Todavía no había amanecido, pero la oscuridad empezaba a descascarillarse por el horizonte, y una luz andrajosa, ligeramente cobriza, desvelaba con parsimonia la llanura en la que se alzaba la gigantesca estructura de hierro que estaban construyendo para los marcianos. A esas alturas, todos sabían ya que los invasores no procedían de Marte, pero dado que ignoraban de dónde venían, la mayoría seguía usando aquel apelativo para referirse a ellos, confiando quizá en que les resultara una palabra despectiva.
Charles estudió la torre con la pobre rabia que le permitía aquella fatiga que se le había filtrado en los huesos hasta formar parte de sí mismo. Según había oído, la pirámide era una máquina que, una vez terminada, serviría para reordenar el aire de la Tierra y convertirlo en un elemento que no fuese tan perjudicial para los invasores como lo había sido hasta entonces. La transformación del aire era uno de los muchos arreglos que los marcianos estaban haciendo al planeta, preparándolo para la ansiada llegada de su Emperador, que llegaría acompañado del resto de la raza, cruzando el espacio en una caravana de enormes aeronaves con todo su mundo empaquetado en las bodegas. El puñado de invasores que habían conquistado la Tierra sin el menor problema no era, en realidad, más que una pequeña avanzadilla.
Al fondo, cerca de las ruinas de lo que dos años antes había sido la ciudad más grande del mundo, se hallaba el campamento marciano, un rebujo de chozas plateadas y bulbosas en extraña disposición que constituía el pequeño destacamento que se ocupaba del campo de trabajo en el que él estaba prisionero. Charles ignoraba dónde tenía su residencia el extraterrestre que había dirigido la invasión, pero sabía que había campamentos como aquel repartidos por toda Inglaterra y también por el resto del mundo, pues ahora, dos años después del comienzo de la invasión, podía afirmarse que la derrota de la Tierra había sido completa. Tras reducir Londres a una escombrera, los invasores continuaron con otras ciudades británicas, como sus hermanos estaban haciendo en Europa y en el resto de los continentes, sin encontrar más que la molesta resistencia que el poderoso Imperio Británico había ofrecido. Así, habían caído París, Barcelona, Roma, Atenas… Ahora el planeta entero estaba sometido, millones de humanos habían muerto durante la gran guerra, y los pocos que quedaban, entre los que Charles tenía la discutible fortuna de contarse, habían sido convertidos en esclavos, una mano de obra que no les preocupaba apurar hasta la muerte, como ya había constatado de sobra.
Pero ¿cómo era posible que todo eso hubiese ocurrido realmente?, se preguntó una vez más. Aquello no podía estar sucediendo, aquello no podía ser real, se repitió, sintiendo cómo la impotencia y la incredulidad volvían a desperezarse en su interior. Él había visto el futuro, un futuro que evidentemente ya no iba a producirse. Y había algo extraño, algo erróneo en todo eso. Aunque nadie parecía opinar como él, ni siquiera el propio capitán Shackleton, que se hallaba en el mismo campo de prisioneros que Charles y a cuya celda solía acudir cada vez que podía, como si él tuviera las respuestas a todas sus preguntas. La mayoría de las veces Shackleton se limitaba a encogerse de hombros, o a dedicarle una mirada piadosa cada vez que él hablaba del asunto, cada vez que insistía en que eso no
podía
estar sucediendo. «¡Pues ya lleva dos años
pasando
, maldita sea!», exclamaba a veces con voz sombría, cuando sus cansinas preguntas le minaban la paciencia. Eso solía zanjar la conversación.
Charles sacudió la cabeza, intentando espantar aquellos pensamientos. Era absurdo mortificarse una y otra vez diciéndose que estaba viviendo una vida equivocada, especialmente ese día, cuando no podía perder ni un solo minuto de su escaso tiempo. En cuanto amaneciera, los marcianos les azuzarían a salir de sus celdas y tendrían que volver al trabajo, a la fatigosa construcción de la máquina purificadora. Apenas disponía de una hora antes de que eso sucediera, así que Charles se acercó a la pequeña mesa que había en una esquina de su celda, se sentó y sacó el papel de carta y la pluma que había comprado con cinco de sus dientes menos cariados. No sabía para qué los querría Ashton, el prisionero que lo conseguía todo, pero a él pronto dejarían de serle útiles.
Le había pedido aquellas herramientas de escritura con la intención de escribir lo que todavía no sabía cómo denominar. Suponía que podía considerarse un diario, aunque no tenía intención de recoger tanto su día a día —para eso le bastarían un par de líneas— como los sucesos que le habían conducido hasta aquella situación. Pero fuera lo que fuese, una cosa estaba clara: tenía que escribirlo antes de morir, algo iba a suceder muy pronto. Y como para confirmar sus sospechas, le sobrevino otro de los ataques de tos tan habituales de las últimas semanas. Cuando pasó, tenía la garganta irritada y los pulmones doloridos, y Charles trató en vano de aflojarse el maldito grillete con el mismo gesto reflejo que en otro tiempo ahora lejano se aflojaba la corbata de lazo. Luego se concentró y, tras un par de minutos en los que permaneció en silencio, ordenándose la mente, comenzó a escribir:
DIARIO DE CHARLES WINSLOW
12 de febrero de 1900
Mi nombre es Charles Leonard Winslow, tengo 29 años y soy prisionero del campo de trabajo marciano de Lewisham. Pero no perderé el poco tiempo de que dispongo hablando de mí. Baste decir que, antes de la invasión, lo tenía todo: una posición privilegiada, una esposa adorable y la perfecta combinación de cinismo y salud de hierro necesaria para disfrutar plenamente de los placeres que cada día quisiera regalarme. Ahora, sin embargo, todo me ha sido arrebatado, tanto de las manos como del alma, incluso mi propia fe en mí mismo. Nada tengo pues, salvo la certeza de que moriré antes de una semana. Por eso escribo este diario, para evitar que todo lo que sé sobre los invasores muera conmigo. Por que yo sé cosas sobre ellos que no todo el mundo sabe, y aunque a mí de nada vayan a servirme allí adonde voy, quizá resulten útiles para otros.
Soy consciente, sin embargo, de que lo más probable es que ningún humano lea nunca estas páginas. Me basta con mirar a mi alrededor para comprenderlo. Pero aunque lo razonable sea pensar eso, algo dentro de mí, una fragilísima brizna de ilusión, me hace albergar esperanzas de que, tarde o temprano, venceremos a los marcianos. Y si eso sucede, tal vez la información que me dispongo a recoger en estos papeles tenga algo que ver en ello. En el caso de que esté equivocado, de que mi intuición no sea más que el tonto anhelo de un pobre loco, este diario quizá constituya el único testimonio que recuerde que la Tierra no perteneció siempre a los marcianos o quienesquiera que sean. No, durante un vasto océano de siglos, la Tierra fue del hombre, que llegó a creerse el dueño y señor del universo.
Solo algunas mentes excepcionales, como la del escritor H. G. Wells, a cuya memoria dedico estas páginas, supieron observar el cosmos con la perspectiva adecuada. Eso les permitió comprender no solo que no éramos sus únicos habitantes, sino que quizá tampoco éramos los más poderosos. Wells lo gritó a los cuatro vientos en su novela
La guerra de los mundos
que, movidos por su habitual arrogancia, sus contemporáneos leyeron como si se tratara de una ingenua obra de ficción. Nadie pensó que algo así pudiera ocurrir realmente. Nadie. Y he de confesar que yo tampoco, aunque no porque creyese que éramos únicos y poderosos, sino porque había visto el futuro que aguardaba a nuestros nietos. Sí, yo había visto el año 2000, y en él no había el menor rastro de los marcianos.
Por eso, el día que comenzó la invasión, yo me encontraba en el prostíbulo de Madame M*** el exquisito santuario del placer que solía frecuentar al menos una vez por semana. El
St. James's Gazette
, en sucesivas ediciones extra, había anunciado la aparición de unas extrañas máquinas en Horsell, en el campo de golf de Byfleet y cerca de Sevenoaks, Enfield y Bexley, si mal no recuerdo. Según fuimos sabiendo, eran máquinas de combate, pues algunas habían abierto fuego contra los curiosos que se arracimaban en torno a ellas como si se tratara de alguna atracción, y al parecer, encaramadas a unas patas semejantes a zancos, se dirigían hacia Londres, devastándolo todo a su paso con un terrible rayo de fuego. Sin embargo, nada había que temer, aseguraban las noticias, pues en Londres las aguardaba para darles la bienvenida el poderoso ejército británico en un despliegue sin precedentes. La ciudad estaba acordonada por cañones de campaña y centenares de piezas de artillería traídas de Woolwich y Aldershot, se estaban produciendo y distribuyendo rápidamente explosivos de alta potencia, e incluso había buques torpederos y destructores remontando el Támesis, pavoneándose ansiosos de librar batalla.
Más que temor, todo aquello producía en la población una gran curiosidad y expectación. Muchos ciudadanos se habían acercado a las afueras de Londres con la intención de asistir al anunciado y espectacular combate, deseosos de ver cómo el ejército destruía a los enemigos, que muchos aseguraban que eran marcianos llegados del espacio. Pero aquella muchedumbre de curiosos fue inmediatamente devuelta a la ciudad por las tropas, tragándose sus ganas de ver el terrible rapapolvo que nuestros soldados propinarían a los invasores. Por motivos de seguridad, nadie podía salir de Londres; hasta las estaciones de tren estaban paralizadas por orden del gobierno. Solo se podía entrar, como estaban haciendo los huidos de Molesey, Walton, Weybridge y otros lugares cercanos, asfixiando las calles en una riada de vehículos rebosantes de maletas y objetos de valor. Al parecer, la devastación era terrible en los pueblos vecinos, pero aun así nadie pensaba que pudiésemos perder la batalla que se avecinaba. La última edición del
St. James's Gazette
anunció la interrupción de las comunicaciones telegráficas, por lo que, a falta de noticias, todos quedamos a la espera de ver qué sucedía.
Como es de suponer, eso creó cierta inquietud entre la gente, pero no una alarma excesiva. Y en mi caso, he de confesar que ni siquiera me produjo la más leve preocupación. ¿Por qué habría de hacerlo, si estaba convencido de que esas máquinas extrañas iban a ser destruidas por nuestro poderoso ejército antes de que lograran irrumpir en la metrópoli? Los marcianos o lo que fuera serían derrotados sin lugar a dudas. No podía ser de otro modo, y no porque sus máquinas se acercaran a nosotros caminando ridículamente sobre zancos, en vez de por el aire, como las descritas por Wells, exhibiendo de esa forma su innegable superioridad. No, serían vencidas porque lo decía el futuro. Serían vencidas porque estaba escrito. Por mucho miedo que dieran y por muy poderosas que se nos antojaran, yo ya conocía el final de la obra y era incapaz de sentir la menor inquietud por su desenlace, tan solo una desdeñosa piedad por quienes, incapaces se sumar dos y dos, temían sin necesidad por sus vidas. Así que, libre de cualquier temor, me propuse seguir con mi rutina diaria.
Desgraciadamente, Victoria, mi esposa, fue incapaz de compartir mi serenidad, pese a que también ella había viajado conmigo al año 2000 y comprobado que no quedaba recuerdo alguno de la invasión marciana. Para mi desesperación, decidió acudir a la mansión de mi tío en Queen's Gate, con la intención de aguardar el resultado de la contienda junto a mi primo Andrew, su hermana y algunos de nuestros amigos. Ninguno de ellos quiso comprender que no había nada que temer, que el ejército destruiría a los marcianos en cuanto se asomaran por Londres. No cabía la menor duda porque… ya los
habían
destruido.
Incapaz de refugiarme con aquel grupo de niños asustados sin sentirme ridículo, salí de nuestra casa justamente en la dirección contraria a la de mi esposa. La gente atestaba las calles y las tabernas y componía corrillos inquietos en las placitas, pero parecía más curiosa que atemorizada por lo que estaba ocurriendo en las afueras. Mientras caminaba sin rumbo fijo, observé cómo un grupo de personas ávidas de información rodeaban la carreta de un refugiado, quien relataba de un modo confuso la destrucción de la que había escapado milagrosamente, provocando muecas de espanto en su audiencia. Aquellos simples no habían visto el año 2000, por lo que su temor, aunque grotesco, estaba de algún modo justificado. Yo, en cambio, había visitado el futuro, así que decidí encaminar mis pasos hacia el prostíbulo de Madame M***, como ya he anunciado, uno de mis preferidos por lo exótico de su «mercancía». No se me ocurría un sitio mejor donde entretener la espera hasta que la invasión fuera sofocada. Luego volvería a Queen's Gate y recogería a Victoria con una sonrisa en los labios, intentando resistirme a la tentación de humillar su pobre perspicacia con un comentario mordaz. Tal vez incluso la llevara a cenar en compensación por el miedo que tan innecesariamente habría pasado.
Una vez llegué al prostíbulo, crucé el amplio y recargado salón en cuya pared del fondo se hallaba colgado un remedo de
El nacimiento de Venus
, mucho menos sublime pero ostentosamente más sensual que el surgido de los pinceles de Botticelli. La sala, perfumada e íntima, se hallaba desierta. Era extraño: apenas había nadie en los silloncitos y mesitas donde las prostitutas acostumbraban a departir, reír o fumar de sus largas pipas de opio con los clientes. Tampoco tras los cortinajes, a través de los cuales a veces se atisbaba a algún prohombre flotando a la deriva en un mar calmo de turgencias y almohadones, distinguí ningún movimiento sospechoso. Ni siquiera las mujeres se contoneaban aquella tarde por la sala, exhibiendo con estudiada languidez sus encantos envueltos en transparentes gasas. La mayoría de ellas estaban sentadas en un silencio lúgubre, componiendo un ambiente de velatorio pese a sus diademas emplumadas. El triste abandono en el que se sumía el prostíbulo me desagradó, pero decidí animarme intentando aprovechar la coyuntura, a saber, disfrutando de dos de las chicas más solicitadas, que no entendían cómo podía empinárseme en aquella situación. Yo me limité a sonreír. «¿Qué mejor modo de morir que en vuestros brazos?», les dije, bromeando. Tras el goce, tomé una manzana del centro de fruta que había junto al lecho, aunque la mordisqueé con cierto disgusto. El encuentro había sido placentero, pero no había podido reparar en que las muchachas tenían la cabeza en otra parte. La invasión preocupaba hasta a aquellas pobres infelices.
Fue entonces cuando se oyó la primera explosión. Sonó en la distancia, en dirección a Chelsea. Las muchachas se asustaron, y empezaron a vestirse rápidamente. Volvió a escucharse un estallido. Aquellas detonaciones sonaban demasiado cerca. No parecían provenir de las afueras de la ciudad, lo que solo podía significar que los trípodes habían roto la línea defensiva y habían entrado en Londres. Una tercera explosión, que sonó todavía más próxima, haciendo temblar ligeramente el edificio, me lo confirmó. Me asomé a las ventanas de la sala en un revuelo de muchachas histéricas. La gente corría sobrecogida por la calle, pero no se veía nada por encima de los tejados, salvo unos extraños resplandores rojizos pintando la noche recién tendida. Me vestí a toda prisa y abandoné el prostíbulo entre los pocos clientes que había, justo cuando empezaron a tañer las campanas de lo que parecían ser todas las iglesias de Londres. En la calle, oí a algunos hombres gritar que nos atacaban los marcianos, y que uno de ellos había sido derribado a cañonazos en Richmond. Sonreí al escuchar eso. Pero al parecer, tras aquella esforzada hazaña, nuestro poderoso ejército había sido barrido de un plumazo. Por los confusos rumores que circulaban entre la multitud, deduje que los marcianos habían forzado al menos las defensas de Richmond y de Kingston. Y las restantes no tardarían en ser asimismo rebasadas, si no lo habían sido ya, a juzgar por las cada vez más abundantes explosiones que tronaban en la distancia. ¡Pero aquello no podía estar pasando!, me dije tremendamente desconcertado, mientras intentaba no ser arrollado por un carro atestado de refugiados. No, no podía estar pasando. ¿Tan poderosas eran aquellas máquinas? No lo sabía, pero eso era irrelevante. Poderosas o no, el ejército debería haber acabado con ellas.