Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
—Las criadas siempre lo saben todo —dijo el gato levantando la pata con aire significativo—; quien piense que son ciegas, se equivoca.
—¿Qué quieres, Natasha? —preguntó Margarita—. Vuelve al palacete.
—Margarita Nikoláyevna, cielo —suplicó Natasha, poniéndose de rodillas—, pídale —miró de reojo a Voland— que me deje de bruja. ¡No quiero volver al chalet! ¡No quiero casarme con un ingeniero o con un técnico! El señor Jaques, en el baile de ayer, me hizo una proposición —Natasha abrió el pañuelo y enseñó unas monedas de oro.
Margarita dirigió a Voland una mirada interrogadora. Voland inclinó la cabeza. Entonces Natasha se le echó a Margarita al cuello, le dio varios besos ruidosos y, con un grito triunfante, salió volando por la ventana.
En su lugar apareció Nikolái Ivánovich. Había recobrado su aspecto normal anterior, el humano, pero estaba muy hosco, incluso irritado.
—A éste le dejaré que se marche con una alegría especial —dijo Voland, mirando a Nikolái Ivánovich con repugnancia—, con muchísimo gusto; aquí sobra.
—Solicito que se me entregue un certificado —habló Nikolái Ivánovich, mirando alrededor espantado, pero con una voz muy insistente— acreditando dónde he pasado la noche anterior.
—¿Con qué objeto? —preguntó el gato severamente.
—Con el objeto de presentárselo a mi esposa —dijo Nikolái Ivánovich con seguridad.
—No solemos dar certificados —contestó el gato, frunciendo el entrecejo—, pero bueno, siendo para usted, haremos una excepción.
Nikolái Ivánovich no tuvo tiempo de reaccionar, antes de que la desnuda Guela se sentara a una máquina de escribir y el gato le dictara.
—Se certifica que el portador de la presente, Nikolái Ivánovich, ha pasado la mencionada noche en el baile de Satanás, siendo solicitados sus servicios en calidad de medio de transporte... Guela, pon entre paréntesis: «cerdo». Firma: Hipopótamo.
—¿Y la fecha? —habló Nikolái Ivánovich.
—No ponemos fechas, con fecha el papel pierde el valor —contestó el gato, echando una firma. Luego sacó un sello, sopló al sello con todas las de la ley, plantó en el papel la palabra «pagado» y entregó el documento a Nikolái Ivánovich. Después de esto Nikolái Ivánovich desapareció sin dejar huella; en su lugar apareció un hombre inesperado.
—¿Y éste quién es? —preguntó Voland con asco, escondiendo los ojos de la luz de las velas.
Varenuja bajó la cabeza, suspiró y dijo en voz baja:
—Permítame que me marche, no puedo ser vampiro. La otra vez con Guela por poco liquido a Rimski. Y es que no soy sanguinario. ¡Déjeme marchar!
—Pero ¿qué es esto? —preguntó Voland, arrugando la cara—. ¿Qué Rimski? ¿Qué quieren decir todas estas tonterías?
—Por favor, no se preocupe,
messere
—respondió Asaselo y se dirigió hacia Varenuja—: No se dicen groserías por teléfono. Tampoco se miente por teléfono. ¿Está claro? ¿Lo volverá a hacer?
Con la alegría, todo se mezcló en la cabeza de Varenuja, su cara empezó a relucir, y sin darse cuenta de lo que decía, balbuceó:
—Les juro por... quiero decir... su ma... en seguida después de comer... —Varenuja se apretaba las manos contra el pecho, suplicando a Asaselo con la mirada.
—Bueno, ¡vete a casa! —dijo éste, y Varenuja se disipó en el aire.
—Ahora, déjenme solo con ellos —ordenó Voland señalando al maestro y Margarita.
La orden de Voland fue cumplida al instante. Después de un silencio, se dirigió al maestro:
—Entonces, ¿al sótano de Arbat? ¿Y quién va a escribir? ¿Y los sueños?, ¿la inspiración?
—No tengo más sueños e inspiraciones —contestó el maestro—, ya no me interesa nada a mi alrededor, salvo ella —y puso la mano sobre la cabeza de Margarita—. Estoy roto, aburrido y quiero volver al sótano.
—¿Y su novela? ¿Y Pilatos?
—Odio mi novela —contestó el maestro.
—Te ruego —pidió Margarita con voz quejumbrosa—, que no digas eso. ¿Por qué me haces sufrir? Si sabes muy bien que he puesto toda mi vida en tu obra —Margarita añadió dirigiéndose a Voland—: No le haga caso,
messere
.
—¿Pero no tiene que describir siempre a alguien? —decía Voland—. Si ya ha agotado a ese procurador puede describir, pongamos por caso, a Aloísio.
El maestro sonrió:
—Eso no me lo publicará Lapshénikova, además, es un tema poco interesante.
—Entonces, ¿de qué van a vivir? Serán muy pobres.
—No me importa —contestó el maestro, abrazando a Margarita—. Ella se volverá razonable y me abandonará.
—No creo —dijo Voland entre dientes, y prosiguió—: Entonces ¿el hombre que ha creado la historia de Poncio Pilatos se va a un sótano para colocarse frente a una lámpara, resignándose a la miseria?
Margarita se apartó del maestro y dijo, muy acalorada:
—Hice todo lo que pude: le propuse al oído algo muy atrayente, pero se negó.
—Ya sé lo que le propuso al oído —replicó Voland—, pero eso no es muy atrayente —se volvió al maestro sonriendo—. Le diré que su novela le traerá una sorpresa.
—Eso es muy triste.
—No, no es nada triste —dijo Voland—. No tiene nada que temer. Bien, Margarita Nikoláyevna, todo está hecho. ¿Tiene algo que reprocharme?
—¡Por favor,
messere
, qué cosas tiene!
—Entonces tenga esto como recuerdo —dijo Voland y sacó de debajo de la almohada una herradura de oro cubierta de diamantes.
—No, no, por favor, ¡cómo quiere que lo admita!
—¿Quiere discutir conmigo? —preguntó Voland sonriendo.
Como Margarita no tenía bolsillos en su capa, envolvió la herradura en una servilleta, haciendo un nudo. Algo llamó su atención. Miró por la ventana a la luna reluciente y dijo:
—No llego a entenderlo... ¿cómo es posible que sea medianoche, cuando hace mucho que tenía que haber llegado la mañana?
—Siempre es agradable detener el tiempo en una medianoche de fiesta —contestó Voland—. ¡Les deseo mucha suerte!
Margarita extendió las dos manos hacia Voland con gesto de súplica, pero no se atrevió a acercarse y exclamó en voz baja:
—¡Adiós! ¡Adiós!
—Hasta la vista —dijo Voland.
Margarita con su capa negra, y el maestro con la bata del sanatorio, se dirigieron al vestíbulo del piso de la joyera, iluminado por una vela, donde les esperaba el séquito de Voland. Cuando salieron del vestíbulo, Guela llevaba la maleta con la novela y el pequeño equipaje de Margarita; el gato le ayudaba.
Junto a la puerta del piso Koróviev hizo una reverencia y desapareció; los demás fueron a acompañarles por la escalera. Estaba desierta. Al pasar por el descansillo del tercer piso se oyó un golpe suave, pero nadie se fijó en ello. Ya estaban junto a la misma puerta del sexto portal. Asaselo sopló hacia arriba y cuando salieron al patio, donde no había entrado la luz, vieron a un hombre con botas y gorra dormido junto a la puerta, y un gran coche negro con las luces apagadas. En el parabrisas se adivinaba la silueta del grajo.
Iban ya a subir al coche, cuando Margarita exclamó preocupada:
—¡Dios mío, he perdido la herradura!
—Suban al coche —dijo Asaselo— y espérenme. Ahora mismo vuelvo, cuando aclare este asunto —y desapareció en el portal.
Lo que había sucedido era lo siguiente: antes de la aparición de Margarita, el maestro y sus acompañantes, había salido al descansillo del piso número 48, que estaba debajo del de la joyera, una mujer escuálida con una zafra y una bolsa en las manos. Era Anushka, la misma que el miércoles había vertido aceite junto al torniquete para desgracia de Berlioz.
En Moscú nadie sabía y, seguramente, nunca sabrá, a qué se dedicaba aquella mujer y con qué medios vivía. Lo único que se sabía era que se la podía ver todos los días con la zafra, o la bolsa y la zafra, en el puesto de petróleo, o en el mercado, en la puerta de la casa, o en la escalera y sobre todo, en la cocina del piso número 48 donde ella vivía. Ahora, se sabía que bastaba que estuviera o que apareciera en algún sitio para que se armara un escándalo. Además, se la conocía por el apodo de
la Peste
.
Anushka, la Peste, se solía levantar muy temprano. Esta vez se levantó prontísimo, sobre la una de la madrugada. La llave giró en la cerradura, se abrió la puerta y Anushka asomó la nariz, luego salió toda entera, dio un portazo y ya estaba dispuesta a encaminarse, nadie sabía a dónde, cuando en el piso de arriba se oyó el golpe de la puerta, alguien rodó por las escaleras, chocó con Anushka, que salió despedida hacia un lado con tal fuerza que se dio un golpe en la nuca.
—¿A dónde, diablos, vas en calzoncillos? —chilló Anushka, llevándose la mano a la nuca.
Un hombre en paños menores, con gorra y una maleta en la mano, le contestó con los ojos cerrados y con voz soñolienta y turbada:
—El calentador... la caparrosa... sólo blanquearlo —y gritó, echándose a llorar—: ¡Fuera!
Subió corriendo las escaleras hacia la ventana con el cristal roto y salió volando, patas arriba. Anushka se olvidó de su nuca, abrió la boca y también se dirigió hacia la ventana. Apoyó el vientre en el antepecho y asomó la cabeza, esperando ver sobre el asfalto, iluminado por un farol, al hombre de la maleta, muerto. Pero en el asfalto del patio no había absolutamente nada.
Se podía suponer que el extraño y soñoliento personaje había salido volando de la casa, como un pájaro, sin dejar huella. Anushka se santiguó y pensó: «Vaya un piso número 50... Por algo dice la gente... ¡Menudo pisito!...».
No tuvo tiempo de concluir sus pensamientos, se oyó otro portazo en el piso de arriba y alguien corrió por la escalera. Anushka, pegada a la pared, pudo ver a un ciudadano con barba y un aspecto bastante respetable, pero con una cara que se parecía algo a la de un cerdo, que pasó junto a ella y, como el anterior, abandonó la casa por la ventana, sin pensar en estrellarse contra el asfalto. Anushka ya se había olvidado del objetivo de su salida, se quedó en la escalera, suspirando, santiguándose y hablando a solas.
Otro, ya el tercero, sin barba, con la cara redonda, vestido con una camisa, salió al poco rato del piso de arriba y, como los anteriores, voló por la ventana.
Haciendo honor a la verdad, hay que decir que Anushka era muy curiosa, por eso se quedó esperando por si había algún otro milagro. De nuevo se abrió la puerta de arriba y se oyó bajar a un grupo de gente, sin correr, como anda todo el mundo. Anushka abandonó la ventana, bajó corriendo hasta su puerta, la abrió rápidamente, se escondió detrás de ella, y por una rendija brilló un ojo loco de curiosidad.
Un hombre con pinta de enfermo, extraño, pálido, con las barbas sin afeitar, con gorrito negro y bata, bajaba por la escalera con pasos inseguros. Le llevaba del brazo cuidadosamente, una señorita vestida con un hábito negro, eso le pareció a Anushka a oscuras. La señorita o estaba descalza o tenía unos zapatos transparentes, seguramente extranjeros, hechos tiras. Además ¡la señorita estaba desnuda! Sí, sí, ¡no llevaba nada bajo el hábito negro! «Pero ¡qué pisito!» Todo cantaba en el interior de Anushka al pensar en lo que diría a las vecinas al día siguiente.
Detrás de la señorita del traje extraño iba otra completamente desnuda, con un maletín en la mano, y junto al maletín merodeaba un enorme gato negro. Anushka por poco pegó un chillido, frotándose los ojos.
Cerraba la procesión un extranjero pequeñajo, cojo, con un ojo torcido, sin chaqueta, pero con un chaleco blanco de frac y corbata. Todo este grupo desfiló junto a Anushka y siguió bajando. Algo se cayó por el camino.
Al oír que los pasos cesaban, Anushka salió de su casa como una serpiente, dejó la zapa junto a la puerta, se echó al suelo y empezó a buscar. Algo pesado, envuelto en una servilleta, apareció en sus manos. Cuando abrió el paquete, a poco se le salen los ojos. Anushka se acercó la joya. En su mirada se encendió un fuego felino. Y un torbellino se formó en su cabeza: «¡No sé nada ni he visto nada!... ¿Al sobrino? ¿O lo sierro en trozos?... Las piedrecitas se pueden sacar y se llevan una por una: una a la Petrovka, otra a la Smolénskaya... ¡Ni sé nada, ni he visto nada!».
Se guardó su tesoro en los senos, agarró la zafra y ya se disponía a meterse en su piso, aplazando el viaje a la ciudad, cuando creció ante sus ojos el tipo de la pechera blanca, sin chaqueta, y murmuró:
—¡Dame la herradura y la servilleta!
—¿Qué herradura ni qué servilleta? —preguntó Anushka haciéndose de nuevas con bastante arte—. No sé nada de ninguna servilleta. ¿Qué le pasa, ciudadano, está borracho?
El ciudadano, con unas manos duras y frías como el pasamanos de un autobús, sin decir nada más, le apretó el cuello de tal manera, que cortó todo acceso de aire a sus pulmones. La zafra cayó al suelo. Después de haberla tenido algún tiempo sin aire, el extranjero sin chaqueta apartó sus dedos del cuello de Anushka. Ella tragó un poco de aire y dijo con una sonrisa:
—Ah, ¿la herradura? ¡Ahora mismo! ¿Es suya? Es que la vi en la servilleta y la recogí, por si alguien se la llevaba, ya sabe usted qué cosas pasan...
Al recibir la herradura y la servilleta el hombre hizo varias reverencias, le estrechó enérgicamente la mano y, con acento extranjero, se lo agradeció con verdadero entusiasmo:
—Le estoy profundamente agradecido,
madame
. Esta herradura es un recuerdo muy querido para mí. Y permítame que por el favor de guardármela le dé doscientos rublos. —Sacó inmediatamente el dinero del bolsillo del chaleco y se lo entregó a Anushka.
Ella, con una sonrisa desmesurada, no hacía más que exclamar:
—¡Ay!, ¡tantas gracias!
Merci! Merci!
El espléndido extranjero bajó toda la escalera de una zancada, pero antes de largarse definitivamente, gritó desde abajo, sin ningún acento ya:
—¡Oye, tú! ¡Vieja asquerosa! ¡Cuando encuentres algo llévalo a las milicias y no te lo metas en el bolsillo!
Con un extraño zumbido y embarullada la cabeza por aquella serie de sucesos en la escalera, Anushka siguió gritando maquinalmente durante bastante rato:
—
Merci! Merci! Merci!
... —el extranjero hacía mucho que no estaba allí.
Tampoco estaba el coche en el patio. Asaselo le devolvió a Margarita el regalo de Voland, se despidió de ella, preguntándole si estaba cómoda. Guela le dio varios besos ruidosos, el gato le besó la mano y saludaron al maestro, que parecía exánime en un rincón del coche. Luego hicieron una señal al grajo, y se disiparon en el aire, sin molestarse en subir las escaleras. El grajo encendió las luces del coche y salió del patio, pasando junto a otro hombre profundamente dormido. Las luces del coche desaparecieron entre otras muchas de la ruidosa Sadóvaya, que nunca dormía.