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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (8 page)

BOOK: El mapa del cielo
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—¿Y la misión? —preguntó, aun a riesgo de provocar la ira del capitán—. No encuentro ninguna razón para no continuar con ella. Tal vez sea el mejor modo de sortear el aburrimiento, que, como supongo que sabe, puede mudar fácilmente en locura.

—Ah, sí…, su misión —dijo MacReady con sorna—. Su intento de encontrar un agujero que conduzca al centro de la Tierra, que según usted está habitado e iluminado por un sol más pequeño que el nuestro, ¿o eran dos?

Al oír a MacReady burlarse de sus ideas, Reynolds no pudo evitar acordarse de su compañero Symmes, y de las risas que ambos habían tenido que capear durante su agotadora gira de conferencias sobre la Tierra Hueca. Ahora el capitán traía aquellas risas del pasado hasta la Antártida, obligando al explorador a recordarse que quien ríe el último, ríe mejor, aquel refrán que, repetido hasta la extenuación como un mantra, le había permitido sortear el desánimo.

—Lo crea o no, capitán, ese es el objetivo de esta expedición, como bien sabe —respondió Reynolds sin amilanarse.

MacReady lanzó una carcajada que retumbó en aquel desierto blanco.

—Su ingenuidad es conmovedora, Reynolds. ¿De verdad cree que esta expedición tiene un fin tan altruista? Al señor Watson la existencia de un boquete polar que permita el acceso al interior de la Tierra le importa bien poco.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el explorador.

El capitán le sonrió condescendiente.

—No hemos organizado todo esto para demostrar si su ridícula teoría es cierta o no, Reynolds. Lo que nuestro promotor quiere es lo que quieren todas las potencias mundiales: comprobar la importancia estratégica de las únicas tierras que todavía no han podido conquistarse.

El explorador contempló al oficial con fingida incredulidad, mientras en su interior sonreía con indulgencia. Con aquellas palabras, MacReady acababa de confirmarle que se había tragado el anzuelo. Él sabía que Watson creía en la existencia de la Tierra Hueca, al igual que los poderes políticos, las instituciones gubernamentales que les apoyaban en la sombra y el puñado de patrocinadores que también preferían actuar desde el anonimato. Pero todos habían decidido ser cautos y disfrazar sus verdaderos propósitos, al menos por el momento. Si la expedición fracasaba estrepitosamente, Reynolds sería el único sobre quien caería la desgracia, la mofa y el escarnio público. Quienes permanecían en la sombra, en cambio, solo perderían unos cuantos dólares; se lavarían las manos, dirían que sus intenciones habían sido otras y que nunca habían dado demasiado crédito a aquel pobre loco, sino que se habían limitado a utilizarlo para sus propios fines. Tal y como estaban las cosas, era preferible evitar que el vulgo creyera que se malgastaba el dinero en empresas tan disparatadas. Y Reynolds había aceptado el papel de cabeza de turco que le habían ofrecido, aunque a cambio de un pacto secreto: si conseguía encontrar aquel otro mundo, y él estaba seguro de que lo encontraría, sus aspiraciones de riqueza y gloria se verían ampliamente satisfechas, pues en el despacho de sus abogados se hallaba a buen recaudo un documento, inspirado en las Capitulaciones de Santa Fe entre los Reyes Católicos y Colón, donde a Reynolds se le prometían los títulos de almirante, virrey y gobernador de todas las tierras descubiertas por debajo de la corteza terrestre, así como un diezmo de todas las mercaderías que hallase en los lugares descubiertos. Por lo tanto, MacReady podía seguir pensando que él era una marioneta manejada por oscuros titiriteros; era incluso preferible: cuanto menos supiera el capitán, mucho mejor. Reynolds no se fiaba de él. En realidad, no se fiaba de nadie: la historia estaba poblada de hombres mediocres que habían usurpado la gloria de los descubrimientos a sus verdaderos protagonistas, llevándose todos los laureles y condenando a los auténticos descubridores al olvido. Y Reynolds no quería correr ese riesgo. Así que cuanto más imbécil pensara MacReady que era, mucho mejor, pues eso le otorgaba una valiosa ventaja sobre él.

El capitán permanecía en silencio con una sonrisa burlona, aguardando alguna respuesta por su parte. Y decidido a perfeccionar aún más su papel de ingenuo idealista, Reynolds se dispuso a responderle cualquier sandez sobre el empresario. Pero entonces, un ruido ensordecedor proveniente del cielo sacudió el mundo. Tanto MacReady como Reynolds alzaron la mirada sobrecogidos. El resto de los miembros de la tripulación también levantaron la vista, convencidos de que aquel atronador bramido solo podía significar que el cielo se estaba desplomando sobre sus cabezas.

Y si el platillo volador había logrado impresionar a un hombre como Wells, de vastos conocimientos científicos y cuya imaginación era capaz de concebir artefactos similares, imaginen el horror que debió de causarles a aquel puñado de vulgares marineros, que mientras lo observaban caer del cielo iniciaron una involuntaria competición por ver quién era capaz de componer la mueca de asombro más grande. El platillo apareció repentinamente en el horizonte, se acercó a gran velocidad, cruzó por encima de sus espantadas cabezas, aturdiéndoles con un rugido de dragón, y luego se perdió en dirección a las lejanas montañas, trazando una sinuosa cicatriz de luz sobre el lienzo de penumbra que era el cielo. Solo lo vieron con claridad cuando los sobrevoló, pero nadie logró distinguir qué era aquel objeto enorme, plano y redondeado, que parecía rotar sobre sí mismo mientras hacía retumbar el mundo. Al poco de desaparecer tras la cordillera helada, ya convertido en un punto incandescente, se oyó un terrible estruendo, como si algo de gran tonelaje y posiblemente de hierro u otro material igual de pesado se hubiera estrellado contra el hielo. El eco del estrépito tardó en extinguirse casi un par de minutos. Cuando lo hizo, el silencio que les sobrevino se les antojó a todos insoportable, como si se encontraran sumergidos en el fondo del océano. Solo entonces el capitán MacReady se atrevió a hablar.

—¿Qué diablos era eso…? —balbuceó, sin molestarse en ocultar su perplejidad.

—Dios santo, no lo sé… Imagino que un meteorito —respondió Reynolds, sin apartar su desconcertada mirada de la lejana cordillera de icebergs.

—No lo creo —oyó que le contradecían.

Quien había hablado era un marinero flaco llamado Griffin. Reynolds se volvió hacia él y lo observó con curiosidad, sorprendido ante la autoridad con que le había llevado la contraria.

—Su trayectoria era demasiado… caprichosa —explicó el marinero, algo incómodo al ver cómo todas las miradas se clavaban de repente en él—. Cuando se acercó a las montañas giró en ángulo recto y trató de elevarse, como si quisiera evitar el fatal desenlace.

—¿Qué quiere insinuar? —inquirió MacReady, que no estaba para acertijos.

Griffin se volvió hacia el oficial y respondió a su pregunta un tanto cohibido.

—Bueno, es como si alguien se esforzara en marcarle un rumbo determinado, capitán. Como si lo estuviera… guiando.

—¿Guiando? —exclamó MacReady.

Griffin asintió.

—Es cierto, capitán. A mí también me lo ha parecido —lo apoyó Wallace, otro de los marineros.

MacReady contempló a Griffin sin decir nada, intentando digerir lo que acababa de oír. Los hombres que se hallaban dentro del
Annawan
en el momento del impacto habían salido del barco alarmados por el ruido, y tras descender por la rampa de nieve, se arremolinaban en torno a sus compañeros, preguntándoles qué había pasado.

—Quizá sea algún tipo de… objeto volador —se atrevió a aventurar Griffin, ignorando el revuelo y dirigiéndose al pensativo capitán.

La apreciación del marinero sorprendió a Reynolds. ¿Un objeto volador? Pero ¿qué clase de objeto podía ser? Estaba claro que no era un globo. Había surcado el cielo a una velocidad endiablada, como si algo lo propulsara, aunque no había apreciado ningún motor de vapor adosado al aparato. El capitán MacReady perfeccionó aún más su mueca de efigie meditabunda, y volvió a mirar en dirección a las montañas, como si pretendiera construirse una casa allí.

—Bueno, solo hay una forma de averiguarlo —reaccionó al fin—. Iremos al lugar donde ha caído.

Investido de una súbita energía, como si de pronto hubiera recordado que él era el capitán de aquel barco, examinó a sus hombres, nombró a unos cuantos y organizó en pocos segundos un grupo de exploración. Al teniente Blair lo dejó al mando del
Annawan
y del resto de los marineros desestimados. Luego le ofreció al explorador otra de sus burlonas sonrisas.

—Usted puede acompañarnos si lo desea, Reynolds. Tal vez nos tropecemos con su agujero por el camino.

Reynolds no se molestó en responder a su ataque. Asintió para sí, y subió con el resto de los hombres al buque, para pertrecharse de todo lo que requería un viaje a través del hielo. Descendió a la cubierta inferior y, tratando de ignorar la bofetada de calor que lo golpeó, debido a la calefacción y al calor residual de la cocina, sorteó las literas y las hamacas que había repartidas por doquier y, guiándose por la desfallecida luz que arrojaban los candiles, logró alcanzar el angosto pasillo que conducía a las dependencias de los oficiales, un modo eufemístico de referirse al conjunto de cubículos donde se hacinaban los mandos. Una vez en su minúscula madriguera, mal iluminada por la roñosa luz que se filtraba por la claraboya, Reynolds estudió con melancolía el incómodo feudo donde ahora se desarrollaban sus días: la cucheta empotrada con su abultado colchón de pelo de caballo, su diminuto escritorio, la mesa y las dos sillas, el sillón que se había empeñado en traer desde su casa, la angosta despensa donde apenas guardaba otra cosa que botellas de brandy y un par de quesos, el lavabo que había en una esquina, con el agua ahora congelada, y el par de repisas atestadas de libros, que apenas se atrevía a mover porque había descubierto una función que nunca sospechó que tuvieran los grandes clásicos: aislarlo del frío que acechaba al otro lado de la pared. Aquella estrechez no permitía bailar un vals, cosa que Reynolds no tenía la menor intención de hacer aunque por arte de magia apareciera una señorita en el camarote, pero desgraciadamente tampoco facilitaba empresas menos ambiciosas, como la simple tarea de abrigarse para el frío. Cuando lo consiguió, golpeándose durante la operación con todo lo imaginable, regresó a la cubierta procurando que ninguno de los utensilios que colgaban del techo a lo largo de la zona donde dormía la tripulación lo rematara con un mazazo en la cabeza.

Veinte minutos después, los escogidos por MacReady estaban de nuevo sobre el hielo, tan bien abrigados como armados, acompañados de un par de trineos y un puñado de perros. El grupo seleccionado por MacReady lo formaban, aparte de Reynolds y el propio capitán, el doctor Walker, el sargento de artillería Allan, y siete marineros con los que Reynolds apenas había tenido trato, Griffin, Wallace, Foster, Carson, Shepard, Ringwald y Peters, el mestizo. Tras comprobar que estaban todos, MacReady señaló las montañas heladas con un enérgico gesto de cabeza y, sin más dilación, pusieron rumbo hacia ellas.

3

Durante la marcha, Reynolds evitó situarse junto al capitán, aunque ese fuera el sitio más apropiado para él. No le apetecía enredarse en un duelo verbal con MacReady mientras avanzaban por el hielo, por lo que se fue quedando deliberadamente rezagado, hasta que se encontró caminando junto a Griffin, el enclenque marinero que con sus comentarios había logrado despertar su curiosidad. Recordó que Griffin se había enrolado en el
Annawan
en el último momento, cuando la tripulación ya estaba completa. Su insistencia por formar parte del Servicio de Descubrimientos había vencido las reticencias de MacReady, lo cual delataba tanto la pasión del marinero por aquel viaje como su habilidad para sortear los obstáculos que le salieran al paso, en especial a los capitanes rudos e intransigentes… Pero ¿por qué era tan importante para Griffin estar allí ahora, helándose de frío?, se preguntó Reynolds.

—Creo que tiene razón, Griffin —le dijo cuando estuvo a su altura—. Probablemente lo que nos encontremos en esas montañas sea algún tipo de máquina voladora.

A Griffin le sorprendió que el responsable de la expedición, que apenas se mezclaba con los marineros, se dirigiera a él empleando el característico tono amable de quien busca un poco de charla. Visiblemente incómodo, se limitó a asentir con la cabeza, convertida en un rebujo de pañoletas y bufandas del cual asomaba una nariz congelada. Pero su parquedad no desanimó a Reynolds, empeñado en hilar una conversación con el esquivo marinero, quisiera este o no.

—¿Por qué se ha enrolado en nuestra expedición, Griffin? —le preguntó sin rodeos—. ¿Cree en la Tierra Hueca?

El marinero lo contempló con asombro durante unos segundos. Tenía el fino bigote escarchado, y el explorador pensó que cuando regresara al buque no le quedaría otro remedio que cortarse el pelo que se le había congelado. Precisamente para evitar aquel remedio tan doloroso y desagradable, Reynolds continuaba afeitándose, aunque tenía que hacerlo sirviéndose de una palangana llena de hielo fundido. Era evidente que Griffin prefería no pasar por aquel suplicio todas las mañanas.

—Es una idea muy poética, señor —respondió al fin el marinero.

—Una idea muy poética, ya… Pero no cree en ella —dedujo Reynolds, dedicándole una mirada suspicaz—. Supongo que está aquí por el sueldo, como todo el mundo. Pero, dígame, ¿por qué insistió tanto en embarcarse en el
Annawan
? En cualquier otro barco pagan lo mismo, o incluso más, y las condiciones no son tan peligrosas.

Griffin, que parecía sentirse cada vez más molesto ante aquel interrogatorio, se tomó unos segundos para meditar su respuesta.

—Necesitaba embarcar en un buque que no garantizara el regreso, señor —respondió al fin.

Reynolds no pudo ocultar su perplejidad. Recordó el anuncio que MacReady había publicado en varios periódicos de Nueva York para reclutar a la tripulación, y que a él mismo le había helado la sangre al leerlo:

Se buscan hombres para un viaje a la Antártida con la intención de encontrar la entrada al centro de la Tierra. Condiciones peligrosas: frío extremo y riesgos constantes. No se asegura el retorno con vida. Honor, reconocimiento y generoso sobresueldo en caso de éxito.

—Nunca pensé que eso pudiera suponer un aliciente para alguien —dijo Reynolds, contemplando al hombrecillo con algo parecido al respeto.

Hasta aquel momento había pensado que él no era tan distinto al resto de los mortales, pues suponía que todos habían embarcado en el
Annawan
atraídos por la última frase del anuncio. Pero aquel marinero delgaducho lo había hecho por la penúltima. Al parecer, los caminos del corazón humano eran tan inescrutables como los designios de Dios. Griffin se encogió de hombros y continuó caminando en silencio, hasta que la mirada inquisitiva de Reynolds le obligó a añadir algo más.

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