Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
Una risa estalló en el gallinero y Bengalski se estremeció, poniendo los ojos en blanco.
—Pero a mí, naturalmente, me interesa mucho más que los autobuses, teléfonos y demás...
—Aparatos —sopló el de los cuadros.
—Eso es, muchas gracias —decía despacio el mago con su voz pesada, de bajo—, otra cuestión más importante. ¿Estos ciudadanos habrán cambiado en su interior?
—Sí, señor, ésa es una cuestión importantísima.
Los que estaban entre bastidores se miraron. Bengalski estaba rojo y Rimski pálido. Y el mago, adivinando el desconcierto general, dijo:
—Nos hemos distraído, querido Fagot, y el público empieza a aburrirse. Haremos algo fácil para empezar.
Los espectadores se removieron en sus butacas. Fagot y el gato se colocaron uno en cada extremo del escenario. Fagot castañeteó con los dedos y gritó con animación. «¡Un, dos, tres!» y cazó en el aire un montón de cartas, las barajó y se las tiró al gato, formando una cinta. El gato cogió la cinta y se la devolvió a Fagot. La serpiente roja resopló en el aire. Fagot, abriendo la boca como un polluelo, se la tragó entera, carta por carta. Después el gato hizo una reverencia, dio un taconazo con la pata izquierda y la sala estalló en ruidosos aplausos.
—¡Qué bárbaro! —gritaban admirados desde los bastidores.
Fagot, señalando con el dedo al patio de butacas, dijo:
—Y ahora esta baraja, estimados ciudadanos, la tiene el ciudadano Parchevski, que está sentado en la séptima fila. Sí, la tiene entre un billete de tres rublos y la orden de comparecer ante los tribunales sobre la pensión alimenticia a la ciudadana Zelkova.
En el patio de butacas se produjo un movimiento general. Muchos se incorporaron; por fin, un ciudadano, que verdaderamente se llamaba Parchevski, rojo de asombro, sacó de su cartera una baraja y empezó a jugar con ella en el aire sin saber qué hacer.
—Puede guardársela como recuerdo —gritó Fagot—, y, ¿no decía usted ayer noche, en la cena, que si no fuera por el póker su vida en Moscú sería insoportable?
—¡Es un truco muy viejo! —se oyó desde el gallinero.
—¡Ése de ahí abajo es también de la compañía!
—¿Usted cree? —gritó Fagot, mirando al gallinero—. En ese caso, usted también es de los nuestros, porque tiene la baraja en el bolsillo.
Alguien se movió y se oyó una voz complacida:
—¡Es verdad! ¡Aquí la tiene!... ¡Oye, pero si son rublos!
Los del patio de butacas volvieron la cabeza. Arriba, en el gallinero, un ciudadano había descubierto un paquete de billetes en su bolsillo, empaquetado como lo hacen en los bancos, y sobre el paquete se leía: «Mil rublos». Sus vecinos de localidad se habían echado sobre él, y el ciudadano, desconcertado, hurgaba en la envoltura para convencerse de si eran rublos de verdad o falsos.
—¡Son de verdad!, ¡lo juro!, ¡rublos! —gritaban en el gallinero con entusiasmo.
—¿Por qué no juega conmigo con una baraja de ésas? —preguntó jovial un gordo desde el centro del patio de butacas.
—
Avec plaisir
—respondió Fagot—. Pero ¿por qué con usted solo? ¡Todos tienen que participar con entusiasmo! —y ordenó—: ¡Por favor, miren todos hacia arriba!... ¡Uno! —en su mano apareció una pistola—. ¡Dos! —la pistola apuntó hacia el techo—. ¡Tres! —algo brilló y sonó. De la cúpula, evitando los trapecios, empezaron a volar papelitos blancos sobre la sala.
Hacían remolinos en el aire, iban de un lado a otro, se amontonaban en la galería y luego caían sobre la orquesta y el escenario. A los pocos minutos, la lluvia de dinero, cada vez mayor, llegaba a las butacas y los espectadores empezaron a cazar papelitos.
Se levantaban cientos de manos; el público miraba al escenario iluminado, a través de los papeles, y veía unas filigranas perfectas y verdaderas. El olor tampoco dejaba lugar a dudas: era un olor inconfundible por su atracción, un olor a dinero recién impreso. Primero la alegría y luego la sorpresa se apoderaron de la sala. Se oía: «¡Rublos!», y exclamaciones tales como «¡Oh!» y risas animadas. Algunos se arrastraban por el suelo, buscando debajo de las butacas. Las caras de los milicianos expresaban cada vez mayor desconcierto; los actores salieron de entre bastidores con todo desparpajo.
De los palcos salió una voz: «¡Deja eso! ¡Es mío, volaba hacia mí», y luego otra: «Sin empujar, o verás qué empujón te doy yo...».
Y sonó una bofetada. En seguida apareció un casco de miliciano y alguien fue sacado del palco.
Crecía la emoción por momentos y no sabemos cómo hubiera terminado aquello, de no haber sido por la intervención de Fagot, que, con un soplido al aire, acabó con la lluvia de billetes.
Dos jóvenes intercambiaron entre sí una significativa mirada, se levantaron de sus asientos y se dirigieron al bar. Pues sí, no sabemos que habría pasado si Bengalski no hubiera encontrado fuerzas para reaccionar. Tratando de dominarse lo mejor que pudo, se frotó las manos como de costumbre, y con la voz más sonora que tenía, dijo:
—Ya ven, ciudadanos, acabamos de presenciar lo que se llama un caso de hipnosis en masa. Es un experimento meramente científico que demuestra de modo claro que en la magia no hay ningún milagro. Vamos a pedir al maestro Voland que nos descubra el secreto de este experimento. Ahora verán, ciudadanos, cómo todos estos papeles, con apariencia de dinero, desaparecen tan pronto como han surgido.
Y aplaudió, pero completamente solo, sonriendo como con mucha seguridad en lo que había dicho, aunque sus ojos estaban lejos de expresar tal aplomo y más bien miraban suplicantes.
El discurso de Bengalski no agradó a nadie en absoluto. Se hizo un silencio, que fue interrumpido por Fagot, el de los cuadros.
—... y esto es un caso de lo que llaman mentira —anunció con su aguda voz de cabra—. Los billetes, ciudadanos, son de verdad.
—¡Bravo! —soltó una voz grave en las alturas.
—Por cierto, ese tipo —Fagot señaló a Bengalski— me está hartando. Mete las narices en lo que no le importa y estropea la sesión con sus inoportunas observaciones. ¿Qué hacemos con él?
—¡Arrancarle la cabeza! —dijo con dureza alguien del gallinero.
—¿Cómo dice? ¿Eh? —respondió Fagot inmediatamente a esta barbaridad—. ¿Arrancarle la cabeza? ¡Buena idea! ¡Hipopótamo!
[16]
—gritó, dirigiéndose al gato—. ¡Anda!
¡Eine, zwei, drei!
Lo que vino a continuación era inaudito. Al gato negro se le erizó la piel y maulló con furia. Luego se encogió y saltó al pecho de Bengalski como una pantera; de allí a la cabeza. Murmurando entre dientes, se agarró con sus patas velludas al escaso cabello del presentador y con un alarido salvaje le arrancó la cabeza del cuello gordinflón en dos movimientos.
Las dos mil quinientas personas de la sala gritaron a la vez. La sangre brotó de las arterias rotas como de una fuente y cubrió el frac y el plastrón. El cuerpo decapitado hizo un extraño movimiento con las piernas y se sentó en el suelo. Se oyeron gritos histéricos de mujeres. El gato pasó la cabeza a Fagot, y éste, cogiéndola por el pelo, la mostró al público. La cabeza gritaba desesperadamente:
—¡Un médico!
—¿Seguirás diciendo estupideces? —preguntó Fagot amenazador a la cabeza, que lloraba.
—¡No lo haré más! —contestó la cabeza.
—¡No le hagan sufrir, por Dios! —se oyó sobre el ruido de la sala una voz de mujer desde un palco.
El mago se volvió hacia la voz.
—¿Qué, ciudadanos, le perdonamos? —preguntó Fagot, dirigiéndose a la sala.
—¡Le perdonamos, le perdonamos! —se oyeron voces, primero solitarias y sobre todo femeninas, y luego formando coro con los hombres.
—¿Qué dice usted,
messere
? —preguntó Fagot al del antifaz.
—Bueno —respondió aquél pensativo—, son hombres como todos... Les gusta el dinero pero eso ha sucedido siempre... A la humanidad le ha gustado siempre el dinero, sin importarle de qué estuviera hecho: de cuero, de papel, de bronce o de oro. Bueno, son frívolos..., pero ¿y qué?..., también la misericordia pasa a veces por sus corazones... Hombres corrientes, recuerdan a los de antes sólo que a éstos les ha estropeado el problema de la vivienda... —y ordenó en voz alta—: Póngale la cabeza.
El gato apuntó con mucho cuidado y colocó la cabeza en el cuello, donde se ajustó como si nunca hubiese faltado de allí. Y un detalle importante: no le quedaba señal alguna. El gato pasó las patas por el frac y el plastrón de Bengalski y en seguida desaparecieron los restos de sangre. Fagot levantó a Bengalski, que estaba sentado, le metió en el bolsillo del frac un paquete de rublos y le despidió del escenario, diciendo:
—¡Fuera de aquí, que nos estás reventando!
Tambaleándose, con mirada inexpresiva, el presentador llegó hasta el puesto de bomberos y allí se sintió mal. Gritaba con voz quejumbrosa:
—¡Mi cabeza, mi cabeza!
Rimski, entre otros, se le acercó corriendo. El presentador lloraba, trataba de coger algo en el aire, de asirlo con las manos y murmuraba:
—¡Que me devuelva mi cabeza, que me la devuelvan!... ¡Que me quiten el piso, que se lleven los cuadros, pero quiero mi cabeza!
El ordenanza corrió a buscar un médico. Trataron de acostar a Bengalski en un sofá de un camerino, pero se resistía, estaba agresivo y tuvieron que avisar a una ambulancia. Cuando se llevaron al pobre presentador Rimski volvió al escenario y se percató de que habían sucedido nuevos milagros. En aquel momento, o algo antes, el mago había desaparecido del escenario junto con su descolorido sillón, y aquello había pasado inadvertido para el público, absorto en los sorprendentes acontecimientos que se desarrollaban en escena gracias a Fagot, que, después de librarse del malsano presentador, se dirigió al público:
—Bueno, ahora que nos acabamos de quitar a ese plomo de encima, vamos a abrir una tienda para señoras.
En seguida medio escenario se cubrió con alfombras persas, aparecieron unos enormes espejos, iluminados por los lados con unos tubos verdosos, y, entre los espejos, unos escaparates. Los espectadores contemplaban sorprendidos diferentes modelos de París de todos los colores y formas. En otros escaparates surgieron cientos de sombreros de señora, con plumitas y sin plumitas, con broches y sin ellos, cientos de zapatos: negros, blancos, amarillos, de cuero, de raso, de charol, con trabillas, con piedrecitas. Entre los zapatos aparecieron estuches de perfume, montañas de bolsos de antílope, de ante, de seda y, entre ellos, montones de estuches labrados, alargados, en los que suele haber barras de labios.
Una joven pelirroja, con un traje negro de noche, salida el diablo sabrá de dónde, sonreía al lado de los escaparates como si fuera la dueña de todo aquello. La joven estaba muy bien, pero tenía una extraña cicatriz que le afeaba el cuello.
Fagot anunció, con abierta sonrisa, que la casa cambiaba vestidos y zapatos viejos por modelos y calzados de París. Lo mismo dijo de los bolsos y todo lo demás.
El gato taconeó con una pata, mientras gesticulaba extrañamente con las patas delanteras, algo característico de los porteros cuando abren una puerta.
La joven se puso a cantar con voz un poco grave, pero muy dulce, algo incomprensible, pero, a juzgar por la expresión de las señoras, muy tentador:
—Guerlain, Chanel, Mitsuko, Narcisse Noir, Chanel número cinco, trajes de noche, vestidos de
cocktail
...
Fagot se retorcía, el gato hacía reverencias, la joven abrió los escaparates de cristal.
—¡Por favor! —gritaba Fagot—, ¡sin cumplidos ni ceremonias!
Se notaba que había nervios en la sala, pero nadie se atrevía a subir al escenario. Por fin, lo hizo una morena de la décima fila; subió por la escalera lateral, con una sonrisa, como sin darle importancia.
—¡Bravo! —exclamó Fagot—. ¡Bienvenida nuestra primera cliente! Popota, un sillón. Empecemos por el calzado,
madame
.
La morena se sentó en el sillón y Fagot colocó en la alfombra delante de ella un montón de zapatos. La mujer se quitó el zapato derecho y se probó uno color lila, dio unos golpecitos en el suelo con el pie, examinó el tacón.
—¿No me apretarán? —preguntó pensativa.
Fagot exclamó ofendido:
—¡De ninguna manera! —y el gato maulló, tan herido se sentía.
—Me llevo este par,
monsieur
—dijo la morena muy digna, y se puso el otro zapato.
Arrojaron sus zapatos viejos entre la cortina, y detrás de ella se metieron la morena y la joven pelirroja, seguida por Fagot, que llevaba varias perchas con vestidos. El gato desplegaba gran actividad, ayudaba, y, para darse más importancia, se colocó en el cuello una cinta métrica.
Instantes después reapareció la morena con un vestido tan elegante que en el patio de butacas se formó una verdadera ola de suspiros. Y la valiente mujer, extraordinariamente embellecida, se paró ante un espejo, movió los hombros desnudos, se tocó el pelo en la nuca y se retorció, tratando de verse la espalda.
—La compañía le ruega que reciba esto como obsequio —dijo Fagot, entregándole abierto un estuche con un perfume.
—
Merci
—contestó la mujer con gesto arrogante, y bajó por la escalerita a la sala.
Mientras iba hacia su butaca, los espectadores se incorporaban para tocar el estuche.
Entonces se alborotó la sala y las mujeres se lanzaron al escenario. En medio de las exclamaciones de emoción, las risas y los suspiros, se oyó una voz de hombre: «¡No te lo permito!». Y otra de mujer: «¡Eres un déspota y un cursi! ¡No me retuerzas la mano!». Las mujeres desaparecían detrás de la cortina, dejaban allí sus vestidos y salían con otros nuevos. Había toda una fila de mujeres sentadas en banquetitas de patas doradas, que daban enérgicas pisadas en el suelo con sus pies, recién calzados. Fagot se ponía de rodillas, manipulaba con un calzador metálico; el gato no podía con tantos bolsos y zapatos que llevaba, corría de los escaparates hacia las banquetas y volvía otra vez; la joven de la cicatriz aparecía y desaparecía, parloteando en francés sin parar, y lo asombroso era que le entendían en seguida todas las mujeres, incluso las que no sabían ni una palabra de aquella lengua.
Subió al escenario un hombre, que causó admiración general. Dijo que su mujer estaba con gripe, y pedía que le dieran algo para ella. Para demostrar la veracidad de su matrimonio, estaba decidido a enseñar el pasaporte. La declaración del amante esposo fue recibida con carcajadas; Fagot gritó que le creía como si se tratara de él mismo sin necesidad del pasaporte, y le entregó dos pares de medias de seda; el gato, por su parte, añadió una barra de labios.