El manipulador (81 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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El Manipulador
los llevó al hotel y los instaló en una habitación contigua a la suya. Los hombres metieron sus macutos con los «confites» debajo de sus camas, cerraron la puerta con llave, y se fueron a dar un buen baño. McCready les había informado ya de para cuándo los necesitaría: a las diez de la mañana del día siguiente en el palacio de la gobernación.

Después de haber almorzado en la terraza del hotel, McCready fue a visitar al reverendo Walter Drake. Encontró al religioso baptista en su casa, ocupado en otorgar descanso a su cuerpo todavía dolorido. McCready se presentó y preguntó al pastor qué tal se sentía.

—¿Ha venido usted con Mr. Hannah? —preguntó Drake.

—Bueno, no es que haya venido exactamente con él —replicó McCready—, más bien…, digamos que me encargo de vigilar cómo andan las cosas mientras él se dedica a sus pesquisas en torno al asesinato. Mi interés se centra más en el aspecto político de las cosas.

—¿Es usted del Ministerio de Asuntos Exteriores? —porfió Drake.

—En cierto modo —contestó McCready—. ¿Por qué me lo pregunta?

—Pues porque no me gusta nada su Ministerio de Asuntos Exteriores —replicó el reverendo Drake—. Ustedes han traicionado a mi pueblo.

—¡Ah!, pero podría ser que eso cambiase ahora —dijo McCready.

El Manipulador
reveló entonces al pastor lo que quería de él. El reverendo Drake hizo un gesto enérgico de protesta.

—Soy hombre al servicio de Dios —replicó—. Usted necesita personas muy distintas para esa clase de asuntos.

—Mr. Drake, ayer hice una llamada a Washington. Alguien de allí me contó que no ha habido más que siete jóvenes nacidos en las islas Barclay que hayan hecho el servicio militar en el Ejército de los Estados Unidos. Y en los archivos tan sólo uno de ellos respondía al nombre de Walter Drake.

—Pues será otra persona —gruñó el reverendo Drake.

—El funcionario que me facilitó esa información —prosiguió McCready en tono calmado— me dijo que ese tal Walter Drake aparecía en sus listas como sargento del cuerpo de Marina de Estados Unidos. Y que sirvió dos veces en Vietnam. Regresó con tres medallas, una Estrella de Bronce y dos Purple Heart. Me pregunto qué habrá sido de él.

—Pues se trata de otra persona —replicó el pastor en tono huraño—, de otra época distinta, de otros lugares. Ahora sólo me dedico al servicio de Dios.

—¿Y no le parece que usted podría estar muy bien cualificado para lo que le he dicho?

El fuerte hombrachón se quedó reflexionando unos instantes y luego asintió con la cabeza.

—Es posible —confesó.

—Yo también lo creo —dijo McCready—. Confío en verle allí. Necesito toda la ayuda que me sea posible recabar. A las diez en punto, mañana por la mañana, en el palacio de gobernación.

McCready se despidió y se encaminó por las callejas de la ciudad en dirección a los muelles. Encontró a Jimmy Dobbs atareado con la
Gulf Lady
. McCready se pasó media hora con él, y los dos acordaron hacer un viaje, al día siguiente en la
Gulf Lady
, con gastos pagados.

Hacía un calor sofocante cuando llegó al palacio de gobernación a eso de las cinco de la tarde. Jefferson le sirvió un té helado mientras esperaba que el teniente Jeremy Haverstock regresara. El joven oficial había estado jugando al tenis con algunos otros expatriados en una villa, en las montañas. La pregunta que McCready le hizo cuando volvió fue muy sencilla.

—¿Estará usted aquí mañana, a las diez? —Haverstock lo pensó un momento.

—Sí, claro, supongo que sí —contestó.

—Perfecto —dijo McCready—. ¿Tiene usted consigo el uniforme completo de gala que se usa en los trópicos?

—Por supuesto —contestó el oficial de Caballería—, tan sólo lo he usado una vez. En una fiesta oficial a la que asistí en Nassau, hace seis meses.

—¡Excelente! —exclamó McCready—. Diga a Jefferson que se lo planche y que saque brillo al cuero y a los bronces.

Un asombrado teniente Haverstock lo escoltó hasta el vestíbulo.

—Supongo que se habrá enterado de las buenas noticias —dijo el teniente—. Lo que logró el sabueso de Scotland Yard. Ayer encontró la bala en el jardín. Intacta. Parker se la ha llevado a Londres.

—¡Un buen golpe! Es una noticia alentadora.

A las ocho cenó en el hotel en compañía de Eddie Favaro. Cuando estaban tomando el café le preguntó:

—¿Qué piensa hacer mañana?

—Regresaré a casa —contestó Favaro—. Sólo pedí una semana de permiso. He de estar de vuelta en el trabajo el martes por la mañana.

—¡Vaya, vaya! ¿Y a qué hora sale su avión?

—He contratado un aerotaxi para el mediodía.

—¿Y no podría retrasar su partida hasta las cuatro de la tarde?, ¿qué le parece?

—Supongo que sí. ¿Por qué?

—Porque yo podría necesitar su ayuda. Digamos, ¿en el palacio de gobernación a las diez de la mañana? Se lo agradezco. Nos veremos mañana. No se retrase. El lunes será un día de mucho ajetreo.

El lunes, McCready se levantó a las seis de la mañana. El amanecer lo envolvía todo en sus tintes rosados, y anunciaba la llegada de otro día de sofocante modorra mientras arrancaba vivos destellos a las palmeras de la plaza del Parlamento. El frescor de la mañana era delicioso. Se dio una ducha, se afeitó y bajó a la plaza, donde el taxi que había encargado el día anterior le estaba esperando. Su primera obligación consistía en ir a despedirse de una vieja amistad.

Pasó una hora allí, desde las siete hasta las ocho, tomó café con bollitos recién salidos del horno y luego se despidió cariñosamente.

—Pues bien, no lo olvides —dijo cuando se levantaba de su asiento, dispuesto a marcharse.

—No te preocupes —repuso Miss Coltrane—, que no lo olvidaré, Sam. Siempre fuiste un muchachito de lo más encantador.

McCready se inclinó para darle un beso en la frente.

—Pasé las mejores vacaciones de mi vida aquí, en Sunshine, contigo y con tío Robert.

A las ocho y media estaba de vuelta en la plaza del Parlamento y se fue a ver al inspector jefe. Mostró al jefe de Policía la carta de recomendación extendida por el Ministerio de Asuntos Exteriores.

—Haga el favor de estar a las diez de la mañana en el palacio de gobernación —le dijo—. Hágase acompañar de dos sargentos, cuatro policías, su «Land Rover» personal y dos camionetas comunes y corrientes. ¿Tiene usted pistola de reglamento?

—Sí, señor.

—Pues tenga la amabilidad de llevarla consigo también.

En esos momentos era la una y media en la ciudad de Londres, pero en el Departamento de Balística del laboratorio forense del Ministerio del Interior en Lambeth, Mr. Alan Mitchel no pensaba en que era la hora del almuerzo. Se encontraba inclinado sobre su microscopio.

Debajo del objetivo, fijada a la platina por dos sujetadores de rosca, tenía una bala de plomo. Mitchel contemplaba detenidamente las marcas estriadas que se extendían a todo lo largo del proyectil, formando curvas alrededor del metal. Eran las incisiones causadas por las estrías en espiral que tenía por dentro el cañón del arma que había disparado la bala. Por quinta vez en ese mismo día dio vueltas al proyectil debajo del objetivo del microscopio, mientras analizaba todos los rasguños, esas incisiones que son propias y exclusivas del cañón de un arma de fuego, como las huellas dactilares humanas. Por último alzó la cabeza, satisfecho. Emitió un silbido de sorpresa y se levantó para ir a consultar sus manuales. Tenía toda una biblioteca sobre el tema, y es que Alan Mitchel estaba considerado, sin duda alguna, el mejor especialista de Europa sobre balística merced a sus conocimientos de las armas de fuego.

Aún necesitaba realizar otras pruebas. Sabía que en alguna parte, a seis mil kilómetros de distancia, al otro lado del océano, un detective esperaba con impaciencia los resultados de sus investigaciones, pero no por eso pensaba trabajar con prisas. Tenía que estar seguro, completamente seguro.

Demasiados procesos se habían perdido ante el Tribunal de Justicia porque otros especialistas, contratados por la Defensa, habían echado por tierra las pruebas que los científicos forenses habían reunido para presentar en el juicio.

Todavía tenía que realizar una serie de ensayos con los minúsculos fragmentos de pólvora quemada que seguían adheridos a la roma punta de la bala. Las pruebas que había llevado a cabo sobre la manufactura y la composición del retorcido proyectil que le habían entregado dos días antes tendría que repetirlas ahora con la flamante bala que acababan de enviarle. El espectroscopio hundiría sus radiaciones dentro del mismo metal, con lo que sabría la estructura molecular del proyectil, su edad aproximada y, a veces, también dónde había sido fabricada. Alan Mitchel rebuscó en sus estanterías, cogió un manual, se sentó y comenzó a leer.

McCready despidió al taxista a la entrada del palacio de gobernación y pulsó el timbre de la puerta. Jefferson lo reconoció por la mirilla y le hizo pasar. McCready le explicó que necesitaba efectuar otra llamada telefónica, utilizando la línea internacional que Bannister había instalado, y que tenía el permiso de Mr. Hannah. Jefferson lo acompañó hasta el despacho privado del difunto gobernador y lo dejó a solas.

McCready pasó por alto el teléfono y se dirigió al escritorio. En los primeros momentos de la investigación, Mr. Hannah había registrado los cajones para lo cual empleó las llaves del fallecido gobernador, y, después de asegurarse que dentro no había pista alguna que pudiese ayudarle a esclarecer el asesinato, los había cerrado de nuevo. McCready no tenía las llaves, pero tampoco las necesitaba. El día anterior, forzando las cerraduras, había encontrado lo que deseaba. Estaba al fondo del cajón de la izquierda. Hasta por partida doble, pero sólo necesitaba uno.

El objeto en cuestión era un imponente pliego de papel, quebradizo al tacto y de una coloración crema, como la del pergamino. Centrado en la parte superior, grabado en relieve y estampado en oro, se veía el escudo de armas de la realeza británica, con el león y el unicornio sujetando entre sus patas delanteras el escudo acuartelado en cuatro cantones en los que aparecían los emblemas heráldicos de Inglaterra, Escocia, el País de Gales e Irlanda.

Por debajo, destacado en letras en negrita, se encontraba el siguiente texto:

YO, ISABEL SEGUNDA, SOBERANA DEL REINO UNIDO DE LA GRAN BRETAÑA Y DE IRLANDA DEL NORTE, ASÍ COMO DE TODOS SUS TERRITORIOS Y DEPENDENCIAS DE ULTRAMAR, REINA POR LA GRACIA DE DIOS, NOMBRO AQUÍ A… (seguía un espacio en blanco)… PARA QUE SEA NUESTRO… (otro espacio en blanco)… EN EL TERRITORIO DE… (un tercer espacio en blanco)…

Debajo del texto se veía una firma en facsímil que rezaba: Elizabeth R.

Era un nombramiento real. En blanco. McCready cogió una pluma de la escribanía que había pertenecido a Sir Marston Moberley y rellenó el documento, haciendo gala de sus mejores habilidades caligráficas. Cuando terminó de escribir, sopló a conciencia la tinta fresca para que se secase e hizo uso del sello gubernamental para refrendar el documento.

Afuera, en el salón de recepciones, ya se habían congregado sus huéspedes. Echó otro vistazo al documento y se encogió de hombros. Acababa de nombrarse a sí mismo gobernador de las islas Barclay. Por un día.

CAPÍTULO VI

Había reunidas seis personas. Jefferson entró a servir el café y se retiró. No preguntó qué hacían allí. No era asunto suyo.

Los dos sargentos, Newson y Sinclair, estaban apostados contra una pared. Llevaban ropa deportiva de un pardo claro y calzaban zapatillas de deporte con suelas de cuero. Los dos tenían sendas bolsitas colgadas alrededor de la cintura, la misma clase de esos bolsitos preferidos por los turistas para guardar las cajetillas de tabaco y las lociones bronceaduras cuando van a la playa. Pero en esas bolsas no había botellitas de crema bronceadura precisamente.

El teniente Haverstock no se había puesto su uniforme de gala. Estaba sentado en una de las butacas tapizadas de brocado, con las piernas elegantemente cruzadas una sobre otra. El reverendo Drake se había acomodado en el sofá, al lado de Eddie Favaro. El inspector jefe Jones, con su casaca azul marino, en la que relucían sus botones y sus insignias plateadas, se encontraba al lado de la puerta, con pantalones cortos, calcetines y zapatos.

McCready empuñó el nombramiento y se lo ofreció al teniente Haverstock.

—Esto ha llegado de Londres al amanecer, así que léalo, tome nota de lo que ahí se dice, apréndaselo de memoria y asimílelo bien.

Haverstock leyó el nombramiento.

—Muy bien, todo está en orden —dijo el teniente, pasando el documento.

El inspector jefe lo leyó y se puso firme.

—¡A sus órdenes, señor! —Después pasó el documento a los sargentos.

—Me parece perfecto —dijo Newson.

Luego lo leyó Sinclair, el cual se apresuró a decir:

—No hay problema.

Sinclair se lo pasó a Favaro.

—¡Rediós! —exclamó éste susurrante al acabar de leerlo.

Por lo que el reverendo Drake le dirigió una mirada conminatoria; a continuación cogió el documento, lo leyó con atención y rezongó más que exclamó:

—¡Alabado sea el Señor!

—Mi primer acto oficial —anunció McCready— consistirá en otorgarles a todos ustedes, con excepción del inspector jefe Jones, por supuesto, la autoridad de las Fuerzas Especiales policíacas. Considérense nombrados en este momento. Y, en segundo lugar, será mejor que les explique lo que vamos a hacer.

El Manipulador
habló durante una media hora. Nadie le llevó la contraria. Después ordenó al teniente Haverstock que lo acompañara y ambos salieron del salón para ir a cambiarse de ropa. Lady Moberley se encontraba todavía en su cama, degustando un desayuno líquido. No era cuestión que les importunara, ya que ella y sir Marston tenían dormitorios separados y la habitación en la que el difunto gobernador se vestía estaba vacía. Haverstock mostró a McCready dónde se hallaba el cuarto y se retiró. McCready encontró lo que buscaba al fondo del ropero: el uniforme de gala completo de un gobernador colonial británico.

Cuando McCready regresó al salón de recepciones, aquel turista desgarbado que se sentaba con su chaqueta arrugada en la terraza del bar del «Hotel Quarter Deck» había desaparecido como por encanto. Sus pies calzaban las altas botas de la Orden de san Jorge, con sus relucientes espuelas. Los ajustados pantalones eran blancos, igual que la casaca, que llevaba abotonada hasta la garganta. Los rayos del sol que entraban por las ventanas arrancaban brillantes destellos a sus botones dorados y a los entorchados de oro que adornaban el bolsillo izquierdo de la pechera. También relucían la cadenita inclinada y la punta de lanza en su casco de la época del cardenal Wolsey. El cinturón alrededor de su cintura era de un azul espléndido.

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