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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (13 page)

BOOK: El mapa del cielo
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Pero Reynolds no solo observaba el cadáver del oso con espanto, sino también con cierta decepción. A juzgar por el trato que había dispensado al animal, no podía decirse que el demonio de las estrellas fuera un dechado de paciencia, ni alguien que antepusiera las más primordiales normas de cortesía a cualquier otra cosa, por lo que sus intenciones de dialogar con él se le antojaron de repente un tanto arriesgadas. Aunque… tal vez el ser del espacio, si es que realmente provenía de allí, se hubiera limitado a defenderse.

El capitán MacReady dejó de cabecear con expresión sombría ante las heridas del oso, se apartó del cadáver y paseó una mirada valorativa a su alrededor, mientras todos lo contemplaban expectantes.

—Escúchenme bien —dijo tras escrutar el paisaje con los ojos entrecerrados—. A partir de ahora, nadie saldrá del barco sin mi autorización. Nos refugiaremos dentro y haremos turnos de guardia. Si esa cosa ha hecho esto con un oso polar, no es necesario que les diga lo que podría hacer con cualquiera de nosotros.

Hubo un murmullo de angustia unánime. No, no era necesario que el capitán les ilustrara sobre eso.

—En cuanto al oso —añadió—, súbanlo al barco. Al menos tendremos algo que comer mientras esperamos a que esa criatura venga a por nosotros. Y créanme, tarde o temprano lo hará.

Todos asintieron, y regresaron al buque intentando asimilar la situación de asedio a la que de repente se veían abocados, sin emitir una sola protesta, aunque probablemente aquella exhibición de aplomo se debía más a que no sabían a quién quejarse que a otra cosa. ¿Acaso no bastaba con la posibilidad de morir congelados en aquel maldito pedazo de hielo que se hacía necesario añadirle el condimento especial de un monstruo del espacio capaz de triturar a un oso polar? Reynolds, que caminaba al final de la pesarosa procesión, reparó en que Allan permanecía donde habían detenido el trineo, escrutando la lejanía con gravedad, quizá preguntándose si la frágil mente del hombre estaría preparada para contemplar a un ser de otro mundo, cuyo aspecto debía de ser tan ajeno a todo lo que existía sobre la Tierra que tal vez resultara más incomprensible que espantoso. Finalmente, el joven artillero se volvió y se unió al grupo con la cabeza gacha y la mirada sombría.

—Estamos solos… —murmuró al pasar junto a Reynolds—. Solos con «él».

Sus palabras hicieron que a Reynolds se le helara la sangre. De repente, aquel lugar de dimensiones infinitas se la antojó terriblemente pequeño.

Dos días después, todo seguía en calma. Aunque se trataba, evidentemente, de una calma tensa, hecha de miradas huidizas y muecas temerosas, donde cualquier ruidito intempestivo desencadenaba un sobresalto, los temblores hacían que los más impresionables derramaran la mitad del caldo y el mosquete era un cubierto más en la mesa. Era aquella una quietud recelosa y exagerada que ponía los nervios a flor de piel, propiciando discusiones por cualquier motivo, que la mayoría de las veces se resolvían cuando alguno de los implicados mostraba un cuchillo, o bien mediante la intervención del capitán MacReady, que solía aprovechar la excusa de aquellas reyertas para exhibir sus conocimientos pugilísticos. Era una paz tan exasperante, en definitiva, que todos anhelaban secretamente que el monstruo de las estrellas les atacara de una maldita vez para comprobar si podían vencerlo o a la postre su resistencia se revelaría tan inútil como la del oso cuya carne apaciguaba sus estómagos.

Para que la llegada del demonio no les tomara por sorpresa, MacReady había apostado cuatro centinelas en cubierta, uno en cada extremo del barco, obligados a relevarse cada dos horas. Reynolds había quedado dispensado de las guardias, no sabía si por su condición de responsable de la expedición o por la herida de su mano, aunque a veces salía a cubierta a tomar el aire, especialmente cuando el largo encierro conseguía hacerle creer que su ya de por sí angosto camarote se había estrechado aún más. Sin embargo, esta vez las volubles dimensiones de su madriguera no fueron las que propiciaron su huida. El explorador había resuelto enfrentar el frío del exterior porque su habitación se hallaba demasiado próxima a la enfermería, situada en el pique de proa del buque, y acababa de saber que el doctor Walker, que tanta misericordia había mostrado con su mano quemada, había decidido amputarle el pie derecho a Carson antes de que se le gangrenara. Ya había oído los aullidos de Ringwald unos minutos antes, unos alaridos propios de las profundidades del averno, y eso que a él solo le habían amputado tres dedos de una mano. En la cubierta pasaría frío, sí, pero al menos no sería ilustrado con tanta crudeza sobre las duras condiciones que debían soportar las expediciones polares como la que él tan alegremente había organizado.

A juzgar por el frío atroz que lo abrazó al salir afuera, esa tarde debían de encontrarse a más de cuarenta grados bajo cero. Un viento salvaje aullaba por encima de los muñones de los mástiles y por la rampa inclinada, barriendo la nieve de un lado a otro. Reynolds se arrebujó en su sobretodo y echó una mirada alrededor. Le alegró descubrir que uno de los centinelas era Allan. La silueta del artillero, cuyo cuerpo parecía estar construido mediante miembros finos y alargados, al modo de las aves zancudas, resultaba inconfundible pese a hallarse enterrada bajo varias capas de ropa. El sargento parecía escrutar atentamente el horizonte, mientras acunaba el mosquete en sus manos de poeta. Tras considerarlo unos segundos, Reynolds decidió regalarse una conversación con él. Después de todo, el joven de Baltimore era la única persona de la tripulación cuya impresión sobre lo que estaba sucediendo podía aportarle algo.

Como había hecho con Griffin durante la marcha hacia la máquina voladora, la primera vez que Reynolds se había acercado al joven había sido sin otro propósito que el de desvelar el motivo que había llevado a enrolarse en su expedición a alguien cuyo perfil distaba tanto del resto de los marineros, pues Allan destacaba como una capitular entre aquella caligrafía de hombres ordinarios que presentaban el corazón atascado de nostalgias vulgares y vicios sencillos. Pero desde el primer momento, Allan se había revelado como un conversador brillante y se había convertido en casi la única persona con la que alguien como Reynolds podía llegar a congeniar dentro del
Annawan
, por lo que el explorador se hacía el encontradizo con él en cuanto se le presentaba la ocasión, como un modo de airearse el espíritu allí dentro. Con el correr de los días, Reynolds advirtió que Allan también parecía sentirse cómodo en su compañía, y optó por invitarlo abiertamente a su camarote para que le ayudara a diezmar las reservas de brandy que se había traído del continente. El explorador descubrió entonces los devastadores efectos de la bebida sobre el pobre Allan, pues si bien el primer sorbo lo transformaba en un orador lúcido, el siguiente le hacía parlotear sin el menor rumbo y extraviarse en su propio discurso, hasta que finalmente el tercero lo tronchaba sobre la mesa, al borde de la inconsciencia, ante el vaso casi intacto. Reynolds jamás había conocido a nadie que tolerara el alcohol menos que el artillero. Hasta un niño de corta edad mostraría una mayor resistencia. No había hecho la prueba.

Pese a todo, aquellas charlas erráticas y exaltadas habían permitido al explorador trazar sin demasiados errores la biografía de Allan, y en particular descubrir los motivos por los que se había enrolado en el
Annawan
, que no eran otros que las malas relaciones que mantenía con su padrastro. Tras varios años de desavenencias, desencuentros e incluso amenazas por ambas partes, que habían vuelto irrespirable el ambiente familiar, Allan, hastiado de todo aquello, había optado por tramar una estrategia que le reconciliara con aquel dictador intransigente que se había hecho cargo de él tras la muerte de sus padres: le había propuesto ingresar en West Point. Y como sospechaba, su tutor había aceptado, aliviado al ver que aquel irritante joven había encontrado al fin la senda que lo apartara de la holgazanería. No obstante, a medida que se acercaba la fecha del ingreso en la academia, Allan era cada vez más consciente de que nada le apetecía menos que ir a West Point. Lo único que quería era desaparecer, que la Tierra se lo tragara, o en su defecto, encontrar un lugar donde el tiempo se detuviese milagrosamente y le permitiera pensar, reponer fuerzas, decidir qué quería hacer con su vida, quizá incluso escribir el nuevo poema que barruntaba en su cabeza, sin tener que preocuparse por conseguir un plato caliente al mediodía. Aparte de un penal, ¿existía algún sitio así? Comprendió que sí cuando llegó a sus oídos la expedición del
Annawan
, que no prometía el regreso aunque sí grandes dosis de aventura.

De ese modo se había formado aquella curiosa tripulación, pensó Reynolds, con hombres que huían de algo. En realidad, ni a Allan, ni a Griffin ni a nadie de los que se hallaban ahora en el
Annawan
les importaba lo más mínimo que la Tierra estuviese hueca. Incluso empezaba a darse cuenta de que ni siquiera a él mismo le importaba. No eran más que un hatajo de desesperados huyendo de sus demonios interiores, que habían tomado la forma de una mujer ansiosa por casarse, de un padrastro intransigente o, como en su caso, del temor a la peor de las muertes, aquella que sucede años después de la natural, cuando todos los que conocieron al difunto también han muerto y nadie queda en la Tierra para recordar su nombre ni cantar sus alabanzas. Sin embargo, en aquella huida a ninguna parte, todos los fugitivos que atestaban el buque habían encontrado un mismo destino: enfrentarse a un demonio verdadero y, quizá, a una muerte aún peor que la del olvido.

Aquellos pensamientos le obligaron a sacudir de nuevo la cabeza. Estaba dando muchas cosas por sentadas, reconoció mientras caminaba hacia Allan con una mueca resignada. ¿Quién le aseguraba que aquel artefacto no tuviera un origen terrestre? ¿Cómo iba a fiarse de lo que sospechaba un indio que ni siquiera sabía rastrear? A pesar de todo, una especie de corazonada le decía que aquel ser no era de su mundo, aunque indudablemente su deseo de que así fuera restaba objetividad a aquel presentimiento. Y sobre las intenciones de la criatura, mejor no seguir especulando. Él mismo, a pesar de sus anhelos por entablar algún tipo de diálogo con ella, se había contagiado del miedo de la tripulación: ahora dormía con la pistola bajo la almohada y apenas lograba pegar ojo, imaginando al monstruo allí fuera, rondando el buque.

Al llegar junto a Allan, Reynolds lo saludó amablemente, y durante unos minutos, ambos guardaron un respetuoso silencio de compañeros de palco, admirando la abrupta pradera de hielo que se extendía ante ellos. El viento mecía las linternas clavadas en estacas que acordonaban el barco, otorgándole cierta magia al cuadro, como si a lo lejos, en la intimidad de la nieve, tuviese lugar una asamblea de hadas. ¿Estarían siendo observados en aquel momento?, se preguntó Reynolds con cierta inquietud. Y entonces, se aclaró la garganta y formuló la pregunta que desde el principio había querido hacerle al artillero:

—¿Qué cree que es esa cosa, Allan?

El bulto de telas superpuestas que era la cabeza del sargento permaneció observando el hielo durante unos segundos.

—No lo sé —respondió al fin, encogiéndose ligeramente de hombros.

Pero Reynolds no se contentó con aquella respuesta y probó a reformularla de otro modo:

—¿Cree que viene de… las estrellas?

Esta vez el artillero respondió de inmediato:

—Sí, amigo mío, probablemente de Marte.

A Reynolds le sorprendió la precisión del joven.

—¿De Marte?

El artillero asintió y se volvió hacia Reynolds, clavando en él sus enormes ojos, aquellos ojos grises que el explorador siempre evitaba mirar, por temor a que lo succionaran como un maelström.

—Es la explicación más sencilla —dijo casi con pesar—. Y las explicaciones más sencillas suelen ser las verdaderas, mi querido Reynolds.

—¿Por qué? —preguntó el explorador, sin dejar claro si cuestionaba la primera afirmación, la segunda o las dos.

—Porque Marte es el planeta más parecido al nuestro —le explicó Allan, volviendo de nuevo su atención al hielo—. ¿Ha leído los informes de la Royal Society, basados en los estudios que William Herschel, el astrónomo real de la corte de Inglaterra, ha realizado con su telescopio? —Reynolds le invitó a continuar, mientras negaba con la cabeza. Allan añadió enseguida—: Aseguran que Marte dispone de una atmósfera densa, semejante en muchos aspectos a la nuestra, por lo que lo más probable es que esté habitado.

—Veo que no considera la posibilidad de que esa cosa y el ingenio que la ha traído hasta aquí sean el experimento armamentístico de alguna potencia extranjera, por ejemplo.

—Claro que lo he considerado, pero se me antoja terriblemente complicado. Creo que sería muy difícil, por no decir imposible, que una potencia extranjera poseyera avances científicos tan desmesuradamente superiores a los de otras —dijo Allan—, y que además hubiera logrado mantenerlos en secreto hasta el momento, ¿no le parece? Eso descartaría que el origen de esa cosa fuera terrestre, por lo que solo nos quedaría suponer que proviene del espacio. Y si tomamos dicha hipótesis como verdadera, quizá no nos equivoquemos al considerar que nuestro visitante viene de Marte, el planeta con condiciones para la vida más cercano de todos cuantos nos rodean. —Allan lanzó una mirada rápida—. Por supuesto, puedo estar equivocado, y tal vez incluso esté deformando los hechos para que encajen en mi teoría, esa tendencia tan común de las mentes deductivas, pero hasta que alguien me demuestre lo contrario, para mí la explicación más sencilla, y por lo tanto la más lógica, es esta: la extraña criatura que está ahí fuera, probablemente espiándonos amparada por la oscuridad, es un marciano —concluyó con rotundidad.

Tras decir aquello, Allan alzó el rostro hacia el cielo y sus penetrantes ojos parecieron mirar en una dirección determinada, tal vez hacia donde se encontraba el planeta rojo. Encogido de frío a su lado, el explorador lo observó entre sobrecogido y hechizado, sin saber qué decir ante el análisis de la procedencia de la criatura que había realizado el artillero. Los conocimientos de Allan siempre lo sorprendían. Reynolds nunca había conocido a nadie tan versado en tantas materias como parecía estarlo su compañero, ni a nadie capaz de analizar de modo tan exhaustivo como categórico cualquier asunto. No en vano, el artillero había ingresado en la prestigiosa Universidad de Virginia nada más cumplir los diecisiete años. Aunque según le había contado en una de sus exaltadas borracheras, enseguida se había endeudado hasta lo imposible y, sin nadie dispuesto a pagar sus deudas de juego, había sido expulsado de allí sin contemplaciones, no sin antes tener tiempo de quemar los muebles de su habitación. Otro mensaje que su padrastro, al que reprochaba que le hubiera educado como a un rico pero sin dejarle serlo, no había sabido o querido interpretar.

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