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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (18 page)

BOOK: El mapa del cielo
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Reynolds asintió para sí. Había hecho lo correcto acudiendo allí, se dijo, sin dejar de contemplar al artillero. Solo una inteligencia como la de Allan podría entender lo que iba a contarle, solo un alma tan alejada de lo mundano podría seguirlo en la empresa que iba a proponerle, y lo más importante: solo un hombre poseído por el veneno de la creación artística consentiría en apartarse a un discreto segundo plano cuando llegase el momento de repartirse la gloria terrenal con que serían recompensados, pues Reynolds sospechaba que a Allan únicamente le interesaba la gloria que pudieran reportarle sus escritos. Sí, definitivamente el sargento era el compañero perfecto para ayudarlo en el descabellado plan que había improvisado mientras hablaba con Carson en la cubierta, un plan que no podía llevar a cabo solo. Ahora únicamente tenía que contárselo sin que al artillero le pareciera que había perdido por completo la razón. Cuando al fin Allan terminó de escribir, se volvió hacia Reynolds con un leve resplandor en los ojos, como las ascuas de una fogata, pero este aún no sabía por dónde comenzar su historia.

—Se me ha ocurrido una teoría asombrosa sobre su marciano, Allan —dijo, porque por algún lado había que empezar aquel disparate—, tan asombrosa que, si la contara, nadie de este barco la tomaría en serio.

—Pero necesita que alguien lo haga. —Allan sonrió, y empezó a recoger sus útiles de escritura con el cuidado con que un forense guardaría sus herramientas.

Reynolds asintió con morosa solemnidad.

—Exacto. Y creo que solo usted puede hacerlo. Así que voy a contársela, y espero que pueda aportar algo de luz a este delirio, Allan, porque me temo que si no, pronto moriremos todos.

Tras decir aquello, alargó el silencio, consciente de que iba a contarle al joven artillero algo tan disparatado como que acababa de esculpir una estatua de agua. Pero Allan meneó la cabeza, divertido, al tiempo que alzaba teatralmente sus delgadas manos de arpista.

—Hemos visto descender del cielo un marciano en una máquina voladora, Reynolds, ¿qué otra cosa podría resistirse a aceptar mi pobre razón?

—Ojalá esté en lo cierto, porque creo que he descubierto el modo en que el monstruo ha entrado en el barco. —Dejó que aquellas palabras flotaran en el aire como motas de polvo, y que se asentaran lentamente sobre el alma de Allan, antes de añadir—: Y lo más importante: también he descubierto que todavía no lo ha abandonado.

—¿Sabe dónde está ahora? —preguntó el joven, incorporándose de golpe en el asiento.

—Si estoy en lo cierto y no he perdido la razón —murmuró el explorador, sombrío—, creo que está en cubierta, a punto de terminar su guardia. Y dentro de diez minutos, vendrá a mi camarote, a tomar una copa conmigo.

Allan encajó aquellas palabras en silencio. Reynolds lo contempló sin querer importunarle, dándole tiempo a que las digiriera. No había podido resistirse a dar aquella respuesta tan críptica, pero conocía al joven lo suficiente como para saber que no necesitaba más aclaraciones. Tal era su excepcional capacidad lógica que a veces Reynolds imaginaba que el artillero contemplaba cuanto le rodeaba desde una posición privilegiada —no necesariamente superior, pero sí al margen—, y desde su atalaya, dondequiera que se hallara, todas las conquistas de la humanidad, sus avances y triunfos sobre el entorno y sobre sí mismo, debían de parecerle un pintoresco juego de monos. Sin embargo, con el tiempo Reynolds también había constatado, no sin cierta tristeza, que aquel talento suyo para simplificar la realidad hasta reducirla a una fórmula tan idiota como comprensible no le permitía descifrar su interior, pues su revuelta y delicada alma funcionaba de un modo demasiado caprichoso hasta para él mismo.

—Quiere decir que… ¿se ha transformado en uno de nosotros? —preguntó al fin el artillero.

Escuchar sus sospechas en boca de Allan provocó al explorador un escalofrío que le recorrió la espalda de arriba abajo, como si hubiese apoyado los pies descalzos en un suelo de mármol. Dicho en voz alta, aquello no solo sonaba disparatado, sino también aterrador. Reynolds asintió con una débil sonrisa. El joven no le había decepcionado. Y a juzgar por la inquisitiva mirada que había posado sobre él, exigía la recompensa de los detalles. El explorador se aclaró la garganta, dispuesto a ofrecérselos, aunque decidido a omitir algunos para preservar su dignidad, al menos ante el único simpatizante que tenía en el buque.

—Hace unas horas salí a la nieve con la intención de regresar a la máquina voladora, pero me perdí a causa de la niebla. Caminé en círculos un buen rato, temiendo que el monstruo cayera sobre mí en cualquier momento… hasta que tropecé con el cadáver del marinero Carson. Estaba destrozado. Como el oso, como el pobre doctor Walker. Se encontraba semienterrado y mostraba signos de congelación avanzados, de al menos un día o dos. Regresé al
Annawan
lo más rápido que pude para dar la alarma, pero cuando llegué me encontré con una sorpresa: Carson estaba montando guardia en cubierta, con todas las tripas en su sitio. —Hizo una pausa para tomar aliento, y sonrió con resignación—. Como se podrá imaginar, al principio no entendí nada, pero luego se me ocurrió una idea extravagante. Una idea que cuanto más la medito, más me parece la única posible: ¿Y si el marinero que regresó con el oso no fue el verdadero Carson, sino algo que… había adoptado su apariencia?

—Algo que había adoptado su apariencia… —repitió Allan lentamente.

—Sí, imagine que mientras Carson y Ringwald exploraban los alrededores de la máquina voladora, se perdieron de vista el uno al otro en la niebla, momento que la criatura aprovechó para matar al primero y, bueno… suplantarlo.

—Y ahora, según usted, esa cosa, sea lo que sea, está en cubierta, montando guardia…

—Así es. Y solo Dios sabe con qué propósito —respondió Reynolds, sonriendo con embarazo al artillero, como disculpándose por haberle contado aquel delirio—. ¿Qué opina, Allan? ¿Cree que todo esto es una locura?

Durante un tiempo que a Reynolds le pareció infinito, el artillero guardó silencio, con la vista perdida en un punto inconcreto de la habitación.

—Creo que la pregunta no es si todo esto es una locura —respondió al fin—. A mí hace tiempo que el simple hecho de existir se me antoja un enigma demencial. La pregunta que debemos hacernos es si existe alguna otra explicación posible, una explicación que nos exima de tener que considerar este aparente delirio. Por ejemplo, ¿está completamente seguro de que el cadáver que encontró ahí fuera era el de Carson? Usted mismo ha dicho que había mucha niebla, y que se hallaba semienterrado en la nieve. Además… —Allan carraspeó incómodo—, discúlpeme si le parece grosera mi siguiente afirmación, pero debo confesarle que desde aquí puedo oler su… eh… aliento a alcohol.

Reynolds lanzó un bufido de desesperación.

—Allan, no voy a negarle que he bebido, pero le aseguro que jamás me he encontrado tan lúcido como ahora. Y nada me gustaría más que decirle que no estoy seguro de lo que vi porque estaba borracho y también terriblemente asustado. Eso me libraría de tener que defender una postura que ninguna mente racional se atrevería a aceptar. Yo mismo tacharía de loco a cualquiera que me contara algo así. Pero me temo que no puedo, Allan. Estoy completamente seguro de lo que vi. Ahí fuera, tirado en la nieve, está el cadáver de Carson.

Tras decir aquello, guardó silencio. ¿Creía de verdad en lo que había dicho? ¿No albergaba ningún resquicio de duda sobre la identidad del cadáver? En realidad, no estaba completamente seguro de lo que había visto. Solo estaba
casi
seguro de que era Carson, pero debía ocultarle aquel «casi» a Allan si quería que la conversación no se estancara en aquel punto. Además, tampoco estaba seguro de si ese «casi» no era más que un añadido posterior de su mente, motivado por el descubrimiento de aquel otro Carson en la cubierta.

—Entiendo… —murmuró el artillero.

—De todas maneras, Allan, si no fuera Carson, ¿quién podría ser? No ha desaparecido nadie más del barco. Sería igual de disparatado, o incluso más, suponer que se trata del cadáver de alguien que no vino con nosotros, ¿no le parece? —Reynolds guardó unos segundos de silencio, antes de añadir—: Pero hay algo más, Allan. Algo que me induce a pensar que mi teoría es cierta… El Carson con el que acabo de hablar en cubierta me ha parecido… No sé cómo explicarlo… Me ha parecido extraño, diferente. Por no mencionar que, al percibir su olor, los perros empezaron a ladrar enloquecidos.

—¿Los perros? —balbució Allan.

—Así es. ¿Le resulta tan extraño como a mí?

El artillero se levantó y comenzó a pasear por el angosto camarote en un visible estado de agitación.

—Pero en el caso de que sus sospechas sean ciertas, ¿cómo podría esa cosa convertirse en Carson? ¡Estamos hablando de duplicar a un ser humano! ¿Se da cuenta de la complejidad que supone un organismo? Habría que replicar cada uno de nuestros órganos… y no solo eso: también el aprendizaje, el lenguaje, el conocimiento…; la psique, Reynolds, ¡los recuerdos! Carson no era solamente un cascarón vacío, un traje que cualquiera pueda vestirse. Carson era un hombre, la obra maestra de la Creación… ¿Cómo puede copiarse algo tan exquisitamente confeccionado por el Creador y lograr, además, que nadie se dé cuenta?

—Oh, vamos, Allan, comprendo lo complicado que debe de resultar reproducir a un ser humano, desde la nariz hasta el maldito glande, pero reconozca que la mente del marinero Carson no supone precisamente ningún desafío. Ese paleto irlandés no era el representante más digno de nuestra raza. Ambos sabemos que era un hombre callado y taciturno, de inteligencia más que limitada. Y no creo que el hecho de que Carson estuviera más callado de lo normal pudiese despertar ninguna sospecha en el resto de la tripulación. Aparte de eso, hay varias pistas que apoyan mi teoría. Ya le he contado lo de los perros, pero hay una más… ¿No le parece extraño que Carson realice su guardia sin el menor problema, cuando se supone que tiene un pie congelado? ¿Cómo es posible que un ser humano al que se le ha congelado un miembro se recupere milagrosamente, sin intervención médica?

—Sí, he de reconocer que eso es bastante extraño… —convino el artillero, pensativo—. Pero aun así, me resisto a creer que…

—¡Por el amor de Dios, Allan! —se impacientó Reynolds—. Fue usted quien intentó convencerme de que esa criatura solo podía ser un marciano, basándose en que la explicación más sencilla es siempre la más lógica. Bien, ahora tenemos dos Carson en la Antártida. Uno tirado en el hielo, destripado y congelado, y otro en cubierta, alelado pero vivo. No sé qué opinará usted, pero para mí la explicación más sencilla de tan extraordinario prodigio es que el marciano se ha transformado en el marinero. Después de destriparlo, naturalmente.

Allan no contestó. Permaneció un buen rato contemplando una de las paredes del camarote, como si las respuestas que buscaba fueran a aparecer escritas en ellas de un momento a otro.

—De acuerdo, Reynolds… —murmuró al fin, un poco a regañadientes—, aceptemos que el marciano puede transformarse en uno de nosotros, y que ha adoptado la apariencia de Carson… ¿Por qué lo ha hecho? ¿Cuál es su propósito? ¿Y por qué despedazó al doctor Walker y, sin embargo, rehúsa hacer lo mismo con nosotros? ¿A qué está esperando?

—No tengo ni la menor idea —reconoció el explorador—. Por eso le he citado en mi camarote, para intentar comprender sus razones y tratar de comunicarme con él, pues le confesaré que albergo la sospecha de que, en realidad, no quiere atacarnos. De lo contrario, ya habría acabado con todos nosotros, ¿no le parece? Ha tenido la oportunidad de hacerlo. Escondido bajo la apariencia de Carson podría moverse libremente por el buque, e ir matándonos uno a uno. Eso me lleva a creer que el asesinato del doctor Walker fue un accidente. Imagino que lo mató en defensa propia, por decirlo de alguna manera, cuando el doctor se dispuso a amputarle el pie.

—Podría ser… —murmuró Allan.

—No sabemos cómo nos ve esa criatura —continuó Reynolds—. Quizá se sienta más asustado que cualquiera de nosotros, y solo esté intentando sobrevivir en un ambiente que se le antoja hostil. Lo único que sabemos es que sus reacciones pueden ser extremadamente violentas, por lo que debemos acercarnos a ella con la mayor cautela… Creo que solo así tendremos una posibilidad de dialogar con el marciano. Y si hay un hombre en este barco en quien pueda confiar para llevar a cabo esta empresa, ese es usted, Allan.

—Comprendo sus intenciones, Reynolds, pero por qué no ha informado al capitán MacReady de todo esto. ¿Por qué quiere que hagamos esto solos?

—¿Al capitán? Vamos, Allan, ya conoce la «elevada» opinión que MacReady tiene de mí —se sinceró el explorador—. Es evidente que no me creería a menos que viese el cadáver de Carson con sus propios ojos, y dudo que yo pudiese guiarlo de nuevo hasta él. Hace unas horas, aunque ahora me parezca una eternidad, hemos tenido un… pequeño intercambio de pareceres en su camarote, durante el cual me ha sugerido que me encerrara en el mío durante el resto del viaje, e incluso me ha amenazado con formarme un consejo de guerra si vuelvo a molestarle con mis «delirios», por lo que comprenderá que no haya ido corriendo a comunicarle que el marciano ha tomado la forma de uno de sus hombres. Además, suponiendo que MacReady me creyera, ¿qué cree que haría? A buen seguro intentaría acabar con la criatura a tiros, arruinando cualquier posibilidad de diálogo con ella. Y eso es precisamente lo que quiero hacer yo, Allan: comunicarme con ese ser. No solo porque crea que el diálogo con el monstruo es lo único que puede salvarnos, sino por lo que eso significa en sí mismo. Si estamos en lo cierto y hay un marciano en este barco, ¿no le parece que sería increíble hablar con él? ¡Con un ser de otro planeta, Allan!

El artillero asintió comprensivamente, aunque no se mostraba tan entusiasmado con la idea como parecía estarlo Reynolds, por lo que este continuó arengándolo:

—¡Tal vez este sea el paso más grande que haya dado nunca la humanidad, Allan! Si nuestra teoría es correcta, estamos a punto de realizar un descubrimiento de proporciones incalculables. No pretenderá que dejemos todo este asunto en manos de ese hatajo de majaderos… Nosotros somos las dos únicas personas de este barco capaces de actuar del modo correcto. El resto solo intenta salvar su trasero. Es nuestro deber para con la humanidad y para con las futuras generaciones tomar este asunto bajo nuestra responsabilidad. ¿No se le ha ocurrido pensar que todo sucedería de una manera absolutamente diferente si nosotros no estuviéramos en este barco? Nuestro destino nos ha guiado hasta aquí para que nos hagamos cargo de la situación, para que evitemos que la llegada a la Tierra del primer visitante del espacio se convierta en una vulgar cacería.

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