Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
—¡Permítame que le pague, por favor! —lloriqueó Stiopa, buscando su cartera, muerto de vergüenza.
—¡Pero qué cosas tiene! —exclamó el artista, obligándole a zanjar así la cuestión.
Muy bien, el vodka y el aperitivo tengan una explicación; sin embargo, a Stiopa daba pena verle: decididamente, no se acordaba en absoluto de aquel contrato y podía jurar que no había visto a Voland el día anterior. A Jústov, sí, pero no a Voland.
—¿Me permite el contrato, por favor? —pidió Stiopa en voz baja.
—Desde luego.
Stiopa echó una ojeada al papel y se quedó de una pieza. Todo estaba perfecto: su propia firma desenvuelta y, escrita en diagonal, la autorización de Rimski, el director de finanzas, para entregar al artista Voland diez mil rublos a cuenta de los 35.000 que se le pagarían por las siete actuaciones. Más aún: allí mismo estaba el recibo de Voland por los 10.000 rublos ya cobrados.
«¿Pero esto qué es?», pensó el pobre Stiopa con una sensación de mareo. ¿No serían los primeros alarmantes síntomas de pérdida de la memoria? Era evidente que las muestras de asombro después de haber visto el contrato serían sencillamente indecentes. Pidió permiso a su invitado para ausentarse durante unos minutos y corrió, en calcetines, según estaba, al vestíbulo, donde se hallaba el teléfono, mientras gritaba en dirección a la cocina:
—¡Grunia!
No obtuvo respuesta alguna. Miró la puerta del despacho de Berlioz que daba a la cocina y, como suele decirse, se quedó petrificado. En la manivela, sujeto con una cuerda, había un enorme lacre.
«¡Caramba! —explotó en su cabeza—. ¡Sólo me faltaba esto!» Y sus pensamientos empezaron a recorrer un camino de doble dirección, pero, como suele pasar en las catástrofes, en un solo sentido, y el diablo sabrá cuál. Sería difícil describir el lío que Stiopa tenía en la cabeza. Por un lado, la incongruencia del de la boina negra, el vodka frío y el increíble contrato, y por si eso no fuera bastante, ¡la puerta del despacho lacrada! Si se le contase a alguien que Berlioz había hecho un disparate, les aseguro que no lo creería. Pero el lacre allí estaba. En fin...
Tenía en la cabeza un hormigueo de pensamientos y recuerdos muy desagradables. Recordó que hacía muy poco le había encasquetado un artículo para que Berlioz lo publicara en su revista, y parecía que lo había hecho a propósito. Entre nosotros, el artículo era una auténtica estupidez, inútil y, además, mal pagado.
Después de lo del artículo recordó una conversación algo dudosa que sostuvieron en aquel mismo sitio cenando con Mijaíl Alexándrovich, el veinticuatro de abril. Claro que no era lo que se llama una conversación dudosa exactamente (Stiopa no la habría consentido), pero hablaron de algo de lo que no hacía falta hablar. Se podía haber evitado facilísimamente. De no haber sido por el lacre, esta conversación no tendría ninguna importancia, pero ahora...
«Berlioz, Berlioz... —repetía mentalmente—. ¡No me cabe en la cabeza!»
No había lugar para lamentaciones y marcó el número de Rimski, el director de finanzas del Varietés. La situación de Stiopa era difícil: el extranjero podía ofenderse si Stiopa no se fiara de él a pesar de haber visto el contrato, y tampoco era fácil la conversación con el director de finanzas, porque no le podía decir: «¿Firmaste ayer un contrato con un profesor de magia negra por treinta y cinco mil rublos?». ¡Era imposible!
—¡Diga! —se oyó al otro lado la voz aguda y desagradable de Rimski.
—¡Hola, Grigori Danílovich —habló Stiopa en tono muy bajo—, soy Lijodéyev. Verás, resulta que... tengo aquí a... el artista Voland... y, claro..., me gustaría saber qué hay de esta tarde.
—Ah, ¿el de la magia negra? —respondió Rimski—. Ya están los carteles.
—Bien, de acuerdo —dijo Stiopa con voz débil—; bueno, hasta luego entonces...
—¿Va a venir usted pronto? —preguntó Rimski.
—Dentro de media hora —contestó Stiopa; colgó el auricular y se apretó la cabeza, que le abrasaba, entre las manos. Pero ¡qué cosa tan extraña estaba sucediendo! ¿Y qué era de su memoria?
Le resultaba violento permanecer por más tiempo en el vestíbulo. Elaboró rápidamente un plan a seguir; ocultaría por todos los medios su asombrosa falta de memoria y trataría de sonsacar al extranjero sobre lo que pensaba hacer por la tarde en el Varietés, que le estaba encomendado.
Stiopa, de espaldas al teléfono, vio reflejado claramente en el espejo del vestíbulo, que la perezosa Grunia hacía tiempo no limpiaba, la imagen de un tipo muy extraño, alto como un poste telegráfico, con unos impertinentes sobre la nariz (si hubiera estado allí Iván Nikoláyevich, en seguida le hubiera reconocido). El extraño sujeto desapareció rápidamente del espejo. Stiopa, angustiado, recorrió el vestíbulo con la mirada y sufrió un nuevo sobresalto: esta vez un enorme gato negro pasó por el espejo y también desapareció.
Le daba vueltas la cabeza y se tambaleó.
«Pero, ¿qué me pasa? ¿No me estaré volviendo loco? ¿A qué se deben estos espejismos?», y gritó asustado buscando en el vestíbulo:
—¡Grunia! ¿Pero quién es ese gato? ¿De dónde sale? ¿Y el otro?
—No se preocupe, Stepán Bodgánovich —se oyó una voz que no era de Grunia, sino del invitado, que contestaba desde el dormitorio—. El gato es mío. No se ponga nervioso. Grunia no está, la he mandado a Vorónezh. Se me quejó de que usted se estaba haciendo el distraído y no le daba vacaciones.
Estas palabras eran tan inesperadas y tan absurdas que Stiopa pensó que no había oído bien. Enloquecido, echó a correr hacia el dormitorio y casi se convirtió en una estatua de sal junto a la puerta. Se le erizó el cabello y le aparecieron en la frente unas gotas de sudor.
Su visitante ya no estaba solo en la habitación. Le acompañaba, sentado en otro sillón, el mismo tipo que apareciera en el vestíbulo. Ahora se le podía ver bien, tenía unos bigotes como plumitas de ave, brillaba un cristal de sus impertinentes y le faltaba el otro. Pero aún descubrió algo peor en su propio dormitorio: en el pouf de la joyera, sentado en actitud insolente, un gato negro de tamaño descomunal sostenía una copa de vodka en una pata y en la otra un tenedor, con el que ya había pescado una seta.
La luz del dormitorio, débil de por sí, se oscureció aún más ante los ojos de Stiopa. «Así es como uno se vuelve loco», pensó, agarrándose al marco de la puerta.
—Veo que está usted algo sorprendido, queridísimo Stepán Bogdánovich —le dijo Voland a Stiopa, al que le rechinaban los dientes—. Le aseguro que no hay por qué extrañarse. Éste es mi séquito.
El gato se bebió el vodka y la mano de Stiopa comenzó a deslizarse por el marco.
—Y como el séquito necesita espacio —seguía Voland—, alguien de los presentes sobra en esta casa. Y me parece que el que sobra es usted.
—Aquello, aquello —intervino con voz de cabra el tipo largo de los cuadros, refiriéndose a Stiopa—, últimamente está haciendo muchas inconveniencias. Se emborracha, tiene líos con mujeres aprovechándose de su situación, no da golpe y no puede hacer nada porque no tiene ni idea de lo que se trae entre manos. Y les toma el pelo a sus jefes.
—Se pasea en el coche oficial de su organización —sopló el gato, masticando la seta.
Entonces apareció el cuarto y último de los que llegarían a la casa, precisamente cuando Stiopa, que había ido deslizándose hasta el suelo, arañaba el marco con su mano sin fuerzas.
Del mismo espejo salió un hombre pequeño, pero extraordinariamente ancho de hombros, con un sombrero hongo y un colmillo que se le salía de la boca, lo que desfiguraba el rostro ya de por sí horriblemente repulsivo. Además, tenía el pelo del mismo color rojo que el fuego.
—Yo —intervino en la conversación este nuevo individuo— no puedo entender cómo ha llegado a director —y el pelirrojo hablaba con una voz cada vez más gangosa—. Es tan capaz de dirigir como yo de ser obispo.
—Tú, desde luego, no tienes mucho de obispo, Asaselo
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—habló el gato, sirviéndose unas salchichas en un plato.
—Precisamente eso es lo que estaba diciendo —gangueó el pelirrojo, y volviéndose con mucho respeto a Voland, añadió—: ¿Me permite,
messere
, que le eche de Moscú y le mande al infierno?
—¡Zape! —vociferó el gato, con los pelos de punta.
Empezó a girar la habitación en torno de Stiopa, que se golpeó la cabeza con la puerta y pensó, a punto de perder el conocimiento: «Me estoy muriendo...».
Pero no se murió. Entreabrió los ojos y se encontró sentado sobre algo que parecía ser de piedra. Cerca se oía un ruido monótono, y al abrir los ojos del todo vio que aquel ruido era del mar, una ola le llegaba casi a los pies. En conclusión, que estaba sentado al borde de un muelle con un brillante cielo azul sobre su cabeza y una ciudad blanca en las montañas que tenía detrás.
Sin saber lo que se suele hacer en estos casos, Stiopa se incorporó sobre sus piernas temblorosas y se dirigió por el muelle hacia la orilla del mar.
Un hombre que fumaba y escupía al mar, sentado en el muelle, se le quedó mirando con cara de espanto y dejó de fumar y escupir.
Stiopa hizo la ridiculez de arrodillarse y preguntarle al fumador:
—Por favor, ¿qué ciudad es ésta?
—¡Pero oiga usted! —protestó el desalmado fumador.
—No estoy bebido —contestó Stiopa con voz ronca—, me ha pasado algo raro... Estoy malo... ¿Dónde estoy, por favor? ¿Qué ciudad es ésta?
—Pues Yalta...
Stiopa suspiró, se tambaleó hacia un lado y cayó dando con la cabeza contra la piedra caliente del muelle. Perdió el conocimiento.
Precisamente cuando Stiopa perdió el conocimiento en Yalta, lo recobraba Iván Nikoláyevich, despertando de un sueño largo y profundo. Eran cerca de las once y media de la mañana. Iván se preguntaba cómo había ido a parar a aquella habitación de paredes blancas, con una extraña mesilla de noche de metal claro y en la ventana cortinas blancas que filtraban el sol.
Movió la cabeza para convencerse de que no le dolía y recordó que estaba en un sanatorio. Este pensamiento le trajo a la memoria la muerte de Berlioz, pero ahora, por la mañana, ya no le causó tan fuerte impresión. Después de haber dormido, Iván Nikoláyevich estaba más tranquilo y con las ideas más claras. Permaneció inmóvil durante unos instantes en la limpísima y cómoda cama de muelles, y de pronto descubrió a su lado el botón de un timbre. Lo apretó, porque tenía la costumbre de tocar, sin ninguna necesidad de hacerlo, los objetos que estuvieran a su alcance. Esperaba oír el timbre o que apareciera alguien, pero lo que sucedió fue algo muy distinto.
A los pies de la cama se encendió un cilindro mate en el que estaba escrita la palabra «Beber». Empezó a girar hasta que salió la palabra «Empleada». Como es natural, el ingenioso cilindro sorprendió a Iván. Después, el cartel de «Llame al doctor» sustituyó a la palabra «Empleada».
—¡Humm! —profirió Iván sin saber qué hacer con el cilindro. Acertó por mera casualidad. Apretó de nuevo el botón cuando se leía «Practicante». El cilindro le respondió con un timbre discreto. Se apagó la luz y el cilindro se paró. Una mujer algo entrada en carnes penetró en la habitación.
Tenía una fisonomía simpática, llevaba bata blanca y le dijo a Iván:
—¡Buenos días!
A Iván le pareció que aquel saludo estaba fuera de lugar y no contestó. ¡De modo que después de meter en una clínica mental a un hombre cuerdo, hacen como si no hubiera pasado nada! La mujer, sin perder su expresión bondadosa, subió la persiana apretando un botón. La habitación se inundó de sol, que entraba a través de la reja ligera que llegaba hasta el suelo. Por la reja se veía un balcón, más allá la orilla de un río sinuoso y al otro lado del río un alegre pinar.
—Puede bañarse cuando quiera —le invitó la mujer, y bajo su mano se abrió una pared interior, descubriendo un cuarto de baño completo, perfectamente instalado.
Iván, que había decidido no dirigirle la palabra, no pudo contenerse al ver el ancho chorro de agua que salía por un grifo reluciente y caía en la bañera.
—¡Igual que en el Metropol! ¿No? —dijo con ironía.
—Pues no —contestó la mujer con orgullo—, mucho mejor que allí. Vienen médicos y científicos expresamente para estudiar nuestro sanatorio. Incluso «inturistas» nos visitan todos los días.
¡«Inturistas»!
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. Esta palabra le hizo recordar al consejero que conociera el día anterior. La cara de Iván se oscureció repentinamente y dijo, observando a la mujer con el rabillo del ojo:
—¡«Inturistas»! Estáis locos con los «inturistas». Pero le aseguro que entre ellos hay gente muy curiosa. Precisamente ayer conocí yo a uno que era una maravilla.
Faltó muy poco para que se pusiera a contarle lo de Poncio Pilatos, pero se contuvo porque comprendió que no conduciría a nada, que ella no le podría ayudar.
Cuando Iván salió del baño, encontró todo lo que un hombre en esas circunstancias puede necesitar: camisa planchada, calzoncillos y calcetines. Pero esto no era todo, porque la mujer abrió un armario y, señalando a su interior, preguntó a Iván:
—¿Qué prefiere, un batín o un pijama?
Iván, sujeto a la fuerza a su nueva residencia, por poco pega un salto de asombro ante el desparpajo de la mujer. Apuntó con el dedo a un pijama de franela roja.
Luego le condujeron a través de un pasillo desierto y silencioso hasta un enorme despacho. Decidió adoptar una postura irónica ante la magnificencia con que estaba instalado aquel edificio y bautizó el despacho con el apodo de «cocina fábrica»
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.
No andaba descaminado. Había armarios de todos los tamaños con brillantes instrumentos niquelados. Había sillones de complicada estructura, grandes lámparas con pantallas relucientes, un sinnúmero de frascos, mecheros de gas, cables eléctricos y aparatos completamente desconocidos.
Tres personas le atendieron en el despacho; dos mujeres y un hombre. Los tres de blanco. Empezaron llevándole junto a una mesa, que había en un rincón, con la clara intención de hacer indagaciones.
Iván se puso a analizar su situación. Se le ocurrían tres caminos a seguir. El primero, y el que más le seducía, era arrojarse contra las lámparas y el extraño instrumento y destrozarlos para demostrar su disconformidad con la injusta detención. Pero el Iván de hoy era muy distinto al Iván de ayer, y esta primera solución le pareció contraproducente. Era muy probable que le tomaran por un loco agresivo. Desechó por completo esta primera opción. Otra actitud podría ser la de contarles de inmediato todo el asunto del profesor consejero y de Poncio Pilatos, pero sus experiencias del día anterior le habían demostrado que nadie creería su relato y que lo tergiversarían. Rechazó también este camino y eligió un tercero: encerrarse en un silencio digno.