Tosí varias veces, intentando distinguir algo a través de la densa polvareda que invadía la calle. A medida que la mortaja de niebla comenzaba a deshilacharse, las pocas personas que habíamos sobrevivido pudimos comprobar con alivio que ningún marciano amenazaba ya nuestras vidas: el trípode había desaparecido bajo una montaña de cascotes, pero por desgracia también el capitán Shackleton. Desconcertado, contemplé la inmensa tumba humeante de la cual sobresalían dos de las patas del trípode, componiendo una especie de monstruosa cruz. Aquí yace sepultado el futuro salvador de la humanidad, me dije, entre estremecido y desconcertado, sin saber qué demonios pensar sobre aquel inesperado suceso, que echaba por tierra todos mis razonamientos. Mientras el tañido de las campanas removía el cielo por encima de nuestras cabezas y se oían algunas explosiones en la distancia, un silencio de cenizas iba cubriendo trágicamente el improvisado sepulcro. Alguien sugirió rezar una oración, pero la mayoría nos encontrábamos demasiado aturdidos aún para obedecerle.
Entonces se oyó el tintineo que produjo una piedra al desprenderse de lo alto del montículo. Todos clavamos una mirada desconcertada en la ligera sacudida que empezaron a sufrir los escombros, temiendo que se debiera a que el trípode intentaba levantarse, pero sus patas seguían inertes. Tras aquella primera piedra cayeron otras dos, y después varias más en rápida sucesión, componiendo un pequeño alud de cascotes que resbaló por la ladera del montículo. Y entonces una mano apartó una enorme piedra, que rodó despacio hacia el suelo, luego apareció un brazo y, por último, como surgiendo a duras penas de un vientre pétreo, emergió Shackleton, milagrosamente intacto.
Lo observé tan contento cómo incrédulo. Dios bendito… aquello no era posible. ¡Estaba vivo! ¡El capitán estaba vivo! Tras unos segundos de estupefacción, todo el mundo estalló en una salva de vítores y aplausos. Varios individuos, entre ellos yo, nos acercarnos al montículo. No podía creer que el capitán no hubiese muerto aplastado por las ruinas, pero cuando llegué hasta la pila de cascotes y atisbé bajo la costra de escombros, comprendí al instante cómo había logrado escapar de aquella muerte cierta: el arco había formado una suerte de madriguera para acoger al capitán en su interior, protegiéndolo maternalmente. Allí había soportado el derrumbe, cobijado como un pajarillo.
Eufóricos, el puñado de supervivientes rodeó el montículo, y yo me uní con gusto a aquella celebración, igual de exaltado que ellos por la asombrosa gesta del capitán, una hazaña que despejaba cualquier duda que pudiera quedarme sobre su verdadera identidad. Desde la cima de la escombrera, Shackleton nos devolvió un saludo azorado. Luego bajó de ella cohibido, sacudiéndose el polvo que harinaba su terno, y caminó tambaleándose ligeramente hacia el carruaje, seguido por aquel coro de admiradores que se empeñaban en darle la mano e incluso le palmeaban con incontenible entusiasmo la espalda, provocando que continuas nubecillas de polvo se elevaran desde su chaqueta, como si bajo su traje llevara oculto un motor de vapor. Cuando finalmente llegó al coche, Shackleton subió a él, se despidió de sus admiradores con un gesto pudoroso de la mano, y se rellanó muy tieso en el asiento, dispuesto a reanudar el viaje. Me senté a su lado lleno de admiración, aunque también algo avergonzado conmigo mismo por lo que había pensado de él.
¿Cómo había sido capaz de pensar que sus intenciones eran abandonarnos a nuestra suerte? Nada más lejos de la verdad. Mientras todos buscábamos con desesperación un camino para huir, Shackleton había calibrado la situación con su mente del futuro: había comprendido la invulnerabilidad del trípode, había estudiado la calle, había analizado los edificios colindantes con una rápida mirada, se había centrando en uno de ellos en particular —el que se sostenía por media docena de columnas, las cuales, si eran destrozadas por el rayo calórico, harían derrumbarse al edificio— y finalmente había considerado la posibilidad de resguardarse bajo uno de los arcos. Pero Shackleton no solo poseía la mente de un estratega excepcional, sino que también contaba con el valor necesario para llevar a cabo un plan tan temerario como el que había improvisado en cuestión de segundos, un plan que le exigía jugarse la vida para salvar las nuestras, un riesgo al que ya estaba acostumbrado. Y así lo había hecho, sin dudarlo un solo segundo, y exhibiendo su habilidad y excelente forma física pues, lo que en un principio me había parecido una desmañada manera de rodar por el suelo se me revelaba ahora como los calculados movimientos de una pantera.
—Deje de mirarme así, señor Winslow —dijo Shackleton con cierta irritación, que no dudé en atribuir a la tensión nerviosa del momento.
—Capitán, seguiría mirándole así aunque me arrancaran los ojos. Lo que acaba de hacer ha sido asombroso, lo más extraordinario que he visto nunca. Cómo lo ha calculado todo. Qué mente estratégica la suya, qué sangre fría. Es usted un verdadero héroe, capitán —respondí, eufórico—. Y al vencer a un trípode usted solo, ha devuelto la esperanza a todas esas personas. Dios… ¡me ha devuelto la esperanza incluso a mí!
—Solo he tenido suerte… —dijo con aspereza, encogiéndose de hombros.
Sacudí la cabeza, divertido ante su modestia, y le ordené a Harold que diera media vuelta y que continuáramos rumbo al Soho sin el menor temor, pues nada malo nos ocurriría mientras siguiéramos junto a aquel hombre excepcional, ya que él mismo había sido testigo de lo que podía hacer el bravo capitán Shackleton. El cochero me dedicó una mirada escéptica, como si la gesta del capitán no le hubiese impresionado lo más mínimo, pero subió al pescante y azuzó los caballos sin una sola queja.
Tras sortear la pira funeraria bajo la cual había quedado sepultado el trípode, nos internamos en la parte de la avenida por donde había pasado minutos antes, y todos pudimos contemplar los destrozos que había causado. Tropezamos con numerosos edificios derruidos, pero el verdadero horror, la dimensión del desprecio que los marcianos sentían por nuestra raza, la ilustraban las docenas de cadáveres que había esparcidos por doquier, los túmulos de cenizas humanas que salpicaban los cascotes y sobre todo los supervivientes: una mujer lloraba arrodillada ante el cadáver pisoteado de un niño de tres o cuatro años, un hombre vagaba ensimismado cargando con delicadeza con la cabeza de alguien, otro pedía inútilmente ayuda medio aplastado por su caballo…
Atravesamos aquel escaparate de horrores con una mueca de estremecimiento en el rostro. Incluso el capitán parecía impresionado, a pesar de que venía de un futuro en el que Londres era también un amasijo de escombros. Probablemente pensaba en lo vano de todos nuestros esfuerzos, pues, aunque lográsemos sofocar la invasión y reconstruir la ciudad, otra destrucción igual de terrible la esperaba en un recodo del futuro. Por las cruces y monumentos que la conmemorarían en los cementerios, las futuras generaciones conocerían nuestra tragedia de un modo tan vago como nosotros conocíamos la que a ellos les tocaba sufrir gracias a la empresa Viajes Temporales Murray. Solo el bravo capitán Shackleton vería cómo la ciudad más poderosa del mundo era dos veces devastada.
Realizamos gran parte del camino envueltos en aquel silencio pesaroso, hasta que al llegar a la entrada del Soho, Harold detuvo bruscamente el coche. Shackleton y yo nos asomamos por las ventanillas para intentar averiguar las causas del frenazo, y a unos cincuenta metros, a través de un velo de niebla, distinguimos al menos media docena de trípodes, que abandonaban el barrio al que nos dirigíamos, caminando juntos como una manada de elefantes fantasmagóricos. Permanecimos inmóviles, fingiendo que éramos uno más de los muchos carruajes abandonados que había en las calles, y solo cuando desaparecieron en dirección al Strand, Harold volvió a azuzar a los caballos.
El Soho había quedado irreconocible. Aquel rebaño de trípodes lo había reducido a un descampado de cascotes humeantes en el que apenas quedaba en pie algún edificio que nos sirviera de referencia. Ante aquella sobrecogedora devastación, comprendí que nunca había existido en la Tierra un poder de destrucción similar al que exhibían los marcianos. Entre las ruinas, como náufragos que hubieran perdido la razón, pululaban grupos de hombres heridos, ayudándose unos a otros y volteando uno a uno los cadáveres que encontraban, en busca de sus familiares. Estuve un rato observándolos como hipnotizado, consciente de que, aunque lográramos ganar aquella guerra, muchos ya la habían perdido. Entonces el carruaje se detuvo y oímos la voz de Harold desde el pescante.
—Creo que este es el número doce de Greek Street —dijo, señalando a la nada.
Shackleton y yo nos apeamos del coche y caminamos como sonámbulos entre los cascotes de lo que había sido la sede de Viajes Temporales Murray, seguidos a cierta distancia por Harold. Recuerdo que vagué entre las ruinas en un estado de absoluta estupefacción, sin poder creerme que los marcianos hubieran abortado nuestro plan de un modo tan casual. En algún lugar de aquel mar de escombros nos tropezamos con el
Cronotilus
, brutalmente aplastado bajo un pesado chal de vigas y trozos de techo. ¿Cómo íbamos a viajar al futuro ahora?, me dije, contemplando el tranvía temporal medio destruido. Además, aunque el tranvía se encontrara intacto, no había por ningún lado rastro alguno del agujero, aunque lo cierto es que yo tampoco era capaz de imaginar qué aspecto tenía aquel atajo al año 2000. El asfixiante tentáculo del fracaso se apretó alrededor de mi garganta. ¿Me había equivocado? ¿Acaso no nos correspondía a nosotros salvar el mundo?
Fue entonces cuando mi pie tropezó con el cartel que anunciaba el viaje al año 2000, en concreto al día en el que tendría lugar la batalla final por el destino del mundo, y que mientras la empresa Viajes Temporales Murray había seguido abierta, colgaba junto a su puerta como un reclamo tan irreal como cautivador. La ilustración mostraba al capitán Shackleton enarbolando su espada contra el rey de los autómatas, a quien había vencido en el emocionante duelo del que, gracias a la magia de Murray, yo había sido testigo. Busqué con mi mirada al héroe de carne y hueso, y la casualidad quiso que en aquel momento se encontrara hablando con Harold, mientras señalaba algo que les había llamado la atención en lo alto de un muro. Tenía el brazo estirado, las piernas apuntaladas entre dos grandes rocas y la fuerte mandíbula elevada en un gesto de innegable autoridad, como si quisiera reproducir con la máxima fidelidad la aguerrida postura con que lo mostraba el dibujo que ahora yo sostenía entre mis manos. Repentinamente animado, volví a observar el cartel, y luego otra vez al bravo capitán Shackleton, que estaba allí, en nuestra época, y que apenas unos minutos antes había aniquilado, él solo, a uno de los ingenios marcianos. El hecho de que la empresa Viajes Temporales Murray hubiese sido destruida por los trípodes no significaba nada, salvo que no iba a ser viajando al futuro como salvaríamos al mundo. Sería de otro modo, pero venceríamos. Shackleton me sorprendió mirándole, y con un escéptico alzamiento de cejas, abrió sus brazos para abarcar toda aquella desolación.
—Como ve, señor Winslow, no hay modo alguno de que podamos viajar al año 2000.
Yo me encogí de hombros, divertido ante lo que sin duda no era más que un pequeño inconveniente.
—Entonces me temo que tendremos que vencer a los marcianos nosotros solos, capitán. —Y sonreí.
A la mañana siguiente, Charles sí coincidió con Shackleton durante el desayuno. Lo distinguió a lo lejos, dando cuenta de su puré sentado sobre una piedra solitaria. Como temía, observó que el capitán había regresado del campo de procreación con la misma mirada sombría con la que había partido. Y eso solo podía significar una cosa. Se acercó a él, lo saludó con una mueca de circunstancias, y se sentó en el suelo, a su lado, arrebujándose en el inmenso sobretodo que había conseguido en el último reparto de ropa y que, por su vulgar hechura y su tosca tela, debía de haber pertenecido a algún tendero, aunque hacía mucho tiempo que algo tan insignificante como compartir las ropas de un simple plebeyo había dejado de molestarle. Observó a Shackleton en silencio, a la espera de que su amigo sintiera la necesidad de hablar con él.
Cada semana, los marcianos solían llevarse a un puñado de hombres, aquellos de aspecto más saludable, a un campo cercano, donde tenían encerradas a las mujeres más jóvenes y fértiles. Cada uno de los integrantes de aquella caravana era obligado a aparearse con alguna de ellas, siempre bajo la valorativa mirada de los marcianos, y luego era traído de vuelta, sin saber si dejaba a sus espaldas algún vientre colmado. De aquel modo, los marcianos se aseguraban que nunca les faltaran esclavos para los fatigosos trabajos de acondicionamiento del planeta.
Charles también había sido escogido regularmente en los primeros tiempos de su encierro, cuando todavía parecía un espécimen digno de perpetuarse, pero el brutal trabajo y la desnutrición habían deslucido tanto su aspecto que ahora ningún marciano confiaba en que de su semilla pudiera brotar nada decente. Cuando las fuerzas le fallaran, como pronto le ocurriría, sería sustituido por uno de los niños que los prisioneros concebían para los marcianos y que debían de estar criando en alguna parte, aunque nunca sabría si llevaría o no su misma sangre. Shackleton, en cambio, era escogido casi invariablemente todas las semanas, pues el capitán se las había ingeniado para mantener su porte robusto y vigoroso comiendo todo lo posible —más de una vez le había visto rebañando los cuencos de la pila—, e incluso haciendo ejercicio por la noche, en la intimidad de su celda. En un principio, Charles no entendió a qué se debía aquel tesón suyo por no consumirse, por no dejar que el cuerpo se le resecase como le estaba sucediendo a él, pero luego comprendió por qué lo hacía: si se mantenía en forma tenía más posibilidades de que lo llevaran al campo de las mujeres, y por añadidura, más posibilidades de encontrase con Claire, de la que no sabía nada desde que él lo apremiara a abandonar el sótano de Queen's Gate para cumplir un destino que luego se había revelado equivocado.
Desayunaron en silencio, el uno frente al otro. Charles no necesitaba preguntarle nada al capitán para saber que tampoco esta vez, entre las mujeres, había visto a Claire. Y nuevamente se sintió culpable por haberle sacado del sótano de su tío. Durante los dos últimos años, Charles había dispuesto de tiempo de sobra para arrepentirse de muchas cosas que había hecho en su vida, pero de ninguna de ellas se arrepentía tanto como de haber separado a Derek de su mujer. En los primeros meses de cautiverio, el capitán había alimentado unas esperanzas de rebelión tan desmesuradas que Charles no había podido evitar compararlas con las innumerables trabas que había esgrimido al principio, cuando casi había tenido que obligarlo a asumir su destino de salvador de la humanidad a punta de pistola. Pero claro, en aquel momento Shackleton todavía creía que su esposa se encontraba a salvo en el sótano de Queen's Gate y no pensaba en otra cosa que en regresar junto a ella, todavía era incapaz de imaginarse cuál sería el desenlace de la invasión, y mucho menos podía sospechar que fuera a vivirlo lejos de la mujer por cuyo amor había cruzado el tiempo.