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Authors: Mijaíl Bulgákov

El maestro y Margarita (8 page)

BOOK: El maestro y Margarita
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Le llenaron de inquietud dos consideraciones; en primer lugar había perdido el carnet de M
ASSOLIT
, del que no se separaba nunca, y además, ¿podría andar libremente por Moscú con aquella pinta? Realmente, en calzoncillos... Desde luego no era culpa suya, pero ¿quién sabe? Podría haber algún lío y a lo mejor lo detendrían.

Arrancó los botones del tobillo, con la esperanza de que así, los calzoncillos podrían pasar por pantalones de verano. Recogió el icono, la vela y las cerillas y echó a andar diciéndose a sí mismo: «¡A Griboyédov! ¡Seguro que está allí!».

Había empezado la vida nocturna de la ciudad. Pasaron algunos camiones, envueltos en nubes de polvo, y en las cajas, sobre sacos, iban unos hombres tumbados panza arriba. Todas las ventanas estaban abiertas. En cada una de ellas había una luz bajo una pantalla naranja, y de todas las ventanas, de todas las puertas, de todos los arcos, los tejados, las buhardillas, los sótanos y los patios, salía el ronco rugido de la polonesa de la ópera
Eugenio Oneguin
.

Los temores de Iván Nicoláyevich estaban justificados. Llamaba la atención y los transeúntes se volvían a mirarle. Decidió dejar las calles principales y seguir su camino por callejuelas, donde la gente es menos curiosa y hay menos probabilidades de que alguien se acerque a importunar a un hombre que va descalzo, con preguntas sobre sus calzoncillos, que se habían negado obstinadamente a parecer unos pantalones.

Y eso hizo. Iván se sumergió en la misteriosa red de callejuelas y bocacalles de Arbat. Emprendió la marcha pegado a las paredes, volviéndose a cada instante y mirando temeroso alrededor, escondiéndose en los portales de vez en cuando, evitando los pasos de peatones y las entradas suntuosas de los palacetes de las embajadas.

Y durante todo su difícil camino, sentía un insoportable malestar, producido por una orquesta omnipresente, que acompañaba el profundo bajo que cantaba su amor hacia Tatiana.

5
Todo ocurrió en Griboyédov

Situado en los bulevares, al fondo de un jardín marchito, había un palacete antiguo de dos pisos, color crema, separado de la acera por una reja labrada de hierro fundido. Delante de la casa había una pequeña plazoleta asfaltada, que en invierno solía estar cubierta de un montón de nieve coronado por una pala hincada, y en verano, bajo un toldo de lona, se convertía en un espléndido anexo del restaurante.

El edificio se llamaba «Casa de Griboyédov» porque, según se decía, esta casa perteneció en otros tiempos a una tía del escritor Alexandr Serguéyevich Griboyédov
[5]
. Si fue o no de su propiedad es algo que no sabemos con certeza. Nos parece recordar que Griboyédov no tuvo ninguna tía propietaria. Pero el caso es que la casa se llamaba así. Y un moscovita bastante embustero llegaba a asegurar que en la sala ovalada y con columnas del segundo piso, el famoso escritor leía a aquella misma tía trozos de
La desgracia de tener ingenio
, y que la tía le escuchaba reclinándose en un sofá. Y a lo mejor era verdad, pero eso es lo de menos. Lo que importa es que la casa pertenecía precisamente a M
ASSOLIT
, que presidía el pobre Mijaíl Alexándrovich Berlioz antes de su aparición en «Los Estanques del Patriarca».

En la actualidad nadie llamaba aquella casa «Casa de Griboyédov», porque los miembros de M
ASSOLIT
se referían a ella como «Griboyédov» simplemente y el término se había hecho popular: «Ayer me pasé dos horas en Griboyédov» «¿Y qué tal?» «He conseguido que me concedan dos meses en Yalta» «¡Qué suerte tienes!» o bien: «Voy a ver a Berlioz, que recibe hoy de cuatro a cinco en Griboyédov», etc., etc.

M
ASSOLIT
no podía haberse instalado en Griboyédov mejor y con más confort. Quien visitara Griboyédov por primera vez se encontraba de un modo involuntario con información destinada a los diversos grupos deportivos, así como con las fotografías en grupo o individuales de los miembros que componían M
ASSOLIT
, que cubrían las paredes de la escalera que llevaba al primer piso.

En la puerta de la primera habitación de este piso había un letrero: «Sección pesca-veraneo» con un dibujo que representaba una carpa que había tragado el anzuelo.

En la puerta de la habitación número 2 estaba escrito algo no muy claro: «Inscripciones y plazas para un día de creación. Dirigirse a M. V. Podlózhanaya». En la puerta siguiente la inscripción era lacónica y completamente ininteligible: «Perelíguino». Luego el visitante casual de Griboyédov se mareaba entre los letreros que decoraban las puertas de nogal de la tía del gran escritor: «Para coger número en la cola para el papel, diríjase a Poklióvkina», «Caja», «Cuentas personales de los autores de sketches».

Después de recorrer una interminable cola que empezaba en la planta baja junto a la portería, se llegaba a una puerta, asaltada a cada instante por la gente, que ostentaba el letrero: «Cuestión Vivienda».

Pasada la puerta del problema de la vivienda se descubría un lujoso cartel que representaba una roca, y en la cima, un jinete que vestía una capa y llevaba un fusil al hombro. En la parte inferior había unas palmeras y un balcón, y en el balcón, mirando al infinito con ojos muy despiertos, un joven con tupé y con una pluma estilográfica. Al pie se leía: «Vacaciones completas para creación, de dos semanas (cuento, novela corta) hasta un año (novela, trilogía) Yalta, Suuk Su, Borovoye, Tsijidzhiri, Majindzhauri, Leningrado (Palacio de Invierno)». Para esta puerta había cola también, pero no exagerada: unas ciento cincuenta personas.

Y siguiendo las caprichosas líneas de subidas y bajadas en la casa de Griboyédov, se sucedían: «Dirección de M
ASSOLIT
», «Cajas n.° 2, 3,4, 5», «Consejo de Redacción», «Presidente de M
ASSOLIT
», «Sala de Billar», varias dependencias de servicios y por fin, aquella sala con columnas, donde la tía disfrutaba de la comedia genial de su sobrino.

Cualquier visitante —por supuesto, si no era irremediablemente tonto— se daba cuenta en seguida de llegar a Griboyédov de lo bien que vivían los dichosos miembros de M
ASSOLIT
y rápidamente sentía la comezón de la verde envidia. Entonces dirigía al cielo amargos reproches por no haberle dotado de talento literario al venir al mundo, ya que él no podía ni soñar en conseguir el carnet de miembro de M
ASSOLIT
; un carnet marrón, que olía a piel buena, con un ancho ribete dorado, conocido por todo Moscú.

¿Quién se atrevería a decir algo en defensa de la envidia? Es un sentimiento de ínfima categoría, pero hay que comprender al visitante. Porque lo que habían visto en el piso de arriba no era todo, ni mucho menos. La planta baja de la casa de la tía la ocupaba entera un restaurante, y ¡qué restaurante! Con toda justicia se consideraba el mejor de Moscú. Y no porque estuviera instalado en dos grandes salones, en cuyos techos abovedados había pinturas de caballos color lila con crines asirías; no sólo porque en cada mesa hubiese una lámpara cubierta con un chal; no sólo porque allí no podía entrar cualquiera, sino porque, gracias a la calidad de sus viandas, Griboyédov gozaba de la primacía sobre cualquier otro restaurante de Moscú, y estas viandas se servían a unos precios de lo más aceptables, nada excesivos.

No tiene, pues, nada de sorprendente una conversación como la que oyó el autor de estas verídicas líneas mientras estaba junto a la reja de hierro fundido de Griboyédov.

—¿Dónde cenas esta noche, Ambrosio?

—¡Pero qué pregunta, querido Foka! ¡Aquí, naturalmente! Archibaldo Archibáldovich me ha dicho en secreto que van a tener sudak a la carta
au naturel
. ¡Es toda una obra de arte!

—¡Cómo vives, Ambrosio! —suspiraba Foka, demacrado, descuidado, con un carbunco en el cuello, dirigiéndose a Ambrosio el poeta, gigante de labios encarnados, cabello de oro y carrillos resplandecientes.

—No se trata de un arte especial —replicaba Ambrosio—,es un deseo natural de vivir como una persona. ¿Acaso se puede encontrar sudak en el «Coliseo»? Quizá sí, pero en el «Coliseo» una ración te cuesta trece rublos quince kopeks, mientras que aquí cinco cincuenta. Aparte de que en el «Coliseo» el pescado es de tres días, y además no puedes tener la seguridad de que no te dé en la cara con un racimo de uvas un jovenzuelo que salga del Callejón del Teatro. No, no, me opongo radicalmente al «Coliseo» —tronaba la voz de Ambrosio el gastrónomo en todo el bulevar—, no me convences, Foka.

—No trato de convencerte, Ambrosio —piaba Foka—. También se puede cenar en casa.

—¡Hombre, muchas gracias! —vociferaba Ambrosio—. Me figuro a tu mujer, tratando de preparar en una cacerola en la cocina colectiva de tu casa, un sudak a la carta
au naturel
. Jiji...
Au revoire
, Foka —y Ambrosio se dirigió canturreando a la terraza bajo el toldo.

¡Sí, sí, amigos míos...! ¡Todos los viejos moscovitas recuerdan al famoso Griboyédov! ¡Qué son los sudak hervidos a la carta! ¡Una bagatela, mi querido Ambrosio!

¿Y el esturión, el esturión en una cacerola plateada, el esturión en porciones, con capas de cuello de cangrejo y caviar fresco? ¿Y los huevos cocotte con puré de champiñón en tacitas? ¿Y no le gustan los filetitos de mirlo con trufas? ¿Y las codornices a la genovesa? ¡Nueve cincuenta! ¡Y el jazz, y el servicio amable! Y en julio, cuando toda la familia está en la casa de campo y usted está en la ciudad porque le retienen unos asuntos literarios inaplazables, en la terraza, a la sombra de una parra trepadora y en una mancha dorada del mantel limpísimo, un platito de
soupe printempnière
. ¿Lo recuerda, Ambrosio? ¡Pero qué pregunta más tonta! Leo en sus labios que sí se acuerda. ¡Me río yo de sus tímalos y de su sudak! ¿Y los chorlitos de la época, las chochas, las perdices, las estarnas y las pitorros? ¡Y las burbujas de agua mineral en la garganta! Pero basta ya, lector, te estás distrayendo. ¡Adelante!

A las diez y media de ese mismo día, cuando Berlioz pereció en «Los Estanques», en el segundo piso de Griboyédov estaba iluminada solamente una habitación, en la que languidecían doce literatos, que esperaban, reunidos, a Mijaíl Alexándrovich.

Sentados en sillas, en mesas, e incluso, como hacían algunos, en las repisas de dos ventanas de la Dirección de M
ASSOLIT
, soportaban un serio bochorno. Aunque la ventana estaba abierta, no entraba ni una brisa de aire; Moscú devolvía el calor, acumulado en el asfalto durante el día, y era evidente que la noche no iba a ser un alivio. Desde el sótano de la mansión de la tía, donde estaba instalada la cocina del restaurante, subía un olor a cebolla. Todos tenían sed. Estaban nerviosos e irritados.

El literato Beskúdnikov, un hombre silencioso, bien vestido y con una mirada atenta pero impenetrable, sacó el reloj. Las agujas del reloj se aproximaban a las once. Beskúdnikov dio un golpecito con el dedo en la esfera del reloj, se lo enseñó a su vecino, al poeta Dvubratski, que sentado en una silla balanceaba los pies con unos zapatos amarillos de suela de goma.

—¡Caramba! —refunfuñó Dvubratski.

—Seguro que el mozo se ha quedado en el río Kliasma —dijo con voz espesa Nastasia Lukinishna Nepreménova, huérfana de un comerciante moscovita, que se había hecho escritora y se dedicaba a escribir cuentos de batallas marítimas con el seudónimo de
Timonero Georges
.

—¡Usted perdone! —empezó a hablar muy decidido Zagrívov, el autor de populares sketches—. También a mí me gustaría estar ahora en una terraza tomando té, en vez de asfixiarme aquí. ¿No estaba prevista la reunión para las diez?

—¡Y qué bien se debe estar ahora en el río Kliasma! —pinchó a los presentes Timonero Georges, sabiendo que Perelíguino, la colonia de chalets de los literatos, era el punto flaco de todos—. Ya estarán cantando los ruiseñores. No sé por qué, pero siempre trabajo mejor fuera de la ciudad, sobre todo en primavera.

—Llevo ya tres años pagando para poder llevar a mi mujer, que tiene bocio, a ese paraíso, pero no hay nada en perspectiva —dijo amargamente y con cierto veneno el novelista Jerónimo Poprijin.

—Eso ya es cuestión de suerte —se oyó murmurar al crítico Ababkov desde la ventana.

Un fuego alegre apareció en los ojos de Timonero Georges, que dijo, suavizando su voz de contralto:

—No hay que ser envidiosos, camaradas. Existen sólo veintidós chalets, se están construyendo otros siete y somos tres mil los miembros de M
ASSOLIT
.

—Tres mil ciento once —añadió alguien desde un rincón.

—Ya ven —seguía Timonero—. ¿Qué se va a hacer? Es natural que hayan concedido los chalets a los que tienen más talento.

—¡A los generales! —irrumpió sin rodeos en la disputa Glujariov el guionista.

Beskúdnikov salió de la habitación fingiendo un bostezo.

—Tiene cinco habitaciones para él solo en Perelíguino —dijo a sus espaldas Glujariov.

—Y Lavróvich, seis —gritó Deniskin—. ¡Y el comedor de roble!

—Eso no nos interesa ahora —intervino Ababkov—, lo que importa es que ya son las once y media.

Se armó un gran alboroto; algo parecido a una rebelión se estaba tramando. Llamaron al odioso Perelíguino, se confundieron de chalet y dieron con el de Lavróvich; se enteraron de que Lavróvich se había ido al río y esto colmó su disgusto. Llamaron al azar a la Comisión de Bellas Letras, por la extensión 930 y como era de esperar, no había nadie.

—¡Podía haber llamado! —gritaban Deniskin, Glujariov y Kvant.

Oh, pero sus gritos eran injustos; Mijaíl Alexándrovich no podía llamar a nadie. Lejos, muy lejos de Griboyédov, en una sala enorme, iluminada con lámparas de miles de vatios, en tres mesas de zinc, estaba aquello que, hasta hacía muy poco, era Mijaíl Alexándrovich.

En la primera, el cuerpo descubierto, con sangre seca, un brazo fracturado y el tórax aplastado; en la segunda, la cabeza con los dientes de delante rotos, con unos ojos turbios que ya no se asustaban de la luz fuerte, y en la tercera un montón de trapos sucios.

Estaban junto al decapitado: un profesor de medicina legal, un especialista en anatomía patológica y su ayudante, representantes de la Instrucción Judicial y el vicepresidente de M
ASSOLIT
, el literato Zheldibin, que tuvo que abandonar a su mujer enferma porque fue llamado urgentemente.

El coche fue a buscar a Zheldibin y le llevó en primer lugar, junto con los de la Instrucción Judicial (eso ocurrió cerca de media noche), a la casa del difunto, donde fueron lacrados todos sus papeles. Luego se dirigieron al depósito de cadáveres.

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