aquí, padeciendo sin motivo!
—No le riñan —dijo el presentador con voz suave—, ya se arrepentirá —y mirando a Nikanor Ivánovich con sus ojos azules llenos de lágrimas, añadió—: bueno, váyase a su sitio.
Después el actor tocó la campanilla y anunció con voz fuerte:
—¡Entreacto, sinvergüenzas!
Nikanor Ivánovich, impresionado por su participación involuntaria en el programa teatral, se encontró de nuevo en el suelo. Soñó que la sala se sumía en la oscuridad y en las paredes aparecían unos letreros en rojo que decían: «¡Entregue las divisas!». Luego se abrió el telón de nuevo y el presentador invitó:
—Por favor, Serguéi Gerárdovich Dúnchil, al escenario.
Dúnchil resultó ser un hombre de unos cincuenta años y de aspecto venerable, pero muy descuidado.
—Serguéi Gerárdovich —le dijo el presentador—, usted lleva aquí más de mes y medio ya y se niega obstinadamente a entregar las divisas que le quedan, mientras el país las necesita y a usted no le sirven de nada. A pesar de todo no quiere ceder. Usted es un hombre cultivado, me comprende perfectamente y no quiere ayudarme.
—Lo siento mucho, pero no puedo hacer nada porque ya no me quedan divisas —contestó Dúnchil tranquilamente.
—¿Y tampoco tiene brillantes? —preguntó el actor.
—Tampoco.
El actor se quedó cabizbajo y pensativo, luego dio una palmada. De entre bastidores salió al escenario una dama de edad, vestida a la moda, es decir, llevaba un abrigo sin cuello y un sombrerito minúsculo. La dama parecía preocupada. Dúnchil la miró sin inmutarse.
—¿Quién es esta señora? —preguntó el presentador a Dúnchil.
—Es mi mujer —contestó éste con dignidad, y miró con cierta repugnancia el cuello largo de la señora.