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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (40 page)

BOOK: El mapa del cielo
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¡Pero un momento! Está a punto de amanecer y el espectáculo que se observa desde las alturas tiene algo de elaborada coreografía: las chimeneas de las miles de fábricas que constriñen las calles trenzan su humo con la bruma que surge del Támesis para confeccionar la célebre niebla londinense, mientras aquí y allá comienza a oírse el repiqueteo metálico de las palas de los barrenderos recogiendo la bosta de los caballos. Son como los primeros acordes de una melodía, a los que enseguida se suma el traqueteo del rebujo de carros que se dirige al mercado de Covent Garden, componiendo un sinuoso arco iris con su colorida carga de lilas, zanahorias, tulipanes, coles y cerezas. Observen estas últimas. ¿Acaso no parecen guardar en su piel rojiza el frío de la madrugada? Dan ganas de tocarlas, de introducir nuestras manos en esa montaña de frescor. Pero no tenemos tiempo para eso. Si dirigimos la mirada hacia el East End —esa parte olvidada de la metrópoli por donde, según una broma muy extendida entre los caballeros del West End, ni la agencia Thomas Cook & Hijo, capaces de enviarnos al Tíbet o al África más negra, sabría conducirnos— podemos asistir, en sus barrios menos miserables, al cansado despertar de los artesanos, que un día más se preparan para reanudar su épica lucha contra la pobreza. Los más curiosos quizá no puedan resistirse a espiar por las ventanas de los cuartos arrendados, donde se hacinan familias con cuatro o cinco críos, alguno inevitablemente tísico, al que no le ayuda demasiado respirar el humo de las lámparas ni el hedor de las cajas de fruta medio descompuesta que los vendedores ambulantes no tienen más remedio que almacenar allí. ¡Pobres almas nacidas para la desdicha! Ni la muerte les permitirá abandonar sus angostos infiernos, pues cuando mueran serán amortajados y tendrán que permanecer allí, acarreados de la mesa a la cama y viceversa según la familia necesite comer o dormir, hasta que se les pueda dar sepultura. Y más allá de estos barrios de ladrillos negruzcos, atravesando las calles atestadas de quincalleros, cazadores de ratas, cerilleras y ropavejeros, encontramos el obsceno vergel de degradación y miseria de Whitechapel o Aldgate, donde se amontonan las personas que el mundo no necesita, hombres capaces de matar torpemente por unos chelines, muchachas con los pulmones destrozados de cardar el lino, cuya belleza se desmorona poco a poco sobre las aceras enlodadas, y hordas de chiquillos pálidos y anémicos que deambulan de aquí para allá en busca de algo parecido a la infancia. Pero si miramos en dirección contraria, sobrevolando las largas y melancólicas colas de mendigos que empiezan a cuajar ante los albergues, de hombres exhaustos y famélicos que han pasado la noche huyendo de las linternas de los policías, los cuales tienen orden de no dejarles dormir en los bancos ni plazas de la metrópoli, llegamos a las limpias calles del West End. Allí la ciudad despierta con mayor entusiasmo y vigor, como si la vida fuera algo que mereciera la pena vivirse. Vean la marea de chisteras y sombrillas que anega el Strand y las calles colindantes, jalonadas de tiendas de productos domésticos y de ultramar. Por sus espléndidas calzadas pavimentadas transitan ómnibus de dos pisos, carretas, cisternas, e incluso deshollinadores en bicicleta, con la cara tiznada y su largo escobón en ristre, como si se dirigieran a un torneo medieval, y en cada una de sus esquinas, saludando a las sirvientas que pululan de un lado a otro con sus delantales inmaculadamente blancos, un simpático policía vela por la armonía de aquel mundo de cuyo reverso nada sabe, o nada quiere saber.

Pero no nos dejemos hipnotizar por el lento desperezarse de la ciudad y continuemos hacia una casita en los alrededores de Londres, concretamente en Worcester Park. Allí, en una amplia habitación de la planta baja, un mes y medio después de que Murray le enviase su desesperada carta, justo el día que había fijado para la llegada de los marcianos, H. G. Wells dormía creyendo que el día que le aguardaba tras el telón del amanecer sería un día como otro cualquiera.

Por lo que sabemos de él, deberíamos encontrarnos con un magnífico ejemplar de homo feliz: la mujer que ama duerme plácidamente a su lado, y la fama, como un cervatillo perseguido durante años, ha consentido al fin en dejarse acariciar. Sí, la vida sonríe a Wells, el éxito empieza a calentar su aterida piel. Pero las circunstancias nunca pueden hacer feliz a quien no cuenta con una naturaleza predispuesta a la felicidad, y Wells era práctico, estoico y asustadizo, por lo que más que al disfrute de la dicha tendía a desconfiar de ella. Aprovecharé ahora que duerme para desliar, como si de un papiro indescifrable se tratara, su pobre y contradictoria alma, algo que no he podido hacer hasta el momento, e intentemos descubrir por qué al sueño de su esposa, que duerme con el abandono de un animal saciado, él opone un descanso abrupto, agitándose sobre el colchón como un diente bailando en la boca de un niño.

Lo primero que llamaba la atención de entre los numerosos accidentes y repechos de su alma era el asombroso huerto de complejos que cultivaba cuidadosamente y que, según él, lo convertían en un ser inferior en comparación con sus semejantes. Wells estaba obsesionado con sus carencias como persona, pues le hacían sentirse en desventaja a la hora de relacionarse con el mundo.

De ese rosario de pequeñas e imperceptibles anomalías destacaban principalmente dos: la diferente longitud focal de sus ojos y, sobre todo, el mal acabado de su cerebro, que si bien parecía sagaz y lúcido cuando la ocasión lo requería, no solo se mostraba incapaz a la hora de retener fechas, cifras o nombres de personas, o se obstruía como una cañería cuando se enfrentaba a asuntos mundanos que cualquiera podía resolver, sino que también provocaba que sus impresiones de la realidad no fuesen tan completas y vívidas como las del resto del mundo. Su cerebro funcionaba como un cedazo defectuoso: retenía la arena del río mientras dejaba escapar las pepitas de oro. Eso lo condenaba inevitablemente a una tenue desatención e incluso a cierta propensión al ensimismamiento, de modo que cuando mostraba interés por alguien, parecía falso o antinatural.

Su capacidad para sentir empatía por el prójimo era, pues, nula. Podría incluso afirmarse, sin miedo a incurrir en la exageración, que no lograba sentir empatía ni siquiera por sí mismo. Y quizá para no verse como un acertijo irresoluble, Wells había buscado una explicación física a dichas imperfecciones. En concreto, albergaba la sospecha de que las taras de su cerebro se debían a que su cabeza era más pequeña de lo normal —solo había que oír las risas de sus amigos cuando jugaban a intercambiar sus sombreros—, por lo que sus arterias carótidas no se ramificaban por su materia gris tan generosamente como debieran. Pero ¿no tendrían que resultar tales complejos una minucia para un hombre que había hecho realidad su sueño, una meta que solo alcanzaban un puñado de escogidos? Sí, haberse convertido en escritor debería haberle resarcido por todas sus presuntas debilidades. Lamentablemente, Wells estaba convencido de que en el pecado llevaba la penitencia, como suele decirse, pues sospechaba que de todas las criaturas que poblaban el mundo, los escritores eran las más desdichadas.

Pero no siempre lo empañaba la melancolía, por supuesto. A veces recibía dardos de felicidad en pleno pecho. Lo inundaba entonces una plenitud deliciosa, antes de que la razón la pervirtiera. Ahora, por ejemplo, al despertar y encontrar a Jane durmiendo confiada a su lado, a Wells lo asaltó una luminosa sensación de bienestar. En realidad, todo lo que tenía, todo lo que era, se sustentaba sobre un pilar con nombre de mujer: Amy Catherine Robbins, es decir, Jane, su Jane, la mujer que, con cuatro veloces trazos de pluma, él convertía en una simpática figurita en aquellos dibujitos con los que inmortalizaban anodinas escenas domésticas, se mofaban de ellos mismos y cepillaban de solemnidad su relación amorosa, para luego amontonarlos en una caja, quizá con el propósito de repasarlos de viejos, cuando el tiempo hubiese aumentado su valor.

Wells era escritor gracias a ella, de eso no tenía ninguna duda, porque había ido espantando todas con los años, tal vez inconscientemente, movido por la necesidad de concederle a Jane un papel crucial en su destino, una función que la transformara en alguien imprescindible en su vida, redimiéndola de la efímera condición de mero capricho que con tanta ligereza le había otorgado a los pocos días de conocerla. Los cinceles del azar habían contribuido a darle forma de escritor, sí, pero había sido la oportuna mano de su esposa la que había rematado la escultura. Sin ella, todos los empeños de su ángel de la guarda por reconducirlo una y otra vez hacia la literatura no habrían servido de nada.

Permítanme ahora que les resuma brevemente los pormenores de su transformación, lo cual nos ayudará a perfilar aún más su torturada alma. En ella, justo en su centro, le fue plantada la semilla de la literatura a la temprana edad de siete años, quizá de un modo algo brusco, pero tremendamente eficaz: el azar decidió que aquel niño destinado a grandes cosas se rompiera una pierna, pudiendo disponer así de la excusa perfecta para dedicarse sin estorbos y durante un largo tiempo a la perniciosa actividad de la lectura —según sus padres, claro está—, pues entre los juguetes, cuadernos y demás regalos con los que le sepultaron sus vecinos y familiares, había también libros. Sí, muchos libros, libros que lo envenenaron para siempre de literatura, adiestrándolo en el arte de fugarse de sí mismo, de volar lejos, sobre colinas, islas y mares remotos, mientras el caparazón de carne donde estaba encajonado permanecía echado en la cama.

Pero no fue su madre, precisamente, quien se encargó de regar aquella simiente para que el árbol que escondía pudiera desperezarse, sino todo lo contrario, pues Sara Wells estaba convencida de que el oficio de mercero era el mejor de cuantos destinos estaban al alcance de un hombre, y Wells tuvo que dilapidar su adolescencia yendo de pañería en pañería, al tiempo que intentaba proteger de las inclemencias aquella vocación temprana que había germinado en secreto en su interior, mientras todos creían que lo único que hacía era soldar el hueso de su pierna.

En la famosa pañería Rodgers & Denyer, y en muchas otras por las que paseó un rebelde ensimismamiento que lo llevaba a equivocar las vueltas cuando lo destinaban a la caja, Wells arregló escaparates, cepilló mantas y despachó rollos de silesia gris, de lienzo, de algodón, cretonas varias y manteles de paño, cosas que para él no tenían ni un origen ni una finalidad, artículos que le sorprendía que alguien entrara pidiendo, y cuyo único objetivo parecía ser el de mantenerlo a él tristemente ocupado, realizando un titánico esfuerzo que no iba a dejar ninguna huella en el mundo, salvo un centenar de casas con las cortinas adecuadas. Cuando al llegar la noche su cuerpo exhausto se desplomaba en el jergón del maloliente sótano donde se hacinaban los empleados, Wells no podía evitar sentirse como uno de aquellos estorninos que trazaban círculos en el aire, creyendo que se estaba moviendo por propia iniciativa cuando lo que hacía era seguir el rumbo de la bandada. Decidió entonces protestar, revolverse, rebelarse de un modo menos pasivo contra el destino al que lo empujaba su madre. Nada alivia mejor el mareo que dar vueltas en sentido contrario, había dicho Shakespeare. Así que Wells intentó girar hacia el otro lado, y tras un agotador pulso con su madre que duró varios años, logró que su vida discurriera por el cauce de la enseñanza, un ámbito mucho más amable y estimulante, en el que tenía la consoladora impresión de no estar consumiéndose como una vela en mitad del desierto. Consiguió entrar de ayudante en la escuela secundaria de Midhurst y eso le ayudó a desembocar algún tiempo después, gracias a una oportuna beca, en la Escuela Normal de Ciencias de Londres, donde ejercía nada menos que el profesor Huxley, el célebre fisiólogo que había sido lugarteniente de Darwin y que le mostró el mundo como una inagotable fuente de saberes en la que nadie podía resistirse a beber. Bajo su tutela, Wells aprendió a diseccionar conejos y a construir barómetros, participó en debates sobre física que encendieron su imaginación y, sobre todo, se fue abasteciendo sin darse cuenta de artículos e ideas para el futuro.

Fue entonces cuando empezó a escribir, convencido de que en él había un escritor en potencia que debía aprender a andar sobre el papel mientras malvivía de la enseñanza. Pero aquellos primeros escritos no eran otra cosa que un triste remedo de literatura, sin la menor gracia ni imaginación, y ni siquiera se le pasaba por la cabeza adobarlos con los conocimientos científicos que iba acumulando en su cerebro como quien amontona trastos inútiles en un desván.

Por fortuna, el azar volvió a concederle otra tregua para que pudiera reflexionar sobre ello, si bien lo hizo con la misma contundencia de la vez anterior: aplastándole un riñón durante un partido de fútbol mientras daba clases en la Academia Holt, de Wrexham. Tras el accidente, un médico de los alrededores no dudó en declararlo tísico, lo que en aquella época equivalía a bendecirlo con el aura romántica de los marcados por la muerte. Al principio, sobrecogido por el diagnóstico, Wells asumió su nueva condición de desahuciado con entereza, sintiéndose como uno de esos personajes de las ficciones sentimentales, aquellos seres frágiles y entrañables condenados a una muerte inopinada y prematura que tanto hacían llorar a las damas. Pero una vez se repuso de la impresión, decidió rebelarse contra aquella enfermedad agorera que tan alegremente anunciaba el fin de sus días, no solo porque daba al traste con sus ganas de vivir y con sus ansias de demostrarle al mundo lo que era capaz de hacer, sino por una razón mucho más sencilla y poderosa: no quería morir siendo virgen. Eso le hizo aferrarse con desesperación a la vida. Puede decirse que la suya fue una rebelión sexual: la inminencia de la muerte convirtió el hecho de cohabitar con una mujer en una experiencia tan imprescindible y enloquecedoramente deseable que la idea de que cerraran sobre él la tapa de un ataúd sin haberla vivido le resultó intolerable.

Pero les decía que la enfermedad le regaló una nueva tregua en la cruzada de su vida, pues la palabra «tísico» le sirvió de pasaporte para ingresar por tiempo indefinido en Uppark, una lujosa mansión arrumbada tras la loma de Karting Down en la que su madre ejercía de ama de llaves. Allí, en una habitación soleada y confortable, sumido en un vaivén de recuperaciones y recaídas, Wells pudo reencontrarse con los libros. Durante los cuatro meses que estuvo alojado en Uppark, leyó poesía, novela y cualquier otro género que cayera en sus manos, pero ya no lo hizo con la voracidad del lector, sino con la atención de un aprendiz de escritor, de un voluntarioso aspirante al parnaso de las letras. Leyó atento a la prosa, a la flexibilidad de las frases, a la música interna de cada párrafo, a los giros, rápidos y meandros de la trama, a la evocación que conseguía transmitir un adjetivo oportuno, sabiamente espigado del trigal del diccionario. Leyó siendo por vez primera consciente del arte que encerraba la escritura. Leyó con los ojos del estudioso, convencido de que si diseccionaba cada página con atención, hurgando en sus entrañas como hacía con los conejos de la Escuela Normal de Ciencias, lograría reproducir cualquier estilo. Y leyó con la seguridad de que, si escribía con el mismo celo y usando los mismos recursos que los autores que firmaban aquellos libros, en vez del modo deslavazado y ciego con que lo había hecho hasta entonces, se convertía en uno de ellos. Allí, en la paz de su cómoda habitación, Wells sufrió una pequeña pero providencial revelación, un cambio de perspectiva que terminaría por salvarle la vida: comprendió que tenía las armas necesarias para enfrentarse al papel, que había tenido la fortuna de nacer con ellas; ahora se trataba simplemente de afilarlas y aprender a manejarlas, de imitar las fintas y florituras que ponían en práctica los otros esgrimistas.

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