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Authors: Mijaíl Bulgákov

El maestro y Margarita (53 page)

BOOK: El maestro y Margarita
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«No, Margarita tiene razón... Claro que éste es un mensajero del diablo. Si yo mismo estuve anteanoche convenciendo a Iván que él se había encontrado en “Los Estanques” al mismo Satanás, ahora me asusto de esta idea y empiezo a hablar de hipnotizadores y alucinaciones... ¡Qué hipnosis, ni qué nada!»

Se fijó en Asaselo y se convenció de que en sus ojos había algo forzado, como una idea sin expresar. «No es una simple visita, seguro que trae algún recado», pensaba el maestro.

No se equivocaba en su sospecha. Asaselo, después de beberse la tercera copa de coñac, que no le hacía ningún efecto, dijo:

—¡Demonio, qué sótano más acogedor! Pero yo me pregunto: ¿qué se puede hacer en este sótano?

—Lo mismo digo yo —dijo el maestro riéndose.

—¿Qué pasa, Asaselo? Me siento intranquila —preguntó Margarita.

—¡Por favor! —exclamó Asaselo—. No pensaba inquietarla lo más mínimo. ¡Ah, sí!, por poco se me olvida...
Messere
les manda recuerdos y me ha pedido que le invite de su parte a dar un pequeño paseo, si desea usted venir, naturalmente... ¿Qué me dice?

Margarita le dio una patada al maestro por debajo de la mesa.

—Con mucho gusto —dijo el maestro, examinando a Asaselo. Éste siguió hablando:

—Esperamos que Margarita Nikoláyevna nos acompañe.

—¡Pues cómo no! —dijo Margarita, y su pie pasó de nuevo por el del maestro.

—¡Qué fantástico! —exclamó Asaselo—. ¡Así me gusta! ¡A la primera! ¡No como en el jardín Alexándrovski!

—¡Por favor, Asaselo, no me lo recuerde! Era tan tonta... Aunque me parece que no se me debe juzgar con mucha severidad: ¡una no se encuentra todos los días con el diablo!

—Claro —afirmó Asaselo—, si fuera todos los días, ¡qué agradable!

—A mí también me gusta la velocidad —decía Margarita excitada—, me gustan la velocidad y la desnudez... Como el disparo de una «Mauser», ¡si supieras cómo dispara! —exclamó Margarita volviéndose hacia el maestro—. Una carta debajo de la almohada y atraviesa cualquier figura... —el coñac empezaba a subírsele a la cabeza y le ardían los ojos.

—¡Ay, me había olvidado de otra cosa! —gritó Asaselo, dándose una palmada en la frente—. ¡Con tantas cosas que tengo que hacer!
Messere
les manda un regalo —se dirigió al maestro—: una botella de vino. Y por cierto, es el mismo vino que bebió el procurador de Judea: vino de Falerno.

Como era de esperar, esto tan exótico llamó la atención del maestro y Margarita. Asaselo sacó de un fúnebre brocado un jarrón cubierto de moho. Olieron el vino, llenaron las copas, miraron a través la luz de la ventana, que empezaba a oscurecerse antes de la tormenta.

—¡A la salud de Voland! —exclamó Margarita, levantando su copa.

Los tres acercaron los labios a la copa y tomaron un trago. En el mismo instante el cielo que anunciaba la tormenta empezó a oscurecerse en los ojos del maestro y comprendió que era el fin. Llegó a ver cómo Margarita, con una palidez de muerta, extendía los brazos hacia él con gesto indefenso, su cabeza dio contra la mesa y empezó a deslizarse al suelo. El maestro tuvo tiempo de gritar:

—¡La has envenenado! —agarró un cuchillo, pero su mano sin fuerzas resbaló del mantel; todo lo que le rodeaba se tiñó de negro y desapareció. Se cayó de espaldas, y al caerse se abrió la sien con la tabla del escritorio.

Cuando los envenenados yacían inmóviles, Asaselo empezó a actuar. Primero saltó por la ventana y en un segundo se encontró en el palacete de Margarita Nikoláyevna. Asaselo, siempre preciso y cumplidor, quería comprobar si todo había salido bien. Todo estaba en orden. Asaselo vio cómo una mujer con aire sombrío, que estaba esperando la vuelta de su marido, salió de su dormitorio. De pronto palideció, y llevándose la mano al pecho, gritó desolada:

—Natasha... Alguien que me ayude...

Y cayó en el suelo del salón sin llegar al despacho.

—Muy bien —dijo Asaselo. Un segundo después volvía junto a los dos amantes derribados. Margarita estaba con la cara escondida en la alfombra. Con sus manos de hierro, Asaselo la volvió hacia sí como a una muñeca y la miró fijamente. Ante sus ojos se transformaba la cara de la envenenada. A la luz del crepúsculo de la tormenta se veía cómo habían desaparecido su estrabismo pasajero de bruja, la dureza y crueldad de los rasgos. Su rostro se hizo suave y dulce, desapareció el gesto fiero, y Margarita adquirió una expresión femenina de sufrimiento. Entonces Asaselo le abrió la boca y le echó varias gotas del mismo vino con el que la había envenenado. Margarita suspiró, empezó a incorporarse sin la ayuda de Asaselo, se sonrió y preguntó con voz débil:

—¿Pero por qué, Asaselo? ¿Qué ha hecho conmigo?

Vio al maestro echado en el suelo, se estremeció y murmuró:

—Nunca lo hubiera esperado... ¡Asesino!

—Pero no, no —contestó Asaselo—, ahora se levanta. ¡Por qué será usted tan nerviosa!

Tan convincente era la voz del demonio pelirrojo, que Margarita le creyó en seguida. Se incorporó de un salto, llena de vitalidad, y ayudó a darle vino al maestro, que al abrir los ojos, con una mirada sombría, repitió con odio:

—¡La has envenenado!

—¡Ah!, el insulto siempre es el agradecimiento por una obra buena —contestó Asaselo—. ¿Está usted ciego? ¡Recobre la vista!

Entonces el maestro se levantó, miró alrededor con ojos vivos y claros y preguntó:

—¿Y qué significa esto?

—Esto significa —respondió Asaselo— que ya es la hora. ¿Oye los truenos? Está oscureciendo. Los caballos rascan la tierra, tiembla el pequeño jardín. Despídanse de prisa.

—¡Ah!, ya comprendo —dijo el maestro—, usted nos ha matado y estamos muertos. Ahora comprendo todo.

—Por favor —contestó Asaselo—, ¿es usted el que habla? Su amiga le llama maestro; si usted piensa, ¿cómo puede estar muerto? ¿Es que para sentirse vivo hay que estar en el sótano, vestido con la camisa y los calzoncillos del sanatorio? ¡Me hace gracia!

—Comprendo lo que dice —exclamó el maestro—, ¡no siga más!, ¡tiene toda la razón!

—¡El gran Voland! —se unió a él Margarita—. ¡El gran Voland! ¡Lo ha inventado mucho mejor que yo! Pero la novela, la novela —gritaba al maestro—. ¡Llévatela a donde vayas!

—No hace falta —contestó el maestro—, me la sé de memoria.

—Pero ¿no se te olvidará ni una palabra? —preguntaba Margarita, abrazando al maestro y limpiando la sangre de su frente.

—No te preocupes. Ahora nunca me podré olvidar de nada.

—Entonces, ¡fuego! —exclamó Asaselo—. El fuego con el que empezó todo y con el que vamos a concluir.

—¡Fuego! —gritó Margarita con voz terrible.

La ventana dio un golpe y el viento tiró la cortina hacia un lado. Se oyó un trueno corto y alegre. Asaselo metió su mano con garras en la chimenea, sacó un carboncillo humeante y encendió el mantel. Luego hizo lo mismo con un montón de periódicos que estaban encima del sofá, los manuscritos y la cortina.

El maestro, ya embriagado por la cabalgata que le esperaba, cogió de la estantería un libro y lo arrojó al mantel en llamas y el libro se prendió.

—¡Que arda la vida pasada!

—¡Que arda el sufrimiento! —gritaba Margarita.

La habitación se movía entre las llamaradas, y envueltos en humo, los tres salieron corriendo por la puerta, subieron por la escalera de piedra y se encontraron en el patio. Lo primero que vieron fue la cocinera del dueño de la casa, sentada en el suelo. Junto a ella había unas patatas desparramadas y varias botellas. El estado de la cocinera se comprendía perfectamente. Tres caballos negros relinchaban junto a una caseta y se estremecían, levantando tierra. Margarita montó la primera, luego Asaselo y el maestro el último. La cocinera gimió, levantó la mano para hacer el signo de la cruz, pero Asaselo le gritó desde el caballo con voz fiera:

—¡Que te corto el brazo! —silbó, y los caballos, rompiendo las ramas de los tilos, salieron volando y se elevaron en una nube negra. Entonces empezó a salir humo de la ventana del sótano. Se oyó el grito débil y lastimoso de la cocinera.

—¡Fuego!...

Los caballos ya volaban por encima de los tejados de Moscú.

—Quiero despedirme de la ciudad —gritó el maestro a Asaselo, que iba por delante. Un trueno se comió las palabras últimas del maestro. Asaselo asintió con la cabeza y fue a paso de galope. Al encuentro del jinete se precipitaba una nube que todavía no había empezado a gotear.

Volaban por encima del bulevar, veían las figuras de la gente que corría para ocultarse de la lluvia. Caían las primeras gotas. Pasaron encima de una humareda —era todo lo que quedaba de la casa de Griboyédov—. La ciudad quedó atrás sumida en la oscuridad. Se encendían los relámpagos. El verde del campo sustituyó los tejados. Entonces empezó a llover; los jinetes se convirtieron en tres enormes burbujas en el agua.

Margarita ya conocía la sensación del vuelo, pero el maestro se sorprendió de la rapidez con que llegaron a su objetivo, al lugar donde se encontraba aquel del que quería despedirse, porque no tenía a nadie más a quien decir adiós. Reconoció en seguida, a través del velo de la lluvia, el edificio del sanatorio de Stravinski, el río y el pinar en la otra orilla. Bajaron en el claro de un bosquecillo cerca del sanatorio.

—Les espero aquí —gritó Asaselo, poniendo las manos en forma de altavoz, iluminado por los relámpagos y desapareciendo en la penumbra gris—. Despídanse, ¡pero rápido!

El maestro y Margarita bajaron de los caballos y volaron a través del jardín del sanatorio como dos sombras de agua. Al instante el maestro descorría con familiaridad la reja de la habitación número 117. Margarita le seguía. Entraron en el cuarto de Ivánushka, invisibles e inadvertidos en medio del ruido y el aullido de la tormenta. El maestro se acercó a la cama.

Ivánushka estaba inmóvil observando la tormenta, como lo hiciera el primer día de su estancia en la casa de reposo. Esta vez no lloraba. Cuando descubrió la silueta oscura que se había introducido por el balcón, se incorporó, extendió los brazos y exclamó, contento:

—¡Ah!, ¡es usted! ¡Le esperaba, le esperaba hace mucho! ¡Por fin está aquí, vecino mío!

El maestro respondió:

—Estoy aquí, pero desgraciadamente no puedo seguir siendo vecino suyo.

—Lo sabía, ya me lo había imaginado —contestó Iván en voz baja, y luego preguntó—: ¿Se lo ha encontrado?

—Sí— dijo el maestro—, he venido a despedirme, porque usted era el único con el que he hablado últimamente.

A Ivánushka se le iluminó la cara, y dijo:

—Qué alegría que haya venido hasta aquí. Cumpliré mi palabra, ya no pienso escribir más versos. Ahora me interesa otra cosa —Ivánushka sonrió y miró con ojos enloquecidos más allá del maestro—, quiero escribir otra cosa.

El maestro se emocionó al oír estas palabras y se sentó al borde de la cama de Iván.

—Eso me parece muy bien. Usted escribirá la continuación.

Los ojos de Ivánushka se encendieron:

—Pero cómo, ¿no lo va a hacer usted mismo? —Agachó la cabeza pensativo—. ¡Ah! sí, ¡qué preguntas hago! —Ivánushka miraba al suelo asustado.

—Sí —dijo el maestro, y su voz le pareció a Iván sorda y desconocida—. No escribiré más sobre él. Me dedicaré a otras cosas.

Un silbido lejano cortó el ruido de la tormenta.

—¿Ha oído? —preguntó el maestro.

—Es la tormenta...

—No; me están llamando, ya es hora —explicó el maestro, levantándose de la cama.

—¡Espere un poco! ¡Sólo una palabra! —pidió Iván—. ¿La encontró? ¿Le ha sido fiel?

—Aquí está —contestó el maestro señalando a la pared. De la blanca pared se separó la figura oscura de Margarita, que se acercó a la cama. Miró con lástima al joven acostado.

—Pobre, pobre... —susurraba sin voz, inclinándose sobre la cama.

—Qué guapa —dijo Iván sin envidia, pero tristemente, con una especie de ternura infantil—. Mira, qué bien les ha salido todo. Pero lo mío ha sido distinto —se quedó pensando y añadió—: A lo mejor, así tiene que ser...

—Sí, sí —susurró Margarita, y se inclinó sobre la cama—. Le voy a dar un beso y ya verá cómo todo se resuelve... Créame, ya lo he visto todo, lo sé...

El joven rodeó con sus brazos el cuello de la mujer y ella le dio un beso.

—Adiós, discípulo —apenas se oyó la voz del maestro y empezó a desvanecerse en el aire. Desapareció junto con Margarita. La reja del balcón se cerró.

Ivánushka sintió un gran desasosiego. Se incorporó en la cama, miró alrededor angustiado, gimió, se puso a hablar a solas y terminó por levantarse. La tormenta era cada vez más fuerte y, por lo visto, le había trastornado. También le inquietaba el ruido de pasos y voces ensordecidas detrás de la puerta, que podía distinguir porque sus oídos estaban ya acostumbrados al silencio. Se estremeció y llamó nervioso:

—¡Praskovia Fédorovna!

Ella entraba ya en la habitación mirándole con ojos preocupados e interrogantes.

—¿Qué? ¿Qué le sucede? —preguntó—. ¿Le altera la tormenta? Tranquilícese, no es nada, ahora llamaré al médico y le ayudará...

—No, Praskovia Fédorovna, no llame al médico —dijo Ivánushka, mirando a la pared y no a la mujer—. No me pasa nada especial. Ya me conozco, no se preocupe. Dígame, por favor —preguntó en tono cariñoso—, ¿qué ocurre en el cuarto de al lado, en el 118?

—¿En la 118? —repitió Praskovia Fédorovna, desviando la mirada—. Pues nada, no pasa nada —pero su voz era falsa, e Ivánushka lo notó en seguida.

—¡Ay! ¡Praskovia Fédorovna! Usted siempre dice la verdad... ¿Tiene miedo de que me exalte? No, le prometo que no sucederá. Dígame la verdad. Además, se oye todo a través de la pared.

—Acaba de fallecer su vecino —susurró Praskovia Fédorovna, sin poder evitar su franqueza bondadosa. Miraba asustada a Ivánushka, iluminada por un relámpago. Pero Ivánushka no reaccionó como ella esperaba. Levantó el dedo con ademán significativo y dijo:

—¡Ya lo sabía yo! Le aseguro, Praskovia Fédorovna, que ahora ha muerto otra persona en la ciudad. Además, sé quién es —Ivánushka sonrió misterioso—. ¡Una mujer!

31
En los montes del Gorrión

La tormenta se disipó sin dejar rastro y un arco multicolor, cruzando todo el cielo de la ciudad, bebía agua del río Moskva. En lo alto de un monte, en medio de los bosques, se veían tres siluetas oscuras: Voland, Koróviev y Popota, montando negros corceles, contemplaban la ciudad a la otra orilla del río. El sol quebrado se reflejaba en miles de ventanas y en las torres de alajú del monasterio Dévichi.

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