Read El mapa del cielo Online

Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (15 page)

BOOK: El mapa del cielo
13.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El capitán lo recibió con su habitual desgana. Su camarote era casi cuatro veces más grande que el de Reynolds, pues ocupaba toda la anchura de la popa del buque, y estaba provisto de una nutrida biblioteca y de una despensa enorme, donde se apretaban jamones, quesos, tarros de mermelada, sacos de té, botellas de excelente brandy y otras golosinas pagadas de su bolsillo. Pero aparte de eso, también contaba con un excusado propio en el que MacReady podía aliviarse a gusto de las tensiones de su cargo, un pequeño cuarto a estribor que era la envidia de Reynolds porque lo consideraba un lujo extremo, un pedazo de civilización tan consolador como incongruente. El capitán le ofreció un vaso de brandy y le señaló un sillón moviendo la mano con indolencia, sin invitarle a pasar antes por el cómodo excusado, deferencia que el explorador habría agradecido.

—Y bien, Reynolds, ¿a qué debo el honor de su visita? —preguntó con sorna en cuanto el recién llegado se hubo sentado.

El explorador observó con piedad a aquel hombre enorme que se esforzaba en apuntalar su autoridad con una especie de grosera antipatía pese a saberse vencido, indiscutiblemente superado por las circunstancias. El hecho de que el buque encallara en el hielo tal vez fuera una posibilidad prevista —pensó Reynolds—, una contrariedad para la que su larga experiencia le había preparado y que podía enfrentar con paciencia profesional, quizá imaginando que con la llegada del verano ocurriría el ansiado milagro: el hielo los liberaría. Sí, la maldita banquisa se desmenuzaría en discretos témpanos y el
Annawan
, que no habría quedado tan dañado como todos temían, podría al fin huir de allí, surcando triunfal unos canales que se ensancharían a su paso, en una auténtica apoteosis de la voluntad humana, pero sobre todo en una celebración de la vida en la que participarían patos y frailecillos, que inundarían el cielo en alegres bandadas, y bacalaos y arenques e incluso ballenas boreales, que escoltarían en una cabalgata exaltada su vuelta al hogar. Pero quizá ya nada de eso ocurriría porque alguien había tenido el mal gusto de deslizar sobre el tapete un naipe inesperado, una carta desconocida y mortífera que nadie había visto nunca. Reynolds dio un sorbo a su copa y sin perderse en rodeos, dijo:

—Capitán, creo que debemos hablar sobre la estrategia a seguir en las presentes circunstancias.

—¿Estrategia a seguir? —MacReady le contempló boquiabierto de arriba abajo, como si Reynolds se hubiese presentado en su camarote disfrazado de arlequín—. ¿Qué demonios quiere decir?

—Muy sencillo, capitán. Como organizador de esta expedición, soy el máximo responsable de la gestión de todos los descubrimientos habidos durante la misma, y aunque es evidente que no estamos más cerca de descubrir la entrada a la Tierra Hueca que cuando salimos de Nueva York, sí nos encontramos ahora frente a uno de los mayores hallazgos que el ser humano haya realizado en su Historia, por lo que creo que tendríamos que establecer un plan de acción y ponernos de acuerdo en los criterios a seguir.

MacReady observó al explorador unos instantes más, con la boca abierta como un bebedero para pájaros, hasta que finalmente echó la cabeza hacia atrás y lanzó una tremenda carcajada. Cuando consiguió calmarse, y mientras se secaba las lágrimas de los ojos con sus dedos regordetes, farfulló:

—¡Por todos los santos, Reynolds, usted nunca deja de sorprenderme! Así que quiere que hablemos de los criterios a seguir… Pues le diré cuál es mi criterio: en cuanto esa cosa, sea lo que sea, asome su feo hocico por aquí, mis hombres y yo le meteremos una bala por el trasero, cortaremos su cabeza como trofeo, y si su carne no es demasiado asquerosa, se la daremos de comer a los perros. Ese es mi plan de acción en las «presentes circunstancias». Si usted quiere, mientras tanto, puede seguir jugando a los exploradores, pero le ruego que lo haga dentro de los límites de su camarote, donde no estorbe a nadie.

Reynolds tuvo que realizar un esfuerzo considerable para mantener la calma. Sospechaba que MacReady no se lo iba a poner fácil, pero el explorador había acudido a su camarote con un propósito claro, y no iba a permitir que sus continuas provocaciones lo distrajesen, así que tomó otro sorbo de brandy y dejó transcurrir un par de segundos antes de responderle, recurriendo ahora a la adulación:

—Capitán… —dijo—, usted no es un simple marinero borracho como los que atestan este buque. Usted es un caballero, un experimentado capitán de navío, y estoy seguro de que lo suficientemente inteligente para comprender la tremenda importancia de este suceso. He estado hablando con el sargento Allan, que como sabe es un hombre muy letrado y de amplios conocimientos… eh… astronómicos, y coincide conmigo en que lo más probable es que ese ser provenga de Marte. ¿Comprende contra qué estamos combatiendo? ¡Un marciano, capitán! ¡Un ser de otro planeta! Me niego a creer que no sabe apreciar la inmensa importancia de este hallazgo y la terrible irresponsabilidad que cometeríamos si no valoramos con cuidado todas las alternativas que se nos presentan. Permítame que le ponga un ejemplo: si matamos a ese ser antes de que podamos comunicarnos con él, ¿cómo sabremos de dónde procede? Y lo más importante: ¿cómo demostraríamos a nuestra llegada a Nueva York que esa cosa viene realmente de otro planeta? ¿Qué le estaríamos mostrando al mundo, capitán, la cabeza de una extraña bestia, solo eso…? Los científicos no podrán sacar nada en claro con esa única prueba, ¿no le parece? Lo cual me lleva a mi siguiente petición: quiero que organice una nueva expedición a la máquina voladora.

—¿Ha perdido la razón? —se escandalizó el oficial—. No pienso enviar a mis hombres ahí afuera. Con esa cosa acechando en la nieve sería como llevarlos al matadero. Además, la nave no puede abrirse, ni siquiera puede tocarse… ¿O acaso no recuerda lo que le pasó a su mano? —MacReady señaló con el mentón la mano del explorador, todavía vendada—. De todos modos, ¿por qué demonios tendríamos que hacer tal cosa?

—Principalmente porque si logramos abrir la máquina lo más probable es que encontremos en su interior alguna información sobre el ser que nos está atacando —explicó Reynolds con paciencia—. Eso podría resultar decisivo tanto en el caso de que sus intenciones sean pacíficas y simplemente necesitemos aprender a comunicarnos con él, como en el caso contrario, ya que quizá hallemos dentro de la máquina alguna clave, o un arma, para derrotarlo. —Al constatar que el capitán continuaba observándolo en silencio con absoluta indiferencia, Reynolds comprendió que debía usar otra estrategia, así que probó a tentarlo—. En este último caso, es decir, si no nos quedase otra opción más que cazarlo, y lo consiguiésemos, y luego el deshielo nos liberara, permitiéndonos llegar a casa, ¿no le parecería justo recibir una buena recompensa por todo lo que hemos pasado? Pues le aseguro que si llegamos a Nueva York con la cabeza del marciano, junto con algún objeto encontrado en la nave que demuestre que se trata de un ser de otro planeta, obtendremos más dinero y reconocimiento del que pueda imaginar.

—Todavía no sé si usted es un iluminado, un auténtico mentecato o ambas cosas, Reynolds —soltó MacReady—. Para empezar, no entiendo cómo puede dudar todavía de las intenciones de esa criatura después de lo «educada» que se ha mostrado con el pobre doctor Walker. Le aseguro que yo no necesito más pruebas. Tengo muy claro cómo debemos «comunicarnos» con ella. En cuanto a la máquina voladora… ¿Cómo demonios piensa abrirla? ¿Con la fuerza de la mente?

—No lo sé, capitán —reconoció Reynolds, molesto por el tono de burla del oficial—. Quizá podríamos volarla con dinamita…

El capitán sacudió la cabeza, como si estuviera tratando con un loco, y un silencio de cansancio brotó entonces entre los dos hombres. Reynolds trató de pensar. Poco a poco, se estaba quedando sin argumentos.

—Nunca he comprendido a los hombres como usted… —murmuró de pronto MacReady, divagando mientras mecía distraído su copa—. ¿Qué demonios buscan, que sus nombres permanezcan escritos para siempre en la Historia? ¿De qué le servirá eso a ningún buen cristiano cuando los gusanos se coman sus huesos? Ya se lo dije el otro día, Reynolds: a mí su Tierra Hueca me importa bien poco. Lo mismo que la procedencia de esa cosa. Que venga de Marte, de Júpiter o de cualquier otra parte me trae sin cuidado. Yo voy a recibir un buen sueldo por cumplir mi cometido, que no es otro que llevar este barco y su tripulación de regreso a Nueva York. Para eso me han contratado. Y eso es lo único que deseo, Reynolds: salvar mi pellejo para cobrar mi dinero.

—Me niego a creer que no tenga ningún anhelo más en esta vida —le escupió Reynolds con todo el desprecio del que fue capaz.

—Oh, sí, claro que lo tengo. Sueño con una casita en el campo y con un jardín lleno de tulipanes.

—¿Tulipanes? —preguntó estupefacto el explorador.

—Tulipanes, sí —repitió el capitán a la defensiva—. Mi madre era holandesa y todavía recuerdo cómo los plantaba en nuestro jardín durante mi infancia. Cuando llegue el momento de mi jubilación, espero haber ahorrado lo suficiente como para vivir tranquilo y dedicarme a ellos. Y le aseguro que no pararé hasta conseguir la especie de tulipán más hermoso que pueda verse en nuestro lado del Atlántico. Le pondré el nombre de mi madre y lo presentaré a todos los concursos de jardinería de la región. Eso es todo lo que deseo, Reynolds: un hermoso jardín lleno de tulipanes, y un salón con chimenea, encima de la cual colgará la cabeza del monstruo con el que usted pretende ahora conversar.

Reynolds le contempló en silencio durante unos segundos, intentando arrancar de su mente la turbadora imagen del capitán con unas tijeras de podar en la mano y un cesto rebosante de tulipanes en la otra. Un hombre tan rudo como MacReady ¿sería capaz de manipular un tulipán sin destrozarlo? Y si no ganaba ningún concurso, ¿lo encajaría con una sonrisa o dispararía sobre los jueces? El explorador se reclinó en su sillón e intentó ordenar sus pensamientos mientras daba un nuevo sorbo a la copa. Debía reconocer que, mientras que sus argumentos no habían causado la menor mella en el capitán, MacReady casi lo había convencido con los suyos. ¿Qué pretendía encontrar en la máquina voladora? Quizá fuera mejor seguir los consejos del capitán e intentar salvar el trasero para regresar a Baltimore y continuar con su aburrida y mediocre vida. Si la comparaba con lo que estaba padeciendo en aquel pedazo de hielo tampoco se le antojaba tan horrible, y a lo mejor resultaba más llevadera si se aficionaba a la jardinería. Dejó el vaso sobre la mesa sorprendido de que una parte de él anhelara rendirse a aquella vida. Pero la otra, aquella parte que lo había envenenado con sueños de gloria y lo había conducido hasta allí, volvió a aguijonearle el alma, como una cobra saltando furiosa desde su cesto. ¿Qué demonios estaba diciendo? ¡No había llegado tan lejos para nada!

—Y dígame, capitán, ¿no se le ha ocurrido considerar algo tan sencillo como la posibilidad de que la criatura no sea consciente de que está manifestando un comportamiento malvado? —le espetó de pronto, con cierta dureza fruto de su desesperación—. Tal vez los patrones de pensamiento del monstruo sean tan diferentes de los nuestros que desde su punto de vista solo esté haciendo algo equivalente a eliminar una araña del desván o a arrancar los matojos del jardín. —Hizo una pausa para que sus palabras calaran en MacReady, y luego añadió—: ¿Tanto le cuesta entender lo que pretendo hacer, capitán? Ya sea para comunicarnos con la criatura o para matarla, es evidente que primero debemos comprenderla. Y estoy seguro de que cualquier marinero se ofrecerá voluntario a acompañarme hasta la máquina cuando les explique a todos que solo así conseguiremos sobrevivir.

MacReady lo contemplaba con expresión imperturbable.

—¿Ha terminado? —dijo unos segundos después, dirigiéndose al explorador con sobrecogedora parsimonia—. Bien, ahora escúcheme usted a mí, Reynolds. Pasaré por alto su velada amenaza de motín, por la que podría formarle ahora mismo un consejo de guerra, declararle culpable y encerrarlo en la bodega hasta que se pudra. Pero aunque no lo merezca, seré indulgente con usted y me limitaré a informarle de que la situación de esta expedición ha cambiado radicalmente. Ahora nos encontramos en un estado de emergencia, y eso me convierte a mí en la máxima autoridad de este buque, le guste o no. Usted ya no tiene ninguna. Así que si no le parece mal, yo diré a partir de ahora cómo actuaremos ante el despiadado enemigo que nos está atacando: esperaremos a que esa cosa venga a por nosotros, eso es lo que haremos; no nos entregaremos a ella como si realizáramos un sacrificio. Si no está de acuerdo y quiere volver a la máquina voladora, por mí puede hacerlo. Ya sabe dónde encontrarla. Le aseguro que podré soportar su pérdida. Vaya a la armería y sírvase de todo lo que necesite para llevar a cabo su absurda excursión, pero coja únicamente lo que pueda cargar usted mismo, pues no contará con la ayuda de ninguno de mis hombres. Nosotros permaneceremos en el barco, esperando a esa cosa.

Reynolds no supo qué responder. Con visible disfrute, MacReady acababa de despojarlo de su autoridad, lo único que tenía en aquel barco, dejándole un solo camino para proseguir con aquel diálogo.

—Le aseguro que cuando regresemos a Nueva York —dijo—, pienso hacerle directamente responsable del fracaso que ha supuesto esta expedición: le culparé de encallar en el hielo a causa de su ineptitud como navegante, de negarse a explorar la zona en busca de la entrada al centro de la Tierra Hueca y, sobre todo, capitán, le haré responsable de todas las muertes que sucedan a partir de ahora, incluida la del primer visitante del espacio que ha pisado nuestro planeta.

Tras decir aquello, Reynolds guardó silencio, contemplando al capitán con furia. Lamentaba enormemente haber tenido que recurrir a las amenazas, pero aquel energúmeno obcecado y arrogante se había mostrado inmune a todo lo demás. Aunque tampoco aquello pareció causar el menor efecto en MacReady, que se limitó a soltar un bufido de hartazgo.

—Reynolds, es usted el hombre más estúpido que he conocido nunca —respondió—. Y no pienso seguir hablando con usted. Creo que esta conversación ya ha durado demasiado y que ambos hemos dejado muy claras nuestras posturas, al margen del respeto que el otro nos merece. No le negaré que sus delirios nos han hecho pasar muy buenos ratos a ciertos caballeros y a mí, pero ahora no tengo tiempo para risas. Lo último que necesito en este barco en las actuales circunstancias es un bufón.

BOOK: El mapa del cielo
13.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Pajama Affair by Vanessa Gray Bartal
The Pearls by Deborah Chester
A Devil Is Waiting by Jack Higgins
The Dowry Blade by Cherry Potts
Poisoned Pearls by Leah Cutter
Halo: Contact Harvest by Joseph Staten