Hannah, Parker, Bannister y los cuatro agentes de la Policía de las Bahamas se habían reunido con el teniente Haverstock y el inspector jefe Jones, el primero vestido con un traje tropical color crema, mientras que el segundo se había presentado con su uniforme inmaculadamente limpio. Ante la perspectiva de ganarse algunos dólares, los dos taxistas de Port Plaisance y otros dos isleños que conducían pequeñas furgonetas acudieron a la pista. Así que todos tuvieron medio de locomoción.
A esas horas, ya habían sido cumplimentadas todas las formalidades burocráticas y la caravana llegó al «Hotel Quarter Deck» cuando era de noche. Hannah decidió que sería inútil comenzar las investigaciones a la luz de las antorchas, pero insinuó que la guardia en el palacio de la gobernación debería de mantenerse durante toda la noche, así que el inspector jefe, que estaba hondamente impresionado ante la oportunidad de trabajar codo con codo junto a un superintendente jefe de detectives de Scotland Yard, vociferó las órdenes pertinentes a sus subordinados.
Hannah estaba cansado. En aquellas islas podrían ser algo más de las seis de la tarde, pero en el reloj interno de su cuerpo eran las once de la noche, y llevaba levantado desde las cuatro de la madrugada. Cenó a solas con Parker y el teniente Haverstock, cuya conversación le permitió hacerse una primera idea de lo que ocurrió la noche anterior. Luego se retiró a descansar.
Los periodistas no tardaron mucho en dar con el bar, haciendo gala en eso de un instinto tan hábil como infalible. Pedían ronda tras ronda, que eran consumidas de inmediato. Cada vez era mayor el escándalo de las jocosas chanzas que resultan habituales en los equipos de prensa cuando se encuentran realizando alguna misión en países extranjeros. Nadie se fijó en un hombre que vestía un ligero traje tropical muy arrugado y que permanecía sentado solo en el rincón más apartado del bar, bebiendo y escuchando el parloteo de los periodistas.
—¿A dónde fue cuando salió de aquí? —preguntó Eddie Favaro, que estaba sentado a la mesa de la cocina de Mrs. Macdonald, mientras la buena mujer le servía un plato de su exquisito guisado de almejas.
—Al «Quarter Deck», a tomar una cerveza —contestó ella.
—¿Se le veía alegre?
La melodiosa voz de Mrs. Macdonald, con su peculiar sonsonete, llenó el recinto.
—¡Qué Dios me ampare, Mr. Favaro, pero si era un hombre feliz! Y le había preparado un pescado delicioso para cenar. Me dijo que estaría de vuelta a las ocho en punto. Le advertí que no se le ocurriese llegar tarde, pues, de lo contrario, el dorado se resecaría y se estropearía su sabor. Se echó a reír entonces y me aseguró que sería puntual.
—¿Y lo fue?
—¡Qué va, hombre! Se retrasó más de una hora. El pescado ya se había pasado. Y comenzó a decir insensateces.
—¿Qué fue lo que dijo? ¿Qué clase de… insensateces?
—Bueno, no es que hablase mucho. Parecía muy preocupado, como afligido. Luego me contó que había visto un escorpión. Bien, y ahora usted terminará de tomarse esa sopa. Está hecha con los bienes que el Señor nos depara.
Favaro se envaró, con la cuchara inmóvil a prudente distancia de sus labios.
—¿Dijo
un
escorpión o
el
escorpión?
Mrs. Macdonald frunció el entrecejo y se quedó pensativa.
—Creo que dijo
un
. Pero también pudo haber dicho
el
—admitió.
Eddie Favaro acabó su sopa, dio las gracias a la mujer y regresó al hotel. En el bar había un estruendo terrible. Encontró una silla libre en uno de los rincones más apartado, alejado de la multitud de periodistas. Una silla cercana la ocupaba el caballero inglés que había conocido en la pista de aterrizaje. El forastero levantó su vaso en señal de saludo, pero no le dijo nada.
«¡Gracias a Dios por este alivio!», pensó Favaro. Aquel inglés tan desgarbado parecía poseer al menos la virtud de saber guardar silencio.
Eddie Favaro necesitaba reflexionar en paz. Ya sabía cómo había muerto su amigo y compañero de trabajo; y creía saber también por qué. De algún modo misterioso, allí, en esa isla paradisíaca, Julio Gómez había visto, o había creído ver, al asesino más peligroso con el que los dos se habían tropezado a lo largo de su vida profesional.
Desmond Hannah comenzó a trabajar a la mañana siguiente poco después de las siete, cuando el frescor del amanecer se extendía todavía por la isla. Su lugar de partida fue el palacio de la gobernación.
Mantuvo una larga entrevista con Jefferson, el mayordomo, el cual le habló de la inmutable costumbre del gobernador de retirarse todos los días, a eso de las cinco de la tarde, a su jardín vallado, donde se tomaba un whisky con soda antes de la puesta del sol. El detective londinense quiso saber el número de personas que estarían informadas de ese ritual. Jefferson frunció el entrecejo y se quedó reflexionando la pregunta del otro.
—Mucha gente, señor. Lady Moberley, el teniente Haverstock, yo mismo y también su secretaría, Miss Myrtle, pero la joven se encontraba fuera de la isla, en casa de sus padres, en Tórtola. Y además todos los visitantes que acudían a la casa y que lo habían visto en el jardín. Un gran número de personas, señor.
Jefferson le describió con toda exactitud cómo encontró el cadáver, pero insistió en que no había oído el disparo. Poco después, el empleo de la palabra «disparo» convencería a Hannah de que el mayordomo le había contado la verdad. Sin embargo, de momento ignoraba cuántos disparos eran los efectuados.
El equipo de la Brigada Criminal de Nassau estaba trabajando con Penrose en el jardín, donde se dedicaban a inspeccionar el césped, en busca de los cartuchos usados que hubieran podido salir del arma del asesino. En su búsqueda removían la tierra a cierta profundidad, ya que cabía la posibilidad de que, por falta de cuidado, las personas que habían estado pisoteando el lugar hubiesen enterrado en el suelo un pequeño casquillo de bronce o incluso varios. Las pisadas del teniente Haverstock, del Inspector Jefe Jones y de su tío, el doctor Caractacus Jones, los cuales habían estado moviéndose por toda la hierba la noche del asesinato, habían eliminado cualquier posibilidad de obtener huellas de pies.
Hannah inspeccionó la puerta de hierro, en el muro del jardín, mientras el especialista en huellas dactilares enviado desde las Bahamas esparcía unos polvillos sobre el hierro, en la esperanza de encontrar posibles huellas. Pero no las había. Hannah estimaba que si el asesino había entrado por esa puerta, como parecía ser el caso, y había disparado de inmediato, el gobernador tenía que haberse encontrado, en posición erguida, entre la puerta y el muro de coral, al pie de las escaleras que conducían al salón de recepción. Si algún proyectil le había atravesado, la bala tenía que haber ido a estrellarse contra el muro. Hannah pidió a los policías que andaban a gatas por el césped que concentraran su atención en el sendero de conchas de moluscos trituradas que corría a todo lo largo de la base del muro. A continuación volvió a entrar a la casa para hablar con Lady Moberley.
La viuda del gobernador le esperaba en el salón de recepciones donde Sir Marston había recibido a la delegación de protesta de los Ciudadanos Consternados. Era una mujer delgada y pálida, con los cabellos grisáceos y la piel amarillenta a causa de los muchos años pasados en los trópicos.
Jefferson se presentó con una bandeja en la que llevaba una jarra de helada cerveza añeja. Hannah titubeó un momento, pero al fin decidió aceptarla. Después de todo, se trataba de una mañana en extremo calurosa. Lady Moberley estaba bebiendo un zumo de pomelo. La mujer contempló la cerveza con inusitada expresión de ansiedad. «¡Ay, querida!» se dijo Hannah para sus adentros.
En realidad, nada había en lo que ella pudiese servir de ayuda. Por cuanto sabía, su difunto marido no tenía enemigos. Los crímenes por razones políticas eran algo tan desconocido como insólito en esa isla. Sí, por supuesto que la campaña electoral había ocasionado algunas pequeñas controversias, pero todo quedaba en el ámbito de un proceso democrático normal. Al menos eso era lo que pensaba.
En cuanto a ella, mientras se producía el tiroteo, se encontraba a diez kilómetros de distancia, visitando un pequeño hospital, en la falda del monte Spyglars, regentado por un grupo de misioneros. El hospital había sido donado por Mr. Marcus Johnson, un caballero de modales distinguidos y gran filántropo, que realizaba obras de caridad desde que volvió, tras muchos años de ausencia, a sus natales islas Barclay, haría de eso unos seis meses. Lady Moberley había dado su consentimiento para que la nombrasen patrona de esa institución de beneficencia. Había ido hasta allí en el vehículo oficial del gobernador, la limusina «Jaguar», que el chófer de su difunto esposo, Mr. Stone, había conducido.
Hannah le dio las gracias y se retiró. Parker se encontraba fuera de la casa, dándole golpecitos a la ventana. Hannah salió a la terraza. Parker denotaba una gran excitación.
—¡Usted tenía razón, señor! ¡Aquí está!
Parker mantenía su mano derecha en alto. En la palma, completamente deformada, se encontraba, aplanada, lo que había sido una flamante bala de plomo. Hannah contempló el proyectil con expresión sombría.
—Muchas gracias por haberlo toqueteado —dijo—. Y para la próxima vez, ¿tendría quizá la amabilidad de utilizar unas pinzas y una bolsita de plástico?
Parker se puso pálido como la cera, luego se escabulló a toda prisa hacia el jardín, colocó de nuevo la bala donde la había encontrado, sobre la gravilla de conchas de moluscos, abrió su maletín de homicidios y sacó unas pinzas. Varios de los policías de las Bahamas sonrieron maliciosamente.
Con movimientos harto aparatosos, Parker cogió con las pinzas la bala retorcida y la introdujo con todo cuidado en una bolsita de plástico.
—Y ahora, envuelva esa bolsita en algodón y métala en una botella de vidrio con tapón de rosca —ordenó Hannah.
Parker hizo lo que el otro le pedía.
—¡Muchas gracias! Y ahora, meta eso en el maletín de homicidios hasta que podamos enviárselo a los de balística —dijo Hannah, que suspiró con aire de resignación. El asunto se estaba convirtiendo en una faena más pesada de lo que hubiera podido imaginar. Empezaba a creer que quizás hubiese sido mejor trabajar solo.
El doctor Caractacus Jones se presentó atendiendo a un llamamiento de Hannah. Éste se alegró de poder charlar con un hombre que era un profesional en su oficio. El doctor Jones le explicó que Jefferson, a instancias del teniente Haverstock, había ido a buscarlo sobre las seis de la tarde del día anterior, cuando se encontraba en la casa que le hacía las veces de hogar, consultorio y quirófano. Jefferson le dijo que debía presentarse en seguida en la casa del gobernador, ya que alguien le había disparado. El mayordomo no le mencionó el hecho de que el disparo era mortal, por lo que el doctor Jones había cogido el maletín con sus instrumentos y acudido allí en su coche para ver qué podía hacer. Al llegar obtuvo respuesta a su pregunta: como médico, nada podía hacer.
Hannah invitó al doctor Jones a pasar al despacho del difunto Sir Marston y le pidió que le extendiese un certificado para que el cadáver pudiera ser trasladado esa misma tarde a Nassau con el fin de que le practicaran la autopsia. El doctor Jones le facilitó lo que le pedía, en su condición de juez instructor y de primera instancia de la isla. Bannister, el delegado de la Alta Comisión de Nassau, redactó el certificado, utilizando una máquina de escribir que encontró en el despacho y un papel con el membrete oficial del palacio de la gobernación. Acababa de instalar el nuevo sistema de comunicaciones para Hannah.
En territorios de jurisdicción británica, la institución que encarna la autoridad suprema no es precisamente la Cámara de los Lores, sino el Tribunal de Justicia integrado por los jueces de Primera Instancia. Esa institución está por encima de cualquier otro tipo de tribunal. Para poder trasladar el cadáver desde Sunshine a las Bahamas se necesitaba un mandato judicial del juez de Primera Instancia. El doctor Jones lo firmó sin demora alguna y el documento adquirió validez jurídica. Hannah pidió al doctor Jones que le mostrara el cadáver.
Abajo, en el puerto, junto a los muelles, se abrieron las puertas de la fábrica de hielo y dos de los alguaciles del inspector jefe Jones sacaron el cadáver del gobernador, que ahora se había convertido en algo parecido a un sólido leño. Lo extrajeron hecho un bloque de hielo, junto con uno de los pescados, y lo condujeron a un lugar sombreado, en una tienda que había al lado, donde lo depositaron sobre una mesa improvisada con una puerta y dos caballetes.
Para los delegados de la Prensa, a los que ahora se había sumado un equipo enviado desde Miami por la «CNN», y que había estado siguiendo a Hannah durante toda la mañana, aquello era material de primera. Lo fotografiaron todo. Incluso el pez aguja, que había sido el compañero de cama del gobernador durante las pasadas treinta y seis horas, obtuvo unos primeros planos en las noticias que ofreció el telediario de la noche de la «CNN».
Hannah ordenó que fuesen cerradas las puertas de la tienda, para mantener alejados a los periodistas, y procedió a un examen del rígido cuerpo cubierto por capas de hielo y escarcha, que llevó a cabo lo más concienzudamente que pudo. El doctor Jones se mantuvo a su lado. Después de mirar con toda atención el helado hueco que el cuerpo del gobernador tenía en el pecho, advirtió una desgarradura circular y de bordes impecables en la manga de la camisa del brazo izquierdo.
Lentamente amasó entre el índice y el pulgar la parte en que estaba la tela, hasta que el calor de su mano hizo que el material se tornara más flexible. El hielo se derritió. Había dos agujeros similares en esa manga, uno de entrada y otro de salida. Pero la piel no había sido tocada. Hannah se volvió hacia Parker.
—Dos balas como mínimo —dijo en tono sereno—. Nos falta la segunda bala.
—Es probable que siga dentro del cuerpo —apuntó el doctor Jones.
—No cabe duda —confirmó Hannah—. De todos modos, Peter, quiero que se registre de nuevo toda el área donde el gobernador se encontraba. Una y otra vez. Por si la bala estuviese aún allí.
A continuación dio la orden de que el cadáver fuese llevado de nuevo a la fábrica de hielo. Las cámaras de televisión zumbaron a su alrededor. Le acribillaron a preguntas. Hannah asintió con la cabeza, sonrió y dijo: