Comprendió que el desenlace no tardaría en producirse cuando, el día en el que montaba guardia a estribor, vio llegar a Reynolds de la nieve, gritando que Carson había muerto, que había tropezado con su cadáver cerca de la aeronave. Al descubrir que el difunto Carson se hallaba haciendo guardia en el barco en aquel mismo instante, Reynolds se había dirigido hacia él como un sonámbulo, mientras Wells lo seguía con la mirada. Fue entonces, al observarles conversar brevemente mientras los perros ladraban enloquecidos, cuando comprendió que el Enviado, quizá al sospecharse descubierto, dejaría de fingir y adoptaría su verdadero aspecto. Tras la charla, el explorador se dirigió a su camarote sin ni siquiera mirarlo, por lo que no le costó deducir que, por alguna extraña razón que no podía entender, aquel estúpido había decidido guardarse para sí mismo su descubrimiento. ¿Lo habría citado en su camarote para proponerle algún trato? No lo sabía, pero poco importaba la estrategia que Reynolds pensara seguir. Todo apuntaba a que la masacre estaba a punto de comenzar, pues el explorador estaba jugando con una bomba que iba a estallarle en las narices. Y así fue, como todos ustedes saben.
Quizá se pregunten ahora si en algún momento de la orgía de tiros, explosiones, sangre y monstruosas transformaciones que se desencadenó a continuación, a Wells se le pasó por la cabeza desentenderse del destino de la humanidad, de todos aquellos a los que amaba pero aún no habían nacido, e intentar salvar únicamente su propio pellejo. Por increíble que pueda parecerles, la respuesta es no, y es algo que puedo asegurarles sin problemas, pues nada resulta más fácil para mí que leer en el alma de los personajes que pueblan esta historia. Sin embargo, para serles absolutamente sincero, también he de decirles que no lo hizo movido por su sentido del deber o por altruismo, sino porque, desde que el Apocalipsis se había desencadenado en aquel olvidado pedazo de hielo, Wells había sido incapaz de concentrarse en otra cosa que no fuera evitar por todos los medios que el secreto mecanismo que anidaba en su mente volviera a activarse, despeñándolo de nuevo por los acantilados del tiempo, Dios sabía hacia dónde. Y quizá fuera la atención casi obsesiva que puso en ello, tratando de impedir en todo momento que el corazón se le desbocara, lo que también le ayudó a sortear el pánico, permitiéndole enfrentar con una serena frialdad el horror que le rodeaba. De ese modo pudo colocar su pistola en la sien del fiero capitán para obligarle a hacer caso a Reynolds, dirigirse más tarde hacia la armería moviéndose por el infierno en el que las explosiones habían convertido el buque con inquietante tranquilidad, como si dispusiera de un salvoconducto sellado por el mismísimo diablo, y atar los cartuchos de dinamita al arpón cuidadosamente, para emerger luego a cubierta y saltar al hielo sin perder la calma en ningún momento, ni siquiera cuando contempló cómo la última detonación reducía el
Annawan
a un retorcido amasijo de hierros en mitad de un campo sembrado de cadáveres mutilados, y comprendió que, lograra o no completar su misión, sus escasas esperanzas de volver a la civilización acababan de desvanecerse.
Imagínenlo ahora tirado en el hielo, disimulado entre las víctimas de la explosión, desorientado y dolorido. La detonación que había destrozado el
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había sido tan terrible que le había obstruido los oídos, y el paisaje se le antojaba como arropado por un silencio ancestral, el silencio congénito en el que el mundo había reposado antes de que el Hombre lo mancillara con sus ruidos artificiales. Las llamas que envolvían los restos del buque empezaron a extinguirse lentamente, como la memoria de los viejos. Wells recordó entonces que el Enviado había tenido que sobrevivir a la explosión, pues había acabado enterrado en el hielo, así que estudió con atención los despojos que alfombraban la nieve, hasta que sus ojos se clavaron con pavor en un bulto que se agitaba levemente. Se hallaba a unos treinta metros de él, pero a pesar de la distancia, cuando la silueta comenzó a levantarse, Wells pudo comprobar que aquel superviviente no era humano. Las llamas prendían el extraño hábito que lo cubría, convirtiéndolo en una especie de antorcha, aunque eso no parecía producirle el menor dolor. Temiendo que lo descubriera, Wells apoyó la cabeza en la nieve y se mantuvo inmóvil, como un despojo más, espiando sus evoluciones. Suspiró aliviado al observar al monstruoso insecto caminar en dirección contraria y, frunciendo el ceño, distinguió dos siluetas más levantándose con urgencia de la nieve. Le pareció que eran Allan y Reynolds, que en aquel instante corría hacia la jaula de los perros, y sonrió para sí. Cuando Reynolds abrió la puerta de la jaula, una jauría enloquecida enfiló hacia el Enviado, que replegó su coraza, dejando libre sus afilados aguijones, y de un golpe brutal, partió en dos al primero de los perros que saltó sobre él. Enseguida quedó claro que los animales apenas le supondrían una pequeña molestia. Tras destripar al último de ellos con visible desdén, Wells lo contempló mientras caminaba sin ninguna prisa, saboreando su victoria, hacia sus compañeros, que al parecer habían resuelto dejar de correr. Para qué retrasar lo inevitable. Y cuando la espantosa criatura se detuvo a unos cinco metros de ellos, lanzando un bramido triunfal, Wells supo que no dispondría de un momento mejor para intentar ensartarle con el arpón. Si no hacía nada, el Enviado acabaría congelado en el hielo, por mucho que no se le ocurriera cómo iban a conseguir eso Allan y Reynolds. Aunque a la larga aquello no impediría la invasión, como él bien sabía. Debía acabar con el marciano para siempre, no momentáneamente. Para eso estaba él allí. Para eso había cruzado el tiempo y el espacio.
Resuelto a acabar con el monstruo, Wells se levantó de un salto, con el arpón bien sujeto, y fue entonces cuando lo sintió. Miró a su alrededor durante unos segundos, un tanto aturdido, con la sensación de que algo no iba bien, pero sin saber qué era. Todo seguía igual que hacía un momento: el buque carbonizado, los cadáveres desperdigados por la nieve, el monstruo a punto de despedazar a sus compañeros, pero todo parecía al mismo tiempo tan lejano… Quizá no las distancias, que seguían siendo las mismas, pero sí todo lo demás: la macilenta luz del crepúsculo todavía era más tenue, el frío resultaba mucho menos acerado, la nieve no parecía humedecer sus ropas, el aire ya no transportaba ningún olor —ni el de la madera quemada, ni el de la carne chamuscada, ni siquiera el de su propio sudor—. Faltaba intensidad, realidad, brillo, no sabía qué, aquello que hacía que las cosas existieran. Daba la sensación de que todo se había alejado de allí, sin alejarse de allí. Como si estuviese en el recuerdo de aquel sitio, en el momento ya pasado de aquel sitio, en lugar de estar en aquel sitio… Y Wells comprendió, de repente, con una dolorosa e insobornable certidumbre, que iba a sucederle de nuevo, que iba a saltar en el tiempo otra vez. Se apresuró a prender las mechas de los cartuchos con manos temblorosas, rogando por que su cuerpo resistiera todavía unos segundos más en aquel presente. Ignoraba la antelación con la que aquellos síntomas, aquella sutil decoloración de la realidad, anunciaban el salto, pues ni dormido ni en la poza había sido consciente de ello, pero esperaba que al menos le quedase el tiempo suficiente para lanzar el arpón. Contempló tensarse al cuerpo del monstruo, preparándose para el inminente ataque. Aguanta, se ordenó Wells a sí mismo, no saltes, maldita sea, todavía no. Y tomando un poco de carrera, echó el brazo hacia atrás y lanzó el arpón hacia la silueta del Enviado, convencido de que fallaría, de que quizá incluso ensartaría a Allan o a Reynolds. Pero para su sorpresa, lo vio hundirse en la espalda de la criatura, quebrando fácilmente aquella especie de caparazón cartilaginoso que la cubría. El Enviado profirió un terrible quejido, e intentó arrancárselo torpemente, mientras se retorcía de dolor y su apariencia comenzaba a cambiar, mostrándole a Wells la colección de cuerpos que había adoptado hasta entonces en una alocada sucesión de metamorfosis. Hasta que finalmente estalló en mil pedazos, emitiendo un ruido sordo que al escritor le pareció tan lejano como las montañas del horizonte. Sin tiempo para esquivarlo, Wells recibió un baño de sangre verdusca y fue apedreado por una granizada de trozos de carne y huesos, que lo hicieron relucir vagamente cuando, agotado, se clavó de rodillas sobre la nieve. El humo de la explosión se disolvió, permitiéndole distinguir a Reynolds y a Allan sentados sobre el hielo, observándole con una mezcla de estupor y agradecimiento, sanos y salvos, aunque extrañamente incorpóreos, como si estuvieran pintados en una sábana tendida a contraluz.
Comprendiendo que lo había conseguido, Wells se entregó al fin a aquella extraña sensación. Había vencido, se dijo, mientras la fatiga y la tensión acumulada se transformaban en una sensación de vértigo cada vez más intensa. Sintió entonces cómo era despojado de su propio peso, arrancado de su propia carne, y con ello de la dolorosa fatiga que lo embargaba e incluso parecía mantenerlo cohesionado. Pero aquella sensación solo duró un segundo. Al instante siguiente, Wells volvió a sentirse encajonado en sí mismo, doblegado por el yugo de su propio peso. Un vómito repentino le subió a la garganta, escapándosele por la boca y trazando sobre la nieve un garabato de inmundicia. Tosió, una, dos, tres veces, tratando de sobreponerse al mareo. Cuando la vista se le aclaró, comprobó que seguía arrodillado en el mismo sitio, sobre la misma nieve, que parecía haber recuperado de nuevo toda su consistencia, volviendo a enfriarle y a mojarle como desde siempre ha hecho la nieve. Pero al no ver ante sí ni a Allan ni a Reynolds, comprendió que ya no seguía en el mismo tiempo.
Aunque ¿cómo podía saber a qué año había ido a parar si lo que le rodeaba no era más que una infinita extensión de nieve, idéntica a la que había abandonado, purgada de cualquier vestigio de civilización? Podía haber saltado tanto al pasado como al futuro. Pero eso no importaba demasiado: estuviera donde estuviese, se encontraba en las mismas condiciones que en el presente por cuyos bordes se había escurrido, a merced del frío y el cansancio, aunque además estaba solo. Cuando se repuso del mareo, Wells se incorporó y paseó una desconsolada mirada a su alrededor, certificando que su soledad era absoluta: no había rastro del
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, ni de los pedazos del monstruo, ni de sus compañeros. No había rastro de nada. ¿Y qué podía deducir de eso? No demasiado, ciertamente. La ausencia del buque podía significar que se hallaba en el pasado, en un año anterior a 1830. Aunque también podía encontrarse en un futuro lo suficientemente remoto como para que los restos del
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se hubiesen desintegrado. Fuera como fuese, era un hombre solo en mitad de un pedazo de hielo de la Antártida, expuesto a la crueldad de los elementos, sin recursos, sin esperanza, sin la menor opción de sobrevivir. Ese pensamiento le inundó de pánico, y durante unos minutos Wells desaguó su furia gritando en la nada. No podría encontrar un lugar mejor, pues gritar allí era como no gritar. Al poco, algo más sereno y dulcemente acunado por el agotamiento, se encontró al fin preparado para asumir sin aspavientos dramáticos que moriría allí, congelado o por inanición, eso era lo de menos. Sería, en cualquier caso, una muerte horrible. Su único consuelo era que había acabado con el Enviado, aunque no había modo alguno de comprobar si también había abortado la invasión. Quiso pensar que sí, que como el propio Enviado le había dicho, sin su intervención, sus hermanos acabarían extinguiéndose, envenenados lentamente por el aire de su planeta. Sí, quiso morir creyendo que había devuelto la paz al tiempo del que provenía.
Echó a andar sin ningún motivo, simplemente porque el frío resultaba mucho más fácil de soportar si se mantenía en movimiento. Caminó a la deriva, sin molestarse en orientarse —dudaba que pudiera conseguirlo o que eso sirviera de algo—, envuelto en aquella penumbra triste que sumía el paisaje, arrastrando con cada uno de sus pasos el peso del desamparo. Nada de lo que había vivido en su vida le había hecho sentir más miedo que el que le producía la situación en la que se hallaba ahora, pues lo esperaba una muerte lenta, agónica y solitaria, tal vez poblada de alucinaciones y desvaríos, y nadie merecía morir así, a espaldas del mundo, ignorado por todos. Moriría sin dignidad ni público, como si su muerte fuera una deprimente función a la que nadie quería asistir. Moriría solo para sí mismo. Moriría incluso sin saber cuándo, ignorando qué año completaría la fecha de su hipotética lápida. Y morir así era como no morir.
Se levantó entonces una tormenta de nieve, que empezó a azotarlo violentamente. En cuestión de segundos, Wells apenas veía nada a su alrededor. Y el acto de respirar se convirtió de pronto en algo semejante a tragar cuchillas afiladas que le desgarraban la garganta en su ruta hacia los pulmones. La nieve comenzó a depositarse sobre sus ropas, redoblando su peso y dificultando su errático caminar, hasta que el agotamiento, y sobre todo la inutilidad de todo aquello, le hicieron caer de nuevo de rodillas. El frío resultaba cada vez más insoportable, y comprendió que iba a morir congelado, experimentando en su propio cuerpo el terrible proceso de la congelación. Según había estudiado, se le formarían pequeños cristalitos primeramente en los dedos de pies y manos, donde la sangre tendría difícil acceso debido a la vasoconstricción, provocándole una agonía de dolores absolutamente insufribles en las extremidades, las cuales, poco a poco, dejarían de responder a sus órdenes. Después llegarían las arritmias, lo vencería una insensibilidad absoluta que le impediría notar cualquier parte de su cuerpo, hasta el punto de orinar y defecar sin autocontrol, y luego se sucederían las paradas respiratorias, que le llevarían al borde de la asfixia, se le paralizarían la glotis y la laringe, y finalmente, tras varias horas sumido en un desagradable adormecimiento, perdería la consciencia y terminaría muriendo sin ni siquiera darse cuenta.
Espantado ante aquella perspectiva, Wells se ovilló sobre la nieve, maldiciendo, llorando, riendo, deseando no haber estudiado en los libros lo que estaba a punto de experimentar en su carne. El tiempo transcurrió por pura inercia, aunque quizá no lo hiciera, pues nada había allí que señalara su paso, y el frío se intensificó tanto que trascendió su propio significado, convirtiéndose en otra cosa, hasta que el escritor no supo dónde acababa el frío y empezaba él, pues todo parecía ser la misma cosa. Él era el frío, y por mucho que se esforzaba en sentir los límites de su propio cuerpo, no encontraba ninguna frontera de carne que lo delimitara. El entumecimiento era tal que temió haber muerto en algún momento del proceso, sin que su cuerpo pudiera notificárselo. Pero pensaba, podía forjar pensamientos, podía evocar la sonrisa de Jane, y eso significaba que aún no había muerto, aunque no tardaría en hacerlo, apagándose con la lentitud de una hoguera que nadie aviva.