—Ése de ahí —dijo—, el que está junto a la camioneta, ¿sabe usted cómo se llama?
—Brown —respondió la periodista.
Bill se echó a reír.
—¿Y sabe usted qué palabra española significa
brown
? —preguntó.
—No.
—«Moreno». En este caso: Hernán Moreno.
—La Televisión es un medio de comunicación eminentemente visual —dijo Sabrina—, así que las imágenes pueden narrar una historia mejor que las palabras. ¿Podría darme esas fotografías suyas para compararlas con las mías?
—Ya he mandado que le hagan las copias —dijo Bill—, y también las haremos de las de usted.
Su cámara, que había tenido que quedarse esperando en la calle, dentro del taxi, discretamente hizo algunas fotos del bloque de oficinas. Nadie se lo impidió. Él creyó haber fotografiado el Cuartel General de la CÍA en Miami. Pero no fue así.
Cuando regresaron al «Hotel Sonesta Beach», Sabrina Tennant cogió el taco de fotografías, tanto las propias como las que los de la CÍA le habían dado —haciendo una extraordinaria excepción y habiéndolas sacado de sus archivos secretos—, y las esparció encima de una mesa en un salón para banquetes que había alquilado al hotel, mientras que el cámara filmaba una película de todas ellas. Miss Tennant preparó una auténtica escenificación, utilizando como telón de fondo una de las paredes del salón para banquetes, en la que había colgado un gran retrato del presidente Bush, que le había sido prestado cortésmente por el director del hotel. Aquello sería más que suficiente para dar la impresión de que estaban filmando dentro de un sanctasanctórum de la CÍA.
Poco después, en el curso de esa misma mañana, la pareja encontró una cala desierta al bajar por un caminillo cercano a la autopista N.° 1 de Estados Unidos, y allí la periodista montó otra puesta en escena para que su cámara lo rodase, esta vez adornada con blancas y relucientes arenas, palmeras meciéndose y un espléndido mar azul, lo que pretendía ser una réplica exacta de una playa en Sunshine.
Al mediodía, utilizando la vía satélite con Londres, envió todo su material a la «British Satellite Broadcasting» en Londres. También ella mantuvo una larga conferencia telefónica con el redactor jefe de los servicios informativos mientras los de la sección de montaje habían comenzado ya a preparar el documental. Cuando los técnicos hubieron terminado, se disponía de un reportaje de quince minutos de duración que daba la impresión de haber sido rodado teniendo una sola idea en la cabeza: la intención de ofrecer de forma deliberada un auténtico ejemplo de lo que es el periodismo cuando se trata de poner al descubierto los entretelones de un gran escándalo.
El jefe de redacción ordenó que cambiasen el orden en la transmisión de noticias del informativo
Cuenta Atrás
, que era televisado los domingos a la hora del almuerzo, y después volvió a llamar por teléfono a Florida.
—Es un auténtico bombazo —dijo—. ¡Muy bien hecho, cariño!
McCready también había estado muy atareado. Se pasó buena parte de la mañana pegado a su teléfono portátil, haciendo llamadas a Londres, y también a Washington.
En Londres se puso en comunicación con el director del Regimiento del Servicio Especial de las Fuerzas Aéreas, a quien encontró en el cuartel del Duque de York, en King’s Road, en Chelsea. El joven y estirado general escuchó lo que McCready le pedía.
—Bien, puedo decirte que lo haré —dijo el general—. En estos momentos tengo a dos de esos hombres dando unas conferencias en Fort Bragg. Pero necesitaré una autorización.
—No hay tiempo para eso —replicó McCready—. Dime una cosa, ¿no les deben algunas vacaciones?
—Supongo que sí —contestó el director.
—¡Estupendo! En ese caso les ofrezco a ambos tres días de descanso y recreación, tomando el sol en esta isla. En calidad de invitados míos, en plan privado. ¿Qué puede haber más honesto que lo que te propongo?
—Sam —dijo el general—, no eres más que un viejo bribón taimado. Ya veré qué puedo hacer. Pero estarán de vacaciones, ¿entendido? Para tomar el sol y nada más.
«¡No lo permita Dios!», se dijo McCready para sus adentros.
Cuando aún faltaban siete días para las Navidades, los ciudadanos de Port Plaisance se preparaban esa tarde para la inminente celebración de las fiestas.
Pese al calor que hacía, un gran número de escaparates estaba siendo decorado con figuras que representaban petirrojos y ramas de acebo, arbolillos de Navidad y copos de nieve artificial. Muy pocos de los isleños habían visto en el transcurso de sus vidas un petirrojo o un arbusto de acebo, por no hablar ya de los copos de nieve, pero la tradición victoriana británica había logrado inculcar en todas las mentes la idea de que el Niño Jesús había venido al mundo rodeado de aquellos aditamentos, por lo que los mismos tenían que formar parte, como Dios manda, de las decoraciones navideñas.
Junto a la fachada de la iglesia anglicana, Mr. Quince, asistido por un enjambre de impacientes y ansiosas niñas, estaba decorando un tablado sobre el que pendía un techo de paja. Un muñequito de plástico yacía en el pesebre, mientras que la chiquillería se dedicaba a colocar figuritas de bueyes, ovejas, burros y pastorcillos.
En las afueras de la ciudad, el reverendo Walter Drake dirigía un coro, en unos ensayos que culminarían en la ejecución del servicio divino cantado. Su profunda voz de bajo no era todo lo buena que cabía esperar. Por debajo de su negra camisa llevaba el torso completamente fajado con los vendajes que el doctor Jones le había puesto para aliviarle el dolor de las costillas rotas, y su voz se escuchaba jadeante y resollante, como si le faltara la respiración. Sus feligreses se miraban unos a otros de un modo harto significativo. Todos sabían lo que le había sucedido el jueves por la noche. Nada permanecía en secreto por mucho tiempo en Port Plaisance.
A las tres de la tarde, una furgoneta abollada llegó a la plaza del Parlamento y estacionó junto a la acera. Por la portezuela del asiento del conductor salió la descomunal figura de
Firestone
. El gigante se dirigió a la parte trasera del vehículo, abrió las puertas y sacó en vilo a Miss Coltrane sentada en la silla de ruedas. A paso lento, fue guiando su silla de inválida por la calle principal de la ciudad para que hiciera sus compras. No había ningún periodista por los alrededores. La mayoría de ellos, aburridos, se habían ido a nadar a la playa de Conch Point.
El avance de la anciana por la calle era lento, siendo interrumpida continuamente por aquellos que se acercaban a saludarla. La mujer devolvía todos los saludos, dirigiéndose a los dueños de las tiendas y a los paseantes por su nombre, sin que jamás se olvidase de uno.
—¡Buenos días, Miss Coltrane!
—¡Muy buenos días, Jasper!
—¡Buenos días, Simón!
—¡Buenos días, Emmanuel!
Y así seguía la retahíla, mientras la mujer iba preguntando a cada uno por su mujer y por sus hijos o felicitaba a un futuro padre por su buena fortuna o manifestaba su condolencia al enterarse de que alguien se había roto un brazo. Ella hacía sus compras habituales, y los tenderos acudían con sus mercancías a la puerta para que las examinara.
Cuando pagaba, sacaba el dinero de un pequeño monedero que llevaba sobre el regazo, mientras que de un gran bolso de mano iba repartiendo cantidades de caramelos que parecían inagotables a una gran multitud de chiquillos, que se ofrecían para llevarle las bolsas de la compra, en la esperanza de recibir una segunda ración de dulces.
Compró frutas y verduras frescas, queroseno para sus lámparas, cerillas, hierbas aromáticas, especias, carne y aceite. Su deambular por las calles la llevó a través de la zona de tiendas hasta los muelles, donde saludó a los pescadores y compró dos relucientes cuberas y una palpitante langosta, que en realidad había sido encargada por el «Hotel Quarter Deck». Pero si Miss Coltrane deseaba algo, lo conseguía. No había discusión posible. El cocinero del «Quarter Deck» tendría que conformarse con las gambas y los mejillones.
Cuando volvió a la plaza del Parlamento se encontró con el superintendente jefe de detectives Hannah, que descendía por las escaleras del hotel. Le acompañaba el inspector jefe Parker y un estadounidense llamado Favaro. Los tres hombres se disponían a partir hacia la pista de aterrizaje para esperar la llegada del avión de Nassau, que debería de aterrizar a las cuatro de la tarde.
Ella los saludó cariñosamente, aunque jamás había visto a dos de ellos. A continuación,
Firestone
alzó la silla con Miss Coltrane sentada en ella y la colocó entre las bolsas de las compras, en la parte de atrás de la furgoneta. Instantes después, el vehículo se alejaba.
—¿Quién es? —preguntó Favaro.
—Una anciana dama que vive en lo alto de una montaña —le informó Hannah.
—¡Ah, sí!, ya he oído hablar de ella —dijo Parker—. Se supone que lo sabe todo acerca de esta isla.
Hannah frunció el entrecejo con expresión de disgusto. Desde que sus investigaciones habían tomado un nuevo giro, el detective comenzaba a sospechar, cada vez con más fuerza, que Miss Coltrane tenía que saber mucho más de lo que había dado a entender acerca de quién había podido efectuar aquellos disparos el martes por la tarde. De todas maneras, su sugerencia de que echara un vistazo a los entornos de los dos candidatos había sido francamente perspicaz. Después de haberlos visitado, su instinto de policía le decía que, en modo alguno, eran gente de fiar. Pero si al menos hubiesen tenido un motivo…
El avión correo isleño procedente de Nassau aterrizó algunos minutos después de las cuatro. El piloto traía un paquete del Departamento de Policía de Metro-Dade para Mr. Favaro. El detective de Miami le enseñó sus credenciales y recogió el paquete. Parker subió a bordo del avión, llevándose en un bolsillo de la chaqueta la botellita de muestras en la que guardaba aquella bala de tan vital importancia.
—Mañana por la mañana, un coche le estará esperando en el aeropuerto de Heathrow —dijo Hannah—. Vaya directamente a Lambeth. Quiero que la bala se encuentre en poder de Alan Mitchell lo antes posible.
Cuando el aparato despegó, Favaro mostró a Hannah las fotos de Francisco Méndez, alias
Escorpión
. El detective británico las examinó con detenimiento. Eran diez en total, en ellas se veía a un hombre enjuto y taciturno, de cabellos negros y lisos peinados hacia atrás y inexpresiva boca. Los ojos, que estaban mirando hacia la cámara, parecían vacíos.
—¡Cerdo hijo de puta! —exclamó Hannah—. Vayamos a ver al inspector jefe Jones.
El jefe de la Policía de las Barclay se encontraba en su despacho de la plaza del Parlamento. De las puertas abiertas de la iglesia anglicana les llegaba un sonido de cánticos; y de las puertas abiertas del bar del «Hotel Quarter Deck», un estruendo de risas. Los periodistas habían regresado. Jones denegó con la cabeza.
—Pues no, jamás había visto antes a ese hombre. No en estas islas.
—No creo que Julio se confundiera de hombre —dijo Favaro—. Estuvimos sentados frente a ese hombre durante cuatro días seguidos.
Hannah se sintió propenso a darle la razón. Y a lo mejor estaba buscando en el sitio que no era, en la misma casa del gobernador. Quizás el asesinato había sido perpetrado por
encargo
. Pero ¿por qué…?
—¿Podría hacer circular estas fotografías, Mr. Jones? ¿Mostrarlas por ahí? Se sospecha que fue visto en el bar del «Quarter Deck», el martes de la semana pasada. Es posible que alguien lo haya visto. El camarero que atendía la barra, alguno de los clientes de aquella noche. Alguien tuvo que ver a dónde se dirigía cuando salió del bar, o alguien lo vería en otro bar…, ya sabe cómo son esas cosas.
El inspector hizo un gesto de asentimiento. Sabía muy bien lo que tenía que hacer. Iría por ahí mostrando las fotografías.
Cuando se puso el sol, Hannah echó una ojeada a su reloj. Parker debía de haber llegado a Nassau hacía una hora. En esos momentos estaría embarcando en el vuelo nocturno para Londres. Ocho horas de viaje y cinco más por la diferencia horaria, aterrizaría poco después de las siete de la mañana, hora londinense.
Alan Mitchell, el brillante científico civil que dirigía el laboratorio de balística del Ministerio del Interior en Lambeth, había consentido en sacrificar el domingo para trabajar en la bala. Sometería el proyectil a todo tipo de pruebas y telefonearía a Hannah el domingo por la tarde para comunicarle sus hallazgos. Y Hannah sabría entonces con exactitud qué clase de arma tendría que buscar. De ese modo el cerco se estrecharía, y las posibilidades disminuirían. Alguien tenía que haber visto el arma que había sido utilizada. A fin de cuentas, aquél era un lugar tan
pequeño
…
Interrumpieron a Hannah durante la cena. Tenía una llamada de Nassau.
—Siento decirle que el avión ha sufrido una hora de retraso —le comunicó Parker—. Despegaremos dentro de diez minutos. Pensé que usted podría alertar a Londres.
Hannah comprobó la hora en su reloj. Eran las siete y media. Lanzó una maldición, colgó el teléfono y volvió a donde le estaba esperando su mero a la plancha. Ya estaba frío.
Se encontraba tomando la última copa de la noche antes de irse a la cama cuando el teléfono del bar sonó. Eran las diez.
—Siento mucho tener que decirle esto —balbuceó Parker.
—¿Dónde demonios está? —vociferó Hannah.
—En Nassau, jefe. Despegamos a las siete y cuarenta, tal como le dije, estuvimos volando unos cuarenta y cinco minutos sobre el mar, advirtieron un fallo en uno de los motores y regresamos. Los mecánicos están trabajando en estos momentos. No parece que vayan a tardar mucho.
—Llámeme cuando estén a punto de despegar —le ordenó Hannah—. Comunicaré a Londres la nueva hora de llegada.
Le despertaron a las tres de la mañana.
—Los mecánicos han reparado ya la avería —dijo Parker—. Se trataba de un cortocircuito en el solenoide de una señal luminosa de alarma en el motor exterior del ala de babor.
—Parker —replicó Hannah, hablando despacio y alargando cada palabra—, me importa un carajo si era debida a que el jefe de contabilidad de la compañía aérea se había meado en los depósitos de combustible. ¿Está arreglada?
—Sí, señor.
—¿Así que van a despegar de una vez?
—Bien, no exactamente. Tenga en cuenta que con las horas que aún necesitaríamos para llegar a Londres, la tripulación habría excedido el número de horas de trabajo permitidas sin tomarse un descanso. Así que no pueden volar.