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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (93 page)

BOOK: El mapa del cielo
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Pero aunque todo estaba en orden, aunque cada cosa parecía estar justo donde la recordaba, Wells sintió una molesta sensación de inquietud jugueteando con sus tripas. De pronto, tuvo la desagradable impresión de que había algo incorrecto en todo aquello, un detalle fuera de lugar, pero no supo cuál. Volvió a estudiarlo todo, esta vez con mayor atención, intentando descubrir la anomalía: la gente se agolpaba ante el cilindro, Emma lo observaba haciendo girar nerviosamente su sombrillita desde la distancia, el agente Clayton atravesaba en aquellos instantes entre la multitud para hablar con el capitán de policía que estaba al mando, tal y como Wells recordaba que había hecho la primera vez, y su gemelo permanecía obediente en su sitio, sonriendo con ironía ante el cilindro marciano, con su traje de cuadros refulgiendo a la luz de la mañana… ¡Un momento!, se dijo de repente con un ramalazo de pavor. ¡Eso era! ¡Eso era lo que no encajaba: el traje, el traje de cuadros que vestía su gemelo! Con un escalofrío, Wells recordó que había visto aquel traje en el escaparate de la sastrería donde solía comprar, y que, tras pensárselo mucho, tratando de discernir si aquel atrevido estampado resultaba elegante o ridículo, había decidido jugar sobre seguro y adquirir un terno marrón oscuro similar a los que solía vestir, que no alteraría la armoniosa convivencia que reinaba dentro de su armario, y que había estrenado precisamente aquel día… Sin embargo, su gemelo lo había comprado, revelándose más osado que el original, y había tenido la desfachatez de acudir con aquella indumentaria a ver la máquina marciana.

Wells lo observó, desconcertado ante el pequeño acto de rebeldía de su doble, que se había permitido improvisar en vez de ceñirse a su papel, y se preguntó cómo había podido hacer tal cosa sin que el universo estallara en mil pedazos, o como mínimo sufriera algún tipo de temblor, similar al que causaría una piedra al impactar en la superficie de un estanque. El escritor se acordó entonces de la cicatriz que adornaba su mandíbula, otra anomalía a la que en principio no había dado importancia. Y aquellos cambios nimios, pese a no modificar nada esencial, le resultaron de algún modo sobrecogedores, pues anunciaban que aquella no era su realidad. No, no lo era. Se le parecía enormemente, pero difería de ella en algunos detalles. Acababa de descubrir un par de ellos, pero seguramente habría muchos más. Mientras se espiaba a sí mismo, había estado tan atento a los hechos cruciales que no se había preocupado de los detalles que, como la cicatriz de su barbilla y el vistoso traje de cuadros, parecían susurrarle al oído que no se hallaba en su universo.

Pero ¿cómo era posible que no se encontrara en él? Wells había viajado en el tiempo hasta 1829, había realizado un cambio lo suficientemente trascendente como para alterar el futuro, y luego había saltado hasta 1865, un año antes de su nacimiento, para encontrarse con el mundo que él mismo había modificado. Así pues, los únicos cambios que debía haber a su alrededor debían ser, sin la menor duda, los derivados de la aniquilación del monstruo, y le costaba creer que el hecho de que su gemelo se hubiese comprado un traje de cuadros fuese uno de ellos. Eso solo podía significar que, por alguna razón que no lograba entender, no había regresado a la línea temporal de la que había partido. No, había regresado a otra realidad, parecida pero no idéntica.

Wells sacudió la cabeza, mientras contemplaba al agente Clayton, que regresaba junto a su gemelo. Sus propias conclusiones le habían sorprendido. Pero quizá estuviese en lo cierto, después de todo. ¿Y si los saltos en el tiempo no se realizaban a lo largo de la misma línea temporal? ¿Y si lo que él llamaba universos paralelos no germinaban con cada cambio efectuado, sino que ya estaban allí, creados de antemano? El escritor imaginó un universo de infinitas realidades superpuestas como capas de hojaldre, un catálogo de todo cuanto podía suceder o imaginarse, cuyos estratos, dependiendo de la proximidad, se diferenciaban de los vecinos en detalles tan insignificantes como un traje de cuadros o tan trascendentes como la aniquilación de una criatura del espacio. Sí, habría mundos donde todavía no se habría inventado la máquina de vapor, o no se habría abolido la esclavitud, o no habría habido ninguna epidemia de cólera, o los osos polares y los esquimales vivirían en el Polo Norte y no en el Polo Sur, o Shelley no habría muerto al naufragar el
Don Juan
y Darwin se habría ahogado al hundirse el
Beagle
, o simplemente Jack el Destripador no habría asesinado a Mary Kelly la noche del 7 de noviembre, sino dos días después. Las posibilidades eran infinitas. Y en todos esos mundos él tendría un gemelo, existiría un Wells: habría un Wells casi idéntico a él, pero alérgico a las ostras, y un Wells que no habría sido escritor, sino profesor, y un Wells que habría escrito las insufribles novelas de Henry James, y también, naturalmente, un Wells que no podría viajar en el tiempo… Habría cientos, miles, infinitos Wells repartidos por un universo también infinito. Y él era capaz de saltar de una realidad a otra, poseía… ¿ese talento?, ¿esa enfermedad? ¿O quizá era más exacto decir esa maldición? No importaba. Lo llamara como lo llamase, lo cierto era que le permitía saltar de un mundo a otro, por lo que no había viajado a su pasado, sino a otro pasado, el pasado de otro universo. Pero a un pasado en el que el Enviado también se había estrellado en la Antártida con su aeronave, y en el que el
Annawan
también había encallado en la nieve —porque existían miles de realidades donde esos sucesos no habían ocurrido—, un pasado, en definitiva, idéntico al suyo salvo en algún detalle tan nimio que no le había permitido darse cuenta de que se había traspapelado a otra realidad. Y luego, tras aniquilar al Enviado, había viajado a otro futuro paralelo, al futuro de un universo en el que su gemelo vestía con una osadía que él jamás había mostrado.

Un universo, se dio cuenta de repente, en el que tal vez nadie había aniquilado al Enviado. Sintiendo un estremecimiento de pavor, Wells contempló el cilindro, preguntándose si, después de todo, lo que se alojaba en su interior no sería un auténtico marciano.

En ese instante, la tapa del artefacto comenzó a descorrerse, y la multitud se sumió en un silencio unánime y reverente. Allí delante, en la primera fila, su gemelo y el agente interrumpieron la conversación que estaban manteniendo, y ambos clavaron sus ojos en el cilindro. Si no recordaba mal, Clayton debía de estar informando a su gemelo de que en menos de una hora el ejército tendría rodeado al cilindro, y este estaría intentando convencerle de que tal despliegue era innecesario. Pero tal vez no lo fuera, como tampoco lo fue entonces, se dijo Wells, recordando el rayo que había brotado del artilugio aquella primera vez, acertando de lleno a cuatro o cinco individuos que en cuestión de segundos se encontraron envueltos en llamas, y convirtiendo el prado en un matadero. ¿Era eso lo que iba a volver a pasar? ¿No había servido de nada que aniquilara al Enviado? Wells contempló cómo la tapa caía al fin a un lado, provocando cierto estruendo. Y sintiendo cómo el corazón se le desbocaba, se preparó para morir fulminado por el rayo calórico.

Durante unos segundos no ocurrió nada. Y entonces, del interior del cilindro surgió una especie de bengala, que ascendió súbitamente hacia el cielo de la mañana para estallar en las alturas con un suave estampido, dibujando en el aire una resplandeciente flor rojiza. Casi de inmediato, a aquel disparo le siguió otro, y luego otro más, y otro, de modo que el cielo se convirtió en un jardín de palmeras luminiscentes, rosas refulgentes y enredaderas brillantes. Wells lo contempló desconcertado, pero apenas dispuso de tiempo para comprender que el cilindro marciano estaba lanzando fuegos artificiales, pues de su interior escapaba ahora una bandada de pájaros exóticos, una riada de color que enseguida se dispersó en todas direcciones, volando sobre los sombreros de la maravillada concurrencia como en un Pentecostés pagano. Se oyó a continuación una música festiva, que al principio todos creyeron que provenía también del interior del cilindro, hasta que la melodía se intensificó, obligándoles a girar sus cabezas al unísono hacia el conjunto de árboles cercanos, de donde vieron aparecer una banda de música. Los músicos, ataviados con chaquetas de vistosos colores, avanzaron por el prado con zancada de desfile, agitando el aire con las alegres notas de sus trompetas, tambores y platillos. Y tras ellos, para asombro de todos, surgieron en tropel una docena de caballos sobre cuyas grupas hacían equilibrio bellas bailarinas. En ese instante, sin dar tregua a los espectadores, el vientre del cilindro liberó un puñado de faquires que comenzaron a escupir al aire bolas de fuego.

Wells contempló todo aquello preso de una maravillada estupefacción, mientras una inmensa y regocijante sensación de alivio le recorría el cuerpo. Al parecer, no iba a morir. Ninguno de los que se encontraban allí iba a morir. Había ido a parar a un universo distinto del que había partido, pero era evidente que en aquel universo el Enviado no había llegado a caer nunca en la Antártida; quizá se había estrellado en algún otro planeta, o quizá continuaba congelado en el hielo, donde todavía no había sido encontrado, o tal vez algún otro gemelo suyo procedente de otra realidad había terminado con él de la misma manera que él lo hiciera en el otro mundo. Fuera como fuese, el cilindro que tenía delante era obra exclusivamente de Murray. Los auténticos cilindros marcianos, si habían llegado a existir alguna vez en el mundo en el que ahora estaba, debían de permanecer enterrados bajo tierra, en alguna parte, y allí continuarían hasta que el óxido y la eternidad acabaran descomponiéndolos.

Con una sonrisa eufórica, se olvidó del asunto y trató de disfrutar del espectáculo que se desbordaba a su alrededor, aunque no sabía hacia dónde mirar, pues de cualquier parte imaginable, en una frenética sucesión de maravillas, surgían tragasables, malabaristas, hombres encaramados a extraños triciclos, perritos amaestrados que bailaban sobre la hierba, payasos que daban volteretas y se lanzaban tartas, e ilusionistas que sacaban palomas de sus chisteras. Y entonces, cuando ya no podía dar ningún miedo, el marciano salió del interior del cilindro. Su aparición provocó una hilaridad absoluta, pues no era otra cosa que una grotesca marioneta, que enseguida comenzó a moverse con divertida torpeza al ritmo de la desenfadada música. Lo que realmente sorprendió a los espectadores fue el cartel que sujetaba entre sus tentáculos de trapo y que, en floridas letras escarlata, rezaba: ¿QUIERES CASARTE CONMIGO, EMMA? Entre risas y aplausos, los allí congregados se miraron divertidos unos a otros, intentando adivinar quién sería la tal Emma a quien iba dirigido el cartel, la mujer para quien aquel misterioso pretendiente había organizado todo aquel jolgorio. Pero solo Wells contempló a la muchachita de la sombrilla, que algo apartada del bullicio, observaba aquel espectáculo en su honor llena de incredulidad.

Y en ese instante, la melodía dio paso a un emocionante redoble de tambores. Todos pasearon una mirada de expectación a su alrededor, contemplando el cilindro, los árboles del fondo, incluso mirándose desconcertados unos a otros, buscando aquello que los tambores anunciaban cada vez con mayor entusiasmo. Pero nadie acertó a mirar en la dirección correcta, pues de repente, una enorme sombra, similar a la que produciría una revoltosa nube pasando por delante del sol, se derramó sobre el prado como un adelanto de la noche. Todos levantaron la vista, incluido Wells, y descubrieron con sorpresa un gran globo aerostático flotando sobre sus cabezas. Todavía se hallaba demasiado alto para distinguir quién ocupaba su cesta, de la cual solo se apreciaba la base, pero su inmensa esfera, pintada de vistosos verdes, amarillos y turquesas, lucía una pomposa «G» dorada, con relieves de brillante pedrería. Apenas unos segundos después, el globo comenzó a descender, desencadenando el clamor del público. Cuando se halló a una docena de metros del suelo, de la cesta cayó un manojo de cuerdas de colores, por las que varios saltimbanquis vestidos de lacayos con librea se apresuraron a descolgarse ejecutando vertiginosas cabriolas en el aire, hasta que tocaron tierra. Entonces comenzaron a preparar el aterrizaje del inmenso globo, rodeados por un grupo de zancudos que brincaban de un modo teatral, surgidos de Dios sabía dónde.

Poco a poco, la multitud pudo vislumbrar al único ocupante que quedaba en la cesta, el cual saludó a la concurrencia con una amplia sonrisa a medida que el globo se posaba en el suelo con la aparatosa flema de un elefante sentándose. A continuación, el hombre bajó de la cesta con ademanes majestuosos, ayudado por los lacayos saltimbanquis. Era un hombre impresionantemente alto, y delgado como Wells no lo había visto nunca, y el escritor tuvo que reconocer que, con tantos kilos menos y con la cuidada barba que le emboscaba el rostro, nadie podría identificarlo como el Dueño del Tiempo, trágicamente fallecido en la cuarta dimensión un par de años antes. Para rematar aquel delirante cuadro, Murray había escogido un traje de un malva brillante, una pajarita amarilla que algún mecanismo oculto hacía girar obsesivamente en su cuello y un largo sombrero de copa azul que exhalaba una humareda de chimenea, un humo teñido de naranja que se estiraba sobre el aire como una oruga imposible. Tras un último y dramático redoble de tambores, se hizo el silencio. El desconocido pareció entonces buscar a alguien entre el gentío. Cuando la encontró, se quitó el sombrero y le dedicó una exagerada reverencia. La multitud comprendió y se apartó, fabricando un túnel que partía del desconocido y desembocaba en una muchachita tan asombrada como hermosa, que observaba a su pretendiente sin saber qué hacer. Expectante, Murray sonreía, mientras su pajarita seguía girando y su sombrero escupía aquel humo fabuloso. Transcurrieron varios angustiosos segundos, durante los cuales todos aguardaron la reacción de la muchacha, hasta que al fin Wells distinguió una sonrisa asomando a sus labios, una sonrisa que, si bien al principio Emma intentó reprimir, no tardó en eclosionar, iluminando su rostro, y todos los allí presentes pudieron oír la carcajada más hermosa y cristalina que habían escuchado nunca. O eso quiso pensar románticamente Wells, que a pesar de que no pudo oírla a causa del bullicio, la recordaba a la perfección de la granja de Addlestone. Y mientras la banda celebraba el gesto de la muchacha atacando con ímpetu otra alegre melodía, Emma comenzó a avanzar con una sonrisa resuelta hacia el hombre que la esperaba junto al inmenso globo de colores, el hombre más grande, más estrafalario y más enamorado que había visto nunca.

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