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Authors: Mijaíl Bulgákov

El maestro y Margarita (6 page)

BOOK: El maestro y Margarita
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Esperó un rato, sabiendo que no hay fuerza capaz de acallar una muchedumbre, que es necesario que exhale todo lo que tenga dentro y se calle por sí misma.

Cuando llegó este momento, el procurador levantó su mano derecha y el último murmullo cesó.

Entonces Pilatos aspiró todo el aire caliente que pudo, y gritó; su voz cortada voló por encima de miles de cabezas:

—¡En nombre del César Emperador!...

Varias veces le golpeó los oídos el grito agudo y repetido: en las cohortes, alzando las lanzas y los emblemas, gritaron los soldados con voces terribles:

—¡¡Viva el César!!

Pilatos levantó la cabeza hacia el sol. Bajo sus párpados se encendió un fuego verde que hizo arder su cerebro, y sobre la muchedumbre volaron las roncas palabras arameas:

—Los cuatro malhechores, detenidos en Jershalaím por crímenes, instigación al levantamiento, injurias a las leyes y a la religión, han sido condenados a una ejecución vergonzosa: ¡a ser colgados en postes! Esta ejecución se va a efectuar ahora en el monte Calvario. Los nombres de los delincuentes son: Dismás, Gestás, Bar-Rabbán y Ga-Nozri. ¡Aquí están!

Pilatos señaló con la mano, sin mirar a los delincuentes, pero sabiendo con certeza que estaban en su sitio.

La multitud respondió con un largo murmullo que parecía de sorpresa o de alivio. Cuando se apagó el murmullo, Pilatos prosiguió:

—Pero serán ejecutados nada más que tres, porque, según la ley y la costumbre, en honor ala Fiesta de Pascua, a uno de los condenados, elegido por el Pequeño Sanedrín y aprobado por el poder romano, ¡el magnánimo César Emperador le devuelve su despreciable vida!

Pilatos gritaba y al mismo tiempo advertía cómo el murmullo se convertía en un gran silencio.

Ni un suspiro, ni un ruido llegaba a sus oídos, y por un momento a Pilatos le pareció que todo lo que le rodeaba había desaparecido. La odiada ciudad había muerto, y él estaba solo, quemado por los rayos que caían de plano, con la cara levantada hacia el cielo. Pilatos mantuvo el silencio unos instantes y luego gritó:

—El nombre del que ahora va a ser liberado es...

Hizo otra pausa antes de pronunciar el nombre, recordando si había dicho todo lo que quería, porque sabía que la ciudad muerta iba a resucitar al oír el nombre del afortunado y después no escucharía ni una palabra más.

«¿Es todo? —se preguntó Pilatos—. Todo. El nombre.»

Y haciendo rodar la «r» sobre la ciudad en silencio, gritó:

—¡Bar-Rabbán!

Le pareció que el sol había explotado con un estrépito y le había llenado los oídos de fuego. En este fuego se revolvían aullidos, gritos, gemidos, risas y silbidos.

Pilatos se volvió hacia atrás y se dirigió hacia las escaleras, pasando por el estrado sin mirar a nadie, con la vista fija en los coloreados mosaicos que tenía bajo sus pies, para no tropezar. Sabía que a sus espaldas estaba cayendo sobre el estrado una lluvia de monedas de bronce y de dátiles y que entre la muchedumbre que aullaba, los hombres, aplastándose, se encaramaban unos sobre otros para ver con sus propios ojos el milagro: cómo un hombre que ya estaba en manos de la muerte se había liberado de ella; cómo le desataban, causándole un agudo dolor en las manos dislocadas durante los interrogatorios, y cómo él, haciendo muecas y gimiendo, esbozaba una sonrisa loca e inexpresiva.

Sabía que al mismo tiempo la escolta conducía a los otros tres por las escaleras laterales, hacia el camino que llevaba al oeste, fuera de la ciudad, al monte Calvario. Sólo cuando estaba detrás del estrado, Pilatos abrió los ojos sabiendo que ya estaba fuera de peligro: ya no podía ver a los condenados.

Al lamento de la multitud, que empezaba a calmarse se unían los gritos estridentes de los heraldos, que repetían, uno en griego y otro en arameo, lo que había dicho el procurador desde el estrado. A sus oídos llegó el redoble de las pisadas de los caballos que se aproximaban y el sonido de una trompeta que gritaba algo breve y alegre. Les respondió el silbido penetrante de los chiquillos que estaban sobre los tejados de las casas en la calle que conducía del mercado a la plaza del hipódromo, y un grito: «¡Cuidado!».

Un soldado, solitario en el espacio liberado de la plaza, agitó asustado su emblema. El procurador, el legado de la legión, el secretario y la escolta se pararon. El ala de caballería, con el trote cada vez más suelto, irrumpía en la plaza para atravesarla evitando el gentío y seguir por la calleja junto a un muro de piedra cubierto de parra por el camino más corto hacia el monte Calvario.

Un hombrecillo pequeño como un chico, moreno como un mulato, el comandante del ala siria, trotaba en su caballo, y al pasar junto a Pilatos gritó algo con voz aguda y desenvainó su espada. Su caballo, mojado, negro y feroz, viró hacia un lado y se encabritó. Guardando la espada, el comandante le pegó en el cuello con un látigo, lo enderezó y siguió su camino por la calleja, pasando al galope. Detrás de él, en filas de a tres, cabalgaban los jinetes envueltos en una nube de polvo. Saltaron las puntas de las ligeras lanzas de bambú. El procurador vio pasar junto a él los rostros que parecían todavía más morenos bajo los turbantes, con los dientes relucientes descubiertos en alegres sonrisas.

Levantando el polvo hasta el cielo, el ala irrumpió en la calleja, y Pilatos vio pasar al último soldado con una trompeta ardiente a sus espaldas.

Protegiéndose del polvo con la mano y con una mueca de disgusto, Pilatos siguió su camino hacia la puerta del jardín del palacio; le acompañaban el legado, el secretario y la escolta.

Eran cerca de las diez de la mañana.

3
La séptima prueba

—Sí, eran casi las diez de la mañana, respetable Iván Nikoláyevich —dijo el profesor.

El poeta se frotó la cara con la mano, como si acabara de despertar, y observó que ya había caído la tarde sobre los «Estanques». Una barca ligera se deslizaba por el agua, ya en sombra, y se oía el chapoteo de los remos y las risas de una ciudadana. Los bancos de los bulevares se habían ido poblando, pero siempre en los otros tres lados del cuadrado, dejando solos a nuestros conversadores.

El cielo de Moscú estaba descolorido, la luna llena todavía no era dorada, sino muy blanca. Se respiraba mejor y sonaban mucho más suaves las voces bajo los tilos: eran voces nocturnas.

«¡Cómo se pasó el tiempo!... Y nos ha largado toda una historia —pensó Desamparado—. ¡Si es casi de noche!... A lo mejor no ha contado nada. ¿No lo habré soñado?»

Tenemos que suponer que realmente el profesor les había contado todo aquello, de otro modo habríamos de admitir que Berlioz había soñado lo mismo, porque, mirando fijamente al extranjero, dijo:

—Su relato es extraordinariamente interesante, profesor, pero no coincide ni lo más mínimo con el Evangelio.

—¡Por favor! —contestó el profesor con una sonrisa condescendiente—. Usted sabe mejor que nadie que todo lo que se dice en los Evangelios no fue nunca realidad y si citamos el Evangelio como fuente histórica... —sonrió de nuevo. Y Berlioz se quedó de piedra, porque precisamente era eso lo que él había dicho a Desamparado mientras pasaban por la Brónnaya en su camino hacia los «Estanques del Patriarca».

—Eso es verdad —respondió Berlioz—. Pero sospecho que nadie podrá confirmar la veracidad de todo lo que usted ha dicho.

—¡Oh, no! ¡Esto hay quien lo confirma! —dijo el profesor muy convencido, hablando repentinamente en un ruso macarrónico. Les invitó con cierto aire de misterio a acercarse más.

Se aproximaron uno por cada lado, y, sin ningún acento (porque tan pronto lo tenía como no; el diablo sabrá por qué), les dijo:

—Verán ustedes, lo que pasa es que... —el profesor miró en derredor atemorizado y continuó en voz muy baja— yo lo presencié personalmente. Estuve en el balcón de Poncio Pilatos y en el jardín cuando hablaba con Caifás, y en el patíbulo, de incógnito, naturalmente, y les ruego que no digan nada a nadie. Es un secreto... ¡pchss!

Hubo un silencio. Berlioz palideció.

—Y usted... usted... ¿cuánto tiempo hace que está en Moscú? —preguntó con voz temblorosa.

—Acabo de llegar hace un instante —dijo desconcertado el profesor.

Entonces, por primera vez, nuestros amigos se fijaron en sus ojos y llegaron al convencimiento de que el ojo izquierdo, el verde, era de un loco de remate, y el derecho, negro y muerto.

«Bueno, me parece que aquí está la explicación —pensó Berlioz con pánico—. Es un alemán recién llegado que está loco o que le ha dado la chifladura ahora mismo. ¡Vaya broma!»

Efectivamente, todo se había aclarado; el extrañísimo desayuno con el difunto filósofo Kant, la estúpida historia del aceite de girasol y Anushka, los propósitos sobre la decapitación y todo lo demás: el profesor estaba rematadamente loco.

Berlioz reaccionó en seguida y decidió lo que había que hacer. Apoyándose en el respaldo del banco y por detrás del profesor, empezó a gesticular para dar a entender a Desamparado que no llevara la contraria. Pero el poeta, que estaba completamente anonadado, no entendió sus señales.

—Sí, sí —decía Berlioz exaltado—, todo eso puede ser posible... muy posible. Pilatos, el balcón y todo lo demás... Dígame, ¿ha venido solo o con su esposa?

—Solo, solo; siempre estoy solo —respondió el profesor con amargura.

—¿Y dónde está su equipaje, profesor? —preguntó Berlioz con tacto—, ¿en El Metropol? ¿Dónde se ha hospedado?

—¿Yo...? En ningún sitio —respondió el desquiciado alemán, recorriendo «Los Estanques» con su ojo verde angustiado y dominado por el terror.

—¿Cómo? Y... ¿dónde piensa vivir?

—En su casa —dijo con desenfado el demente guiñando el ojo.

—Por mí... encantado —balbuceó Berlioz—, pero me temo que no se va a encontrar muy cómodo. El Metropol tiene departamentos estupendos. Es un hotel de primera clase...

—Y el diablo, ¿tampoco existe? —preguntó de repente el enfermo, en un tono jovial.

—Tampoco...

—¡No discutas! —susurró Berlioz, gesticulando ante la espalda del profesor.

—¡Claro que no! ¡No hay ningún diablo! —gritó de todos modos Iván Nikoláyevich, desconcertado con tanto lío—. ¡Pero qué castigo! ¡Y apriétese los tornillos!

El demente soltó una carcajada tan ruidosa que de los tilos escapó volando un gorrión.

—Decididamente esto se pone interesante —decía el profesor temblando de risa—. Vaya, vaya, resulta que para ustedes no existe nada de nada —dejó de reírse y como suele suceder en los enfermos mentales, cambió de humor repentinamente; gritó irritado—: Conque no existe, ¿eh?

—Tranquilícese, por favor, tranquilícese —balbuceaba Berlioz, temiendo exasperarle—. Por favor, espéreme aquí un minuto con el camarada Desamparado mientras voy a hacer una llamada ahí a la vuelta. Y luego le acompañamos donde usted quiera; como no conoce la ciudad...

Hay que reconocer que el plan de Berlioz era acertado: lo primero era encontrar un teléfono público y comunicar inmediatamente a la Sección de Extranjeros algo parecido a que el consejero recién llegado estaba en «Los Estanques» en un estado evidentemente anormal. Y habría que tomar las debidas precauciones, porque todo aquello era una cosa disparatada y bastante desagradable.

—¿Quiere llamar? Muy bien, pues llame... —dijo con tristeza el enfermo, y suplicó exaltado—: Pero, por favor antes de que se vaya, créame, el diablo existe. Es lo único que le pido. Escúcheme bien; existe una séptima prueba que es la más convincente de todas. Ahora mismo se les va a presentar.

—Sí, sí, naturalmente —asentía Berlioz muy cariñoso y guiñándole el ojo al pobre poeta, que no le veía la gracia a quedarse vigilando al demente, se dirigió hacia la salida de «Los Estanques», que está en la esquina de la calle Brónnaya y la Yermoláyevski.

El profesor se sosegó y pareció volver a la normalidad.

—¡Mijaíl Alexándrovich! —gritó a espaldas de Berlioz.

El jefe de redacción se volvió, sacudido por un estremecimiento, y pensó para tranquilizarse que su nombre y su patronímico también podía haberlos sacado de algún periódico.

Poniendo las manos a manera de altavoz, el profesor volvió a gritar:

—Con su permiso voy a decir que pongan un telegrama a su tío de Kíev.

Berlioz no pudo evitar otra sacudida. ¿De dónde sabría el loco lo del tío de Kíev? Porque por un periódico no, desde luego. ¿Y si Desamparado tuviera razón? ¿Y si los documentos son falsos? ¡Qué sujeto más extraño!... ¡Al teléfono, hay que telefonear rápidamente! Lo aclararán en seguida.

Berlioz, sin escuchar nada más, echó a correr.

En aquel momento, y junto a la salida de la calle Brónnaya, se levantó de un banco y salió a su encuentro el mismo ciudadano que surgiera del calor abrasador. Pero ahora ya no era de aire, sino normal, de carne y hueso y, a la luz del crepúsculo, Berlioz divisó con claridad que su pequeño bigote era como dos plumas de gallina, los ojos diminutos, irónicos y abotargados. El pantaloncito de cuadros tan corto que se le veían unos calcetines blancos y sucios.

Mijail Alexándrovich retrocedió, pero le calmó la idea de que podía ser una simple coincidencia y que, fuera lo que fuera, no era momento de pensarlo.

—¿Busca el torniquete? —inquirió el tipo de los cuadros con voz cascada—. Por aquí, por favor. Siga derecho, que llegará donde va. ¿Y no me daría algo por la ayudita para echar un trago? ¡Está más averiao el ex chantre!...

Y se quitó la gorra de un golpe, haciendo muchos visajes.

Berlioz, sin escuchar al pedigüeño y remilgado chantre, corrió al torniquete y lo agarró con la mano. Lo hizo girar y ya estaba dispuesto a pasar sobre la vía, cuando una luz roja y blanca le cegó los ojos; se había encendido la señal: «¡Cuidado con el tranvía!».

El tranvía apareció inmediatamente, girando por la línea recién construida de la calle Yermoláyevski a la Brónnaya. De pronto, al volver y salir en línea recta, se encendió dentro la luz eléctrica; el tranvía dio un tremendo alarido y aceleró la marcha.

El prudente Berlioz, aunque estaba fuera de peligro, decidió volver a protegerse detrás de la barra; cogió el torniquete y dio un paso atrás. Se le escurrió la mano y soltó la barra. Se le resbaló un pie hacia la vía deslizándose por los adoquines como si fueran de hielo; con el otro levantado, el traspiés le derrumbó sobre las vías.

Cayó boca arriba, golpeándose ligeramente la nuca. Aún tuvo tiempo de ver —no supo si a la izquierda o a la derecha— la áurea luna. Se volvió bruscamente, encogió las piernas y se encontró con el pañuelo rojo, la cara de horror, completamente blanca, de la conductora del tranvía que se le aproximaba inexorablemente. Berlioz no gritó, pero la calle estalló en chillidos de mujeres aterrorizadas.

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