Wells se levantó del banco, entre estupefacto y estremecido. Si eso era así, si realmente había llegado hasta allí de algún modo que no podía achacarse al simple azar, solo podía ser para intentar evitar la invasión antes de que se produjera, antes de que el Enviado llegara a Londres dentro de un bloque de hielo y el Wells que nacería en 1866 le devolviera a la vida con su sangre. Y aquello solo podía hacerlo de un modo: embarcando en el
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y matando al Enviado. En los cuadernos y recortes que había ojeado apresuradamente durante su incursión en la Cámara de las Maravillas, había leído que aquel era el nombre del buque que había sido encontrado carbonizado y rodeado de cadáveres en un islote de la Antártida, muy cerca de la aeronave y del cuerpo congelado del extraterrestre. Wells no sabía lo que había ocurrido en aquella trágica expedición, nadie lo sabía, pero todo apuntaba a que habían recibido la visita del Enviado. Así que, si quería encontrarlo, estaba claro que debía embarcar en aquel buque que había partido de Nueva York el 15 de octubre de 1829, es decir, dentro de tres semanas. Sí, aquel sería el mejor modo de enmendar su error, y el más factible que se le ocurría, aunque también, desde luego, el que más pavor le producía.
Durante unos instantes, Wells jugueteó tímidamente con la idea de olvidarse de aquel plan tan descabellado y de quedarse en Londres. Allí podía empezar una nueva vida, una vida que aunque la presintiera llena de remordimientos e insatisfacciones, sería al menos una vida segura, pues sabía que moriría de muerte natural mucho antes de que comenzara la invasión. Resultaba una opción tentadora, pero la descartó antes de planteársela en serio, pues en su fuero interno sabía que si no lo hacía, si evitaba su responsabilidad, si no embarcaba en aquel barco maldito, los remordimientos no le permitirían empezar una nueva vida. Por el contrario, si se enrolaba en el
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y acababa con el Enviado, salvaría al planeta impidiendo la invasión. Todos sus compañeros habían cumplido con su papel en aquella función, y ahora todo parecía depender de que él cumpliera con el suyo. Así que lo haría, se dijo. Y debía darse prisa, pues tenía el tiempo justo para embarcarse en algún buque que fuera a Estados Unidos y sumarse a la tripulación del
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en cuanto llegara.
Wells se mesó nerviosamente su bigotillo durante varios segundos, un gesto que había visto hacer al Enviado, mientras su mirada se perdía en el infinito. Imaginó que la expresión de su rostro mostraría ese aire resignadamente melancólico propio de los héroes que deben asumir su sacrificado destino en favor de la humanidad, aunque lo cierto era que parecía más bien un hombre que hubiera descubierto desconcertado que durante la noche le había crecido bigote. Pero fuera como fuese, una tímida sonrisa de satisfacción comenzó a derramarse por sus labios. Estaba seguro de que Jane, allí donde estuviera, se sentiría orgullosa de que él abrazara su destino con aquella épica sumisión, y eso le hizo encontrar dentro de sí, si no el valor que necesitaba, sí algo que se le parecía lo suficiente como para engañar al miedo. El escritor sacudió entonces la cabeza con resolución y, con decididas zancadas, se dirigió al puerto a cumplir con su deber. No, su don, aquello que cargaba en la cabeza, no servía para que los tomates de su huerta crecieran más rápidamente. Definitivamente servía para otras cosas.
Ofreciéndose a trabajar gratis durante la travesía, Wells no tuvo problemas para que lo aceptaran en la tripulación de un buque que partió hacia Estados Unidos con un cargamento de cuatro mil toneladas de madera maciza. El barco cruzó el Atlántico con el mismo esfuerzo que si estuviera tirado únicamente por un par de mulas, y como es comprensible, el escritor realizó el viaje en un notable estado de nervios, temiendo no llegar a tiempo y que todo aquel esfuerzo no sirviera para nada. Pero llegó, aunque el buque le depositó en Nueva York apenas unas horas antes de que zarpara el
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, por lo que tuvo que recurrir a toda su oratoria para convencer a su capitán, un energúmeno de mirada inclemente, que le permitiera sumarse a una tripulación que ya estaba completa: no era muy fuerte, pero sí muy trabajador, y solo aceptaría un «no» por respuesta si le aseguraba que las provisiones que atestaban la bodega habían sido calculadas en virtud de lo que veintisiete hombres podían tragar durante cuatro meses. Si no, una boca más no supondría ninguna diferencia. Además, él apenas comía. Si era necesario, podía incluso alimentarse de las ratas de la bodega. En cuanto al espacio que pudiera ocupar, ya podía ver que no era mucho. Para dormir le bastaba con cualquier rincón. Tenía que subir a ese barco y estaba dispuesto a realizar todo tipo de sacrificios. Al capitán debió de caerle en gracia, o puede que decidiera admitirlo para darle un escarmiento. Quizá pensaba deleitarse viendo cómo a aquel hombrecito enclenque lo derrotaban, nada más embarcar, las habituales penalidades cotidianas en alta mar, esas que le habían cincelado a él hasta convertirlo en el bregado marino que era. Así que, en menos de una hora, Wells se descubrió en un lugar que, de no ser por su misión, jamás se habría encontrado, es decir, apretado entre un grupo de marineros zafios y bravucones que apestaban a sudor y a ron y a vidas inútiles.
Y si han seguido mi relato con la debida atención, muchos de ustedes ya habrán adivinado que, con el único —y espero que disculpable— propósito de sorprenderles, no me equivoqué de principio cuando comencé a contarles esta historia, sino que empecé a narrársela directamente por su final. Como ya les dije, ¿acaso un principio no es siempre el final de otra historia? Por otro lado, quienes me han acompañado en otras narraciones ya deberían saber que hay historias que no pueden empezar por su principio, y posiblemente esta sea una de ellas. Así que ha llegado el momento de desvelarles que, como algunos ya sospechan, el escritor no se enroló en el buque con su verdadero nombre, sino con el de Griffin, el protagonista de su novela
El hombre invisible
. Y lo hizo porque esa iba a ser su única tarea: ser invisible. Para ello debía pasar lo más desapercibido posible, abortar todo intento de camaradería con la tripulación, y sobre todo, comportarse como un niño en un museo, evitando tocar nada, pues temía que un gesto suyo, por trivial que fuera, trastocara el tiempo alterando el orden natural de los acontecimientos.
Y así fue como el buque
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, un ballenero de pasado glorioso cuyo casco había sido reforzado con una doble capa de roble africano para hacer frente a los hielos del Polo Sur, zarpó de Nueva York llevando un tripulante más de lo previsto, un marinero tan enclenque como reservado que contemplaba el horizonte con una extraña inquietud, como si conociera el fatal destino que les aguardaba.
Pasar desapercibido y no tocar nada, esas eran sus prioridades en aquel viaje. Y las respetó a pesar de descubrir lleno de incredulidad que entre la morralla humana que atestaba el buque se hallaba al escritor Edgar Allan Poe. Por aquel entonces, Poe era un muchacho pálido que ni siquiera había escrito todavía
Al Aarraf
. Al parecer, se había enrolado en el
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como sargento de artillería para huir de West Point, y aunque nada le hubiera gustado más a Wells que entretener la aburrida travesía departiendo tranquilamente con quien con el paso del tiempo sería uno de sus escritores favoritos, dejándose embrujar por cada palabra o gesto del artillero, se limitó a hablar con él solo lo imprescindible, pues cuanto menos lo hiciera más posibilidades tendría de no ser descubierto. Y si alguien en ese tosco rebaño podía descubrir que no pertenecía a aquella época, ese era sin duda Poe, el futuro autor de los cuentos deductivos del detective Auguste Dupin.
Su única distracción durante la travesía consistió, pues, en beber ron y en esforzarse en reír las vulgares bromas de sus compañeros, y una vez sobrepasaron las islas Kerguelen con más de un mes de retraso sobre el calendario previsto, en contemplar con una mirada piadosa los denodados esfuerzos del capitán MacReady para que el buque no encallara en el hielo, sabiendo que terminaría haciéndolo.
Cuando el viejo ballenero finalmente quedó atrapado en las fauces de la nieve, Wells asintió para sí, como un director de teatro satisfecho con la labor de los actores. La tripulación pareció encajar aquella contrariedad que podía llevarlos a la muerte con serena resignación. Se trataba de esperar hasta el deshielo sin agotar los víveres ni dejarse ganar por la locura. Poco más se podía hacer, dadas las circunstancias, aunque Reynolds, el responsable de aquella excéntrica expedición, no dejara de recordarle al capitán que debían explorar el terreno en busca del acceso al centro de la Tierra, pues estaba convencido de que esta estaba hueca. Y eso que Verne todavía no había escrito su famosa novela.
Pero Wells no esperaba nada de eso, naturalmente. Lo único que esperaba era ver lo que una semana después, cuando ya empezaba a creer que no iba a suceder nada, cayó al fin del cielo. Cuando apareció, tuvo la extraña sensación de haber sido él quien había encargado aquel espectáculo aéreo para dar una sorpresa a los demás. Contempló a la aeronave surcar el cielo y estrellarse cerca de las montañas con la misma mueca de perplejidad que sus compañeros, pues, después de todo, Wells nunca la había visto volar. Y comprendió que a partir de entonces todo sucedería tal y como ya había sucedido, sobre todo si él lograba mantenerse lo suficientemente al margen para preservar los acontecimientos. La irrupción de la aeronave en aquel paisaje desolado provocó el desconcierto en la tripulación, y el escritor no pudo evitar sonreír divertido cuando algunos aseguraron que era un meteorito. Él sabía perfectamente qué era. Sabía incluso quién la pilotaba y desde dónde venía. Con británica puntualidad, el Enviado había acudido a la cita que ambos tenían en aquel islote de hielo alejado del mundo.
Pero no teman, no voy a aburrirles relatándoles de nuevo unos sucesos que ya conocen sobradamente, aunque sí me gustaría compartir con ustedes algunos de los sentimientos y zozobras que sacudieron durante la expedición al otrora esquivo y callado marinero Griffin, ahora que ya todos pueden identificarlo como el escritor H. G. Wells. Estoy seguro de que, conociéndole tan bien como le conocen, no dejará de resultarles interesante la manera en que su pulcra y remilgada mentalidad tuvo que hacer frente a las diversas vicisitudes que marcaron aquellos escalofriantes días a bordo del
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. Como cuando, durante el viaje de exploración hacia la aeronave, se vio obligado a improvisar una delirante historia para justificar ante Reynolds su insistencia en embarcar en el
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, tan inconsistente y absurda que casi pensó que le expulsarían por incompetente del gremio de los escritores. O como cuando tuvo que explorar los alrededores de la aeronave en busca de su presunto tripulante, sabiendo ya de lo que era capaz. Y cómo describirles la mezcla de desaliento y frustración que le fue embargando mientras aguardaban en el
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el ataque de la criatura que había despedazado a un oso polar en el hielo, sabiéndose el único de toda la tripulación capaz de sospechar que el llamado monstruo de las estrellas tal vez ya estuviese encerrado allí con ellos, convertido en uno de los marineros.
¡Pobre Wells, qué gran responsabilidad había caído sobre sus hombros! ¡Y qué solo y ridículo se sentía dentro de aquel barco condenado, sin saber qué debía hacer exactamente para impedir lo inevitable! El tiempo devanaba su madeja de horas sin que ningún plan de los que su mente hilaba con desesperación se le antojara mejor que aquella locura improvisada por Clayton en las alcantarillas. El que juzgó menos disparatado —y que les dará una idea de cómo eran los desechados— se le ocurrió en una de sus minuciosas exploraciones por el barco, en busca de cualquier cosa que pudiera usar contra el Enviado, ya que sabía de primera mano que las balas no le causaban el menor daño. Encontró varias cajas rebosantes de cartuchos de dinamita en la santabárbara, y de inmediato comprendió que aquello era lo único que habría en el
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capaz de matarle. Wells nunca había manipulado dinamita, pero no creía que resultara complicado, aunque dudaba que el Enviado se estuviera quieto para que él pudiera arrojarle un cartucho a los pies manteniendo la suficiente distancia para no morir también en la explosión. Y esperar sentado tranquilamente en alguna parte a que el monstruo fuera por él, como había hecho Murray en las cloacas londinenses setenta años después, no era algo que le apeteciera demasiado. Sobre todo teniendo en cuenta que en el buque no había ninguna bella muchacha que pudiera abrazarlo durante el desagradable trance. De ser así, tal vez se lo hubiese pensado. Fue entonces cuando su vista se posó en uno de los muchos arpones que había en la armería, y se le ocurrió que, si le ataba un par de cartuchos y lo lanzaba con la suficiente fuerza y puntería sobre el Enviado, tendría una posibilidad entre un millón de conseguir ensartarlo, lo cual era mejor que nada.
Dos días después, mientras Wells todavía seguía tratando de encontrar un plan mejor que el del arpón y la dinamita, el doctor Walker fue salvajemente despedazado por el monstruo de las estrellas. Le atacó en la enfermería, cuando se disponía a amputarle el pie derecho al marinero Carson, por lo que el escritor no necesitó más pistas para comprender no solo que el Enviado rondaba por el buque, sino también bajo qué aspecto. Todos se alarmaron y, a una orden de un cada vez más desconcertado MacReady, inspeccionaron el barco de arriba abajo en busca del agujero por el que sin duda habría entrado el monstruo, pero no encontraron nada, naturalmente. Concluyeron que, de algún modo misterioso, el monstruo podía entrar y salir del
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sin llamar la atención, como el demonio que era. Pero Wells no creía en demonios. Es más, el escritor incluso consideró la posibilidad de delatar a Carson. En realidad, consideró una a una el abanico de posibilidades que se abría ante él, aunque ninguna de las opciones llegó a entusiasmarle lo suficiente como para llevarla a cabo. Avisar a todos sus compañeros de que aquel hombre no era Carson, sino un marciano que había adoptado su forma, o intentar asesinarle a sangre fría en cuanto tuviera oportunidad, quizá dejándole un cartucho de dinamita en el calzón mientras dormía, y esgrimir dicho argumento como defensa en el juicio al que sin duda le someterían cuando descubrieran su crimen, le parecieron las formas más fáciles de acabar encerrado por loco, por asesino, o por ambas cosas a la vez. Estaba claro que debía continuar esperando, manteniéndose al margen de los acontecimientos. Ya le llegaría el momento de intervenir. Así que Wells intentó tranquilizarse y se limitó a espiar los movimientos de Carson con el mayor disimulo posible, preguntándose dónde estaría el cadáver del verdadero marinero. Probablemente allí fuera, en alguna parte, tirado en el hielo. Mientras le vigilaba, le resultaba curioso que el Enviado no lo reconociera, que no lo espigara del trigal de sus compañeros con una mirada de sorpresa, dado que ya habían hablado en las alcantarillas de Londres… Continuamente tenía que recordarse que nada de eso había sucedido todavía, por muchos recuerdos que tuviera de ello.