—¿Qué sabe usted de cómo era mi vida hace dos años? —replicó al fin mi contrincante, esforzándose en contener su agitación.
Sacudí despacio la cabeza, decepcionado por su respuesta. Peachey no podía haber estado más desacertado. Había cometido un error de principiante: cuando alguien contesta con una pregunta, queda expuesto sin remedio al ingenio de quien ha de responderla. Lo sabe hasta un niño.
—Solo lo necesario, señor Peachey —contesté con tranquilidad, mientras jugaba con mi copa—: que usted apareció de la nada, literalmente, sin apellido ni dote, para desposar a la hija de uno de los hombres más acaudalados de Londres.
—¿Qué estás insinuando, Charles? —preguntó entonces su esposa, Claire.
Me volví hacia ella con un giro de cabeza tan teatral como elegante.
—¿Insinuando? ¡Oh, Dios me libre de insinuar nada, Claire! —respondí, regalándole mi sonrisa más encantadora—. La insinuación suele ser de una eficacia decepcionante para el que la profiere, pues siempre obliga al inocente a defenderse, mientras que el culpable puede ignorarla con naturalidad, sin que eso le haga parecer sospechoso. Por eso, yo siempre prefiero ser tachado de insolente antes que de hipócrita, querida. No porque me importe la opinión que los demás tengan de mí, sino porque en realidad me gusta que todos conozcan la mía.
—Oh, todos sabemos de sobra cómo sueles dar a conocer tus opiniones, Charles. Pero permíteme que te recuerde que estás opinando sobre alguien de quien lo desconoces todo —replicó Claire, visiblemente alterada—. Y tú mismo has advertido a John, hace apenas unos minutos, que cuando uno habla de algo que no conoce corre el riesgo, demasiado alto a tu entender, de quedar como un ignorante ante los demás.
Yo amplié aún más mi sonrisa.
—¡Pero si yo soy el primero en reconocer mi ignorancia, Claire! —exclamé abriendo los brazos y mirando a mi alrededor con aire inocente—. No la oculto, y nada deseo más fervientemente que remediarla. ¡Mi querida Claire, adivinar de dónde ha salido tu misterioso esposo ha sido el pasatiempo favorito de todo Londres estos dos años! No exagero si te digo que era el asunto más comentado en los salones y en los clubs después de la desgraciada muerte del señor Murray.
—Charles, creo que todos los presentes convendrán conmigo en que entre la insolencia y la grosería existe una fina línea que esta noche pareces decidido a sobrepasar —oí decir a mi esposa, que si bien había considerado que nuestro enfado era lo suficientemente importante como para desbaratarlo con un gesto de afecto, no pensaba lo mismo a la hora de romperlo con un reproche.
—Querida, es absolutamente imposible interesarse por la vida de alguien sin caer en la grosería. De lo contrario, se caería en la falsedad —dije, volviéndome hacia ella—. Tú deberías saberlo mejor que nadie. ¿O vas a ponerme en la embarazosa tesitura de recordarte ante todos los presentes que tu lengua era una de las más afiladas a la hora de comentar el asunto a espaldas de tu querida amiga?
Reconozco que fue un dardo con más veneno del necesario, pero uno no siempre puede administrar convenientemente su mordacidad. Victoria se mordió los labios para tragarse su rabia, y he de confesar que eso me produjo un pequeño aguijonazo de piedad, pero en aquel tiempo estaba convencido de que la piedad era un lujo que yo no podía permitirme.
—Usted alardea de su exquisita educación, señor Winslow —intervino entonces Peachey, saliendo al fin del abrigo de su mujer para exponerse valientemente a la intemperie—, pero parece que no sabe cómo tratar a su esposa, y menos aún hacerla feliz como yo he conseguido hacer feliz a mi querida Claire.
Me volví dispuesto a repeler su ataque, pero la precisión de su estocada me cogió por sorpresa y, al igual que el mejor espadachín puede dar un traspié, yo cometí el error de responderle con una pregunta.
—¿Y cómo ha llegado su aguda mente a esa conclusión, señor Peachey?
Peachey aprovechó mi desliz mejor de lo que hubiera imaginado. Replicó mi cortés sonrisa como si se tratara de un espejo, y respondió:
—Porque, como todos hemos podido constatar, la ha dejado aquí sola, mientras se dedicaba a resolver asuntos en apariencia más importantes.
Tuve que apretar los puños para no evidenciar el daño que me había causado su respuesta, y confieso que, al contestarle, me resultó difícil aparentar mi habitual serenidad.
—No creo que usted sea la persona más indicada para valorar la importancia de mis asuntos, señor Peachey. Pero al menos, lo que yo haga o deje de hacer puedo decidirlo en virtud del cariño que siento por Victoria, y no del miedo que me pueda producir desairar a la persona a la que debo mi posición.
Los labios de Peachey volvieron a tensarse.
—¿Se atreve a cuestionar mi amor por la señora Peachey? —inquirió, sin molestarse en disimular su furia.
Sonreí: había llegado el momento de asestarle el golpe de gracia.
—Sería imposible hacer tal cosa sin desmerecer a una de las mujeres más hermosas e interesantes de nuestra sociedad, mi querido señor Peachey. Pero no se confunda. En el caso de que me atreviera a cuestionar su amor por nuestra adorable Claire, achacándolo a alguna razón ajena a sus numerosas bondades, lo que realmente estaría poniendo en tela de juicio sería su hombría.
Peachey apretó los dientes con fuerza, intentando contener su ira. Lo consiguió bufando ligeramente, como hacen algunos animales.
—Charles, no tienes ni idea de lo que dices… —protestó la aludida a mi espalda.
—Mi querida Claire, las mujeres tenéis la virtud de creer lo que más os conviene —respondí, volviéndome hacia ella, mientras de soslayo observaba a Peachey quitarse las gafas, plegarlas y guardárselas en el bolsillo de su chaqueta, todo ello con gestos parsimoniosos, como si oficiara una liturgia.
—No le hable así a mi mujer, señor Winslow —dijo con tranquilidad, comprobando que sus gafas estaban bien protegidas.
El que no se dignase a mirarme me enfureció más que sus palabras.
—¿Me estás dando una orden, John? —dije, sonriendo ante su velada amenaza y abriendo mis brazos ante él, como si quisiera con ello expresar mi perplejidad.
—Espero haberme expresado con la suficiente sencillez para que no te quepa la menor duda, mi querido e insolente Charles —respondió.
Y lo que pasó a continuación sucedió tan atropelladamente para mí que no puedo describirlo en detalle como me gustaría. Lo único que recuerdo es que, de repente, Peachey me agarró por la muñeca con una rapidez imposible y, un segundo después, me encontré con el brazo derecho retorcido contra mi espalda. A continuación, un pie separó mi pierna del suelo y, antes de poder comprender lo que estaba sucediendo, observé escorarse la habitación, como un bajel que se va a pique, y me encontré con la cara hundida en la alfombra. Peachey se hallaba sobre mí, aplastándome con el peso de una de sus piernas e inmovilizándome en una maniobra de la que resultaba imposible zafarse. Un dolor agudísimo se propagaba por mi brazo si intentaba moverlo, impidiéndome prácticamente respirar.
—Ya es suficiente, John —oí decir a Claire, con voz firme y clara.
Como una pantera repentinamente apaciguada por la voz de una doncella, Peachey soltó mi muñeca. Noté que se levantaba, mientras yo seguía con el rostro sepultado en la alfombra, escondiendo al mundo la humillante mueca de dolor que me provocaban los calambres en el brazo.
—Charles… —habló de nuevo Claire, dirigiéndose a mí con una suavidad casi maternal—. Voy a darte la razón en una sola de las cosas que has dicho: el capitán Shackleton es un héroe, un hombre excepcional, un hombre capaz de salvar nuestro planeta de los autómatas…
—Claire, por favor… —escuché suplicar a su marido mientras removía incómodo sus pies a unos centímetros de mi cara.
—No, John —le interrumpió su mujer—, el señor Winslow es un viejo amigo, y debe ser consciente de sus errores para que así tenga la oportunidad de disculparse, tal y como no dudo que le dictará su honor de caballero.
—Pero… —balbució tímidamente su marido.
Claire retomó su discurso, dirigiéndose de nuevo a mí. Pero yo no me volví.
—Sin embargo, Charles, hay otra cosa que deberías saber acerca del capitán. —Permanecí con la cara enterrada en la alfombra, presintiendo que, dijera lo que dijese, no iba a existir ninguna respuesta capaz de redimirme—. Derek Shackleton no solo es un gran héroe. También es un hombre capaz de renunciar a la gloria por la mujer que ama, y cruzar el tiempo para vivir a su lado… aunque sea oculto bajo la apariencia de un simple director de banco.
Despegué la cara de la alfombra con la mayor dignidad que pude, y logré preguntarle a sus zapatos:
—¿Qué demonios quieres decir, Claire?
Su voz descendió hacia mí con la lenta cadencia de una pluma.
—Que te encuentras ante tu admirado capitán Shackleton.
—¿Qué? —balbucí, incrédulo.
Alcé la mirada lentamente, trepando por las fuertes piernas del banquero, por la cintura junto a la que colgaban sus enormes manos, por el pecho poderoso, y finalmente contemplé su rostro donde, sin el obstáculo de las gafas, relampagueaban ahora unos ojos grandes y profundos. Durante un tiempo que me resultó eterno, observé atónito aquel rostro sereno y decidido que visto desde abajo se me antojó el de un dios del Olimpo. Entonces, como una imagen surgiendo de un espejo impregnado de vaho, sobre el hombre que minutos antes había tratado de humillar se superpuso mi recuerdo del bravo capitán Shackleton, el hombre que había salvado el futuro de nuestra raza. Nadie sabía cómo era su rostro, pues el casco solo dejaba al descubierto su mentón, pero debía reconocer que se trataba de un mentón tan airoso como el de Peachey. ¿Era cierto entonces? ¿Era aquel banquero apocado e insulso el capitán Shackleton? Peachey me tendió la misma mano que momentos antes me había retenido contra el suelo, para ayudarme a levantarme. La acepté sin poder creerme todavía que estuviese ante Shackleton, y me dejé izar del suelo medio aturdido.
—Están gastándome una broma… —dije, resistiéndome a creerlo—. Usted no puede ser el capitán Shackleton…
—Claro que lo es, Charles —insistió Claire. Luego me miró con una sonrisa evocadora—. Derek y yo nos conocimos hace dos años… Bueno, en realidad nuestro primer encuentro todavía no ha ocurrido, pues sucedió en el año 2000… Pero el caso es que todo comenzó en una de las expediciones al futuro de Viajes Temporales Murray, aunque hizo falta que él viajara a nuestra época para que…
—Espera, espera, Claire… —intenté interrumpirla, lleno de confusión.
—Bueno, eso no tiene importancia ahora. Ya te lo explicaré en otro momento —dijo, ignorando mi ruego—. Lo cierto es que nos enamoramos, Charles. Y que él decidió abandonarlo todo y quedarse en nuestra época, conmigo, con la mujer que amaba.
—Pero… eso no puede ser, Claire… —murmuré, incapaz de reaccionar.
—Sí, Charles. Claro que puede ser. ¿Por qué íbamos a querer engañarte? —dijo ella, observando mi confusión con sincera ternura—. Mi esposo es el capitán Derek Shackleton, el héroe del futuro, el salvador de la humanidad.
Contemplé a Peachey, que me sonrió con modestia. ¿Estaba entonces ante el capitán Shackleton? ¿Debía creerlo? Lo estudié con avidez, valorando al fornido banquero, imaginándolo con la armadura de Shackleton, y comprobando que tenía las medidas apropiadas para lucirla. Con un rápido cálculo mental reparé en que Peachey había aparecido de la nada en la sociedad londinense justo cuando las empresas Murray cerraron, lo que no dejaba de ser una extraña casualidad… A la que había que sumar el hecho de que ninguno de los consumados cotillas de Londres hubiese podido descubrir nada de su pasado, a pesar de que durante muchos meses aquel había sido su pasatiempo favorito. ¿Era esa la explicación? ¿Carecía aquel hombre de pasado sencillamente porque su pasado pertenecía a nuestro futuro? Desconcertado, miré a Claire, que me devolvió una mirada tan franca que barrió cualquier duda que yo pudiera tener. De repente, supe que no mentía, que no tenía por qué mentirme. Estaba ante el mismísimo capitán Shackleton, el héroe del año 2000. Sí, me dije, sintiendo un aguijonazo de emoción, Shackleton estaba allí, ante mí, en nuestro presente, por increíble que me resultara. Había venido por amor.
—Dios mío… Perdone mi insolencia, capitán, yo… Su disfraz era tan… —Dejé de balbucir, me aclaré la voz y, ejecutando una ridícula reverencia, dije—: Para mí es un placer conocerlo, capitán Shackleton. Y permítame que aproveche para agradecerle en nombre de toda la raza humana que salvara nuestro planeta de los malvados autómatas.
—Se lo agradezco, señor Winslow —respondió Shackleton con humildad—. Pero cualquier otro en mi lugar habría hecho lo mismo.
—Oh, sabe que no… —Sonreí, divertido ante su modestia—. Yo no, por ejemplo.
Dediqué varios segundos más a contemplarlo en un silencio embelesado, mientras percibía a mi espalda un murmullo creciente de confusión. Creo que incluso Andrew me dijo algo, pero no llegué a oírlo porque toda mi atención estaba ocupada en el capitán. Seguía sin poder creer que fuese Shackleton, y que llevara dos años entre nosotros, en nuestra época, escondido tras la apariencia de un hombre vulgar que cada día de su vida se esforzaba en disimular que era el salvador de la raza humana, en fingir que desconocía lo que nos deparaba el futuro. Porque de allí había venido, sí, de un tiempo que todavía no había sucedido para nosotros, cruzando los años para amar a Claire Haggerty. Pero, fuera por lo que fuese por lo que había venido, lo único que importaba era que ahora estaba allí, me dije de pronto, en una ciudad que estaba sufriendo una invasión que no podía tener consecuencias, una invasión que alguien debía sofocar. Y ese alguien solo podía ser él. De repente, todas las piezas encajaron de una forma tan exacta e irrebatible que casi estuve a punto de sufrir un desmayo de la conmoción.
—Entonces, el hecho de que esté en nuestra época… —dije, sintiendo que me invadía la euforia— solo puede significar que usted es quien… nos salvará, quien impedirá que la invasión prospere. Sí, no puede ser de otro modo: por eso está aquí.
Peachey sacudió la cabeza, divertido ante mi ocurrencia.
—No, Charles, Derek está aquí por amor —me interrumpió Claire.
Cuando un hombre ama a una mujer hace cualquier cosa por ella, excepto seguir amándola, había dejado escrito Oscar Wilde para la posteridad. Y era algo que cualquier hombre bregado en amoríos podía corroborar. No, Shackleton no estaba allí entonces por amor. Shackleton estaba allí por algo mucho más poderoso que ese voluble sentimiento. Estaba allí porque era su destino. Sí, él era la pieza que faltaba en mi ecuación, el héroe que estábamos esperando. No había duda: su valentía e inteligencia eran de sobra conocidas; no en vano había salvado el planeta ya una vez, aunque cronológicamente aquello aún no hubiese ocurrido. Podía decirse que tenía experiencia en esa clase de asuntos. Solo él podía vencer a los marcianos, como ya había hecho con los autómatas. Solo él. Por eso estaba allí, sí.