El médico de Nueva York (16 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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—¿Ves, Betty? —se quejó Emma—. No aguantarán. Tengo el pelo demasiado fino. Siempre me pasa lo mismo.

—Deje de protestar, señorita Emma. Ya está. Está usted guapísima.

Emma lanzó un suspiro. Las trenzas habían quedado perfectas.

—Mira. —Algunos cabellos rebeldes empezaron a hacer acto de presencia—. Mamá me regañará... y a ti también —añadió maliciosamente—. Como si la oyera. —Emma alzó la voz, imitando el tono aristocrático de su madre—: «Pareces una mujer dejada. Dejada, dejada.»

Emma repitió la palabra hasta que prorrumpió en carcajadas; lloraba de risa.

Betty, siguiéndole la broma, subió el tono de voz y repitió la palabra «dejada» hasta que se retorció de risa en el sillón.

Emma dejó de reír y se sonó la nariz.

—Nada de lo que hago satisface a mi madre. No le gusta en absoluto mi aspecto. Desde que era una renacuaja oigo... —Volvió a imitar a su madre—: «No comprendo cómo un zoquete como tú ha podido salir de mis entrañas.» Cuando mi padre murió, los reproches empeoraron: «Nunca tuve una piel así. Mira cómo andas. ¿Por qué no caminas con elegancia, como yo?»

Mientras decía esto, Emma se paseaba por la habitación, imitando los pasos de su madre; Betty volvió a estallar en risas.

—Ojalá tuviera la tez pálida y el pelo dorado como mi tía Abigail. Ojalá tuviera su elegancia.

—Entonces sería su tía Abigail, no usted —señaló Betty entre risas.

—Eso sería fantástico. Ser otra persona. Me encantaría ser tú.

—No, seguro que no.

—Sí, me encantaría. Podría salir a pasear sola por la ciudad.

A Betty se le iluminaron los ojos.

—Vuelvo ahora mismo.

La doncella abandonó riendo la habitación de Emma.

Emma se había enamorado de Nueva York el mismo día de su llegada, hacía ya dos semanas. La ciudad tenía algo —a pesar de que sus habitantes estuvieran siempre refunfuñando— que la hacía sentirse feliz. En Nueva York nadie la juzgaba con dureza excepto, naturalmente, su madre.

Su madre la odiaba. Emma hacía muchos años que lo sabía. Era fea, patosa y, tal y como su madre solía decir, un quebradero de cabeza. Siempre le encontraba defectos y la regañaba continuamente.

Había cumplido los diecisiete años a bordo del
Rosamond,
en medio del Atlántico. El señor Jones, dueño de una plantación de tabaco en las Carolinas, se había mostrado muy agradable con ella, pero su madre lo acaparó. Por esa razón cuando el joven de la guardia marina, el señor Barrow, le había regalado un ramillete de nomeolvides azules —poco le había importado que estuvieran lánguidos y algo marchitos—, enseguida había simpatizado con él. Era alto, guapo e interesante.

Naturalmente, su madre se había puesto furiosa. Emma se había mirado en el espejo y descubierto que tenía unas erupciones en la cara; rompió a llorar. Su madre le había acusado de ser una dejada y le había prohibido salir del pequeño camarote durante las comidas.

Emma suspiró profundamente recordando los poco atractivos vestidos que su madre le había comprado antes del viaje. Le aplanaban los pechos, y casi parecía un hombre ataviado con ropas de mujer. Emma sabía que tenía los pechos tan bonitos como los de su madre; ésta solía alardear de sus senos e insistir en que le cortaran el escote más y más bajo.

El primer día, a la hora de cenar, Emma había intuido, por la expresión del rostro de Abigail, que en ella tenía una aliada.

Emma sabía que tarde o temprano —quizá antes de lo que muchos sospechaban— se casaría y formaría su propio hogar. ¿Qué importaba si el hombre con quien se desposaba era pobre? Su padre le había dejado dinero suficiente para vivir lujosamente en esa ciudad maravillosa, e incluso para casarse dos veces. De todas formas prefería tener sólo un marido, y niños, muchos niños. Estaba convencida de que sería una madre maravillosa.

Betty abrió la puerta. Llevaba un duplicado de su uniforme.

—¿Qué traes?

—Dijo que quería ser yo. Ahora tiene la oportunidad.

Emma consideró la oferta de Betty. Finalmente se dio unas palmaditas al pecho y exclamó:

—¿Por qué no?

Entre risas, Emma se quitó su atuendo para ponerse el vestido negro, el delantal y la cofia de encaje blancos.

—¿Qué tal estoy? —preguntó sonriente.

Betty se tapó la boca con la mano para apagar las carcajadas.

—Puede bajar por la escalera ahora mismo. ¿Desea salir al mundo?

A Emma le latía el corazón a toda velocidad.

—No puedo...

Betty la envolvió en su capa verde.

—Sí puede. ¿A que no sois capaz?

Emma sabía que no podía dejar escapar un desafío como ése. Con espíritu aventurero, respondió:

—Pues claro que sí.

Betty la guió hasta la escalera del servicio, que comunicaba directamente con la calle, y le entregó un cesto de la compra.

—Con esto parecerá una criada auténtica.

Emma tenía las mejillas encendidas de emoción.

—Tengo miedo.

Betty le dio un empujoncito.

—Váyase.

No había ningún lugar en particular que Emma quisiera visitar primero. La excitación de la aventura radicaba precisamente en haberla emprendido. Tan sólo deseaba pasear por las calles de Nueva York y ver a la gente.

Caminó por el Common con el cesto bajo el brazo.

Un chico con la cara llena de granos y cargado con unos fardos le dedicó unos ruidos groseros. Un soldado incluso se atrevió a pellizcarle el trasero y llamarla «encanto». Aparte del susto, Emma se sintió halagada. Nadie la tomó por una señorita de buena familia.

Mientras huía un tanto despavorida del soldado, Emma chocó contra un hombre muy atractivo.

—Perdone —murmuró, clavando la mirada en el suelo, en parte por vergüenza, en parte porque era lo propio de una doncella—, señor, —añadió, tapándose la boca con la mano.

—Eres muy bonita.

Emma se sonrojó. Antes de que pudiera abrir la boca para decir algo, el hombre ya le había comprado unos cacahuetes.

—Venga, paseemos un rato por aquí —sugirió al tiempo que le ofrecía el brazo.

Emma, incapaz de articular palabra, se limitó a asentir con la cabeza y cogerle del brazo. Caminó con él largo rato, olvidándose por completo del frío y la nieve.

El hombre le contó fabulosas historias acerca de sus aventuras. Después se puso serio para decirle que estaba preparado para abandonar esa vida aventurera y convertirse en un marido ejemplar. Estaba más que dispuesto a casarse y tener hijos.

—¿Cómo te gustaría que fuera tu esposa?

—¿Y tú me lo preguntas?

Se llevó la trémula mano de Emma a la boca para besársela.

A partir de ese instante, la joven fue incapaz de negarle nada. Así, cuando la condujo a su habitación, le permitió «la gloria de acariciarle los senos», como él lo expresó. Después de todo, vestía como Betty, era Betty; ésta habría hecho lo mismo que ella. Cuando quiso llegar más lejos, Emma no pudo negarse. Era demasiado guapo, parecía un príncipe.

Se le pasaron las horas sin enterarse. Regresó a la casa de Crown Street corriendo. Se sentía extremadamente feliz. Ella, la fea Emma, tenía un amante con quien estaba dispuesta a fugarse si éste se lo pedía. A menudo había pensado que el matrimonio —fuera quien fuera el marido que su madre escogiera para ella— le permitiría huir de la cárcel en que vivía. Lo ocurrido esa misma mañana superaba sus sueños más locos. Era como estar en el cielo. Se preguntó cómo reaccionaría su madre si regresaba un día a casa con un marido. Subió por las escaleras del servicio tranquilamente y entró a su habitación. Pensó que su madre no podría impedir en modo alguno que la herencia que su padre le había dejado pasara a manos de su marido.

26

Martes 23 de noviembre. Mediodía

El día empezó como cualquier martes en el
Rivington's New York Gazetteer,
esto es, con las máquinas imprimiendo desde el amanecer.

Antes de entrar en la imprenta ese mediodía, mientras observaban cómo Ben Mendoza y otros dos aprendices cargaban un carro con ejemplares del
Gazetteer
de la semana, Tonneman y Jamie oyeron un ruido semejante a un trueno lejano. El estrépito se oyó más fuerte, cada vez más cerca. Ben miró al cielo. No había signos de tormenta. Los chicos se miraron, se encogieron de hombros y optaron por terminar su trabajo.

James Rivington salió del taller.

—¿Qué es esa barahúnda? —No tardó en percatarse de la presencia de Tonneman—. Doctor Tonneman, ¿en qué puedo ayudarle?

—¿Ha venido alguien por lo del anuncio de Jane McCreddie?

Rivington quedó callado ante la magnitud del ruido. Todos se volvieron. Por encima de los edificios de la zona norte de la plaza se alzó una columna de polvo de nieve; detrás apareció una banda de forasteros montados a caballo, que entraron en Hanover Square empuñando las bayonetas y pisando cuanto se hallaba en medio del camino. Los bandidos se detuvieron delante de la imprenta. Algunos jinetes llevaban la cara cubierta con bufandas para ocultar su identidad. Al resto no le importaba que les identificaran.

Unos desmontaron y entraron en la imprenta.

—Caballeros —dijo Rivington abriéndose paso entre los intrusos.

Tonneman había oído hablar de esos grupos de rebeldes. La semana anterior habían atacado y quemado la casa de un juez lealista en Westchester y le habían emplumado.

Rivington no perdió la calma. Incluso se mostró educado con ellos.

—¿En qué puedo servíos?

—¿Qué te parecería irte de este jodido país? —señaló uno.

—Sal de aquí, Rivington —ordenó el líder del grupo—. Queremos enviar un mensaje.

Tonneman y Jamie aprovecharon para entrar en el taller detrás de Ben, que estaba visiblemente molesto.

Tonneman había oído ciertos comentarios acerca de Rivington. A pesar de que muchos discrepaban de la idea que el impresor tenía de América, no podían evitar admirarle. Rivington era un
tory
convencido, pero algunos patriotas reconocían que era un hombre honrado. Lo que se escribía en su periódico no sólo favorecía al rey. El
Gazetteer
era imparcial con respecto a las noticias de
tories
y
whigs.

Tonneman aún no sabía de qué parte estaba. De todos modos, le molestaba en grado sumo que unos forajidos arruinaran el negocio y la vida de una persona. Y arruinar fue lo que hicieron, pues para empezar un par de tipos corpulentos cogieron los caracteres y los arrojaron al suelo. Tonneman hizo ademán de intervenir, pero Jamie se lo impidió.

—Estoy contigo, amigo mío, aunque los extremos estén reñidos —susurró Jamie.

Rivington contempló impasible la escena, a pesar de que, como habían contado a Tonneman, quería a su negocio como si se tratara de un hijo. Los caracteres de imprimir eran sagrados para él.

—¡Cómo osáis hacer una cosa así, malditos rufianes! —exclamó el señor Morton, el contable de Rivington—. ¡Sois unos intrusos, estáis violando la ley del rey!

—Ésta va por la ley del rey —replicó un forajido mientras le vertía tinta encima de la calva.

Este acto constituyó la señal de guerra. Rompieron mesas, arrojaron ejemplares del periódico al fuego... El gato subió por las escaleras aterrorizado en busca de un refugio seguro, en ese caso, la tienda del relojero. Por suerte, nadie resultó herido, a excepción del señor Morton, cuya dignidad hirieron.

Acabaron la tarea en aproximadamente tres cuartos de hora.

—¿Comprendes el mensaje? —preguntó el cabecilla a Rivington.

El impresor no respondió.

Morton, en cambio, no pudo contenerse:

—Te conocemos, Isaac Sears, de Connecticut —exclamó—. ¿Por qué no te ocupas de tus asuntos?

—Si los neoyorquinos hicieran lo que deben, no tendríamos que venir a recordárselo.

Morton se indignó.

—¡Ya os juzgarán el día del Juicio Final!

—A todos, hermano Morton. A todos.

El bandido que antes había vertido la tinta sobre la cabeza del contable no parecía satisfecho.

—¿Qué tal si emplumamos al señor Rivington y el resto como recuerdo de nuestro paso por aquí?

Jamie no logró retener a Tonneman, quien se plantó delante del que acababa de hablar.

—¿A que no te atreves?

—¿Quién va a detenerme?

—Nosotros —contestó Jamie, situándose al lado de su amigo.

—No es necesario que se hagan los héroes, caballeros —intervino el líder—; aunque he de admitir que tienen ustedes mucho coraje.

Dicho esto, hizo un gesto a los demás, y todos salieron fuera, donde se reunieron con el resto.

Tonneman y Jamie permanecieron en el umbral de la puerta, contemplando cómo se alejaban cantando
Yankee Doodle
a pleno pulmón. Fueron vitoreados y seguidos por una gran masa de gente hasta Coffee-House Bridge, donde otro grupo de correligionarios los aguardaba. Las exclamaciones se oían desde cualquier parte de la ciudad, sobre todo desde el interior de la malograda imprenta.

—¡Viva, viva, hurra, viva, hurra!

Tonneman se volvió hacia Rivington sin saber qué decir. El impresor parecía esperar a que el eco de los vítores se desvaneciera. Luego indicó a Arnold:

—Ayuda al señor Morton a limpiar todo esto. Ben, toma papel y lápiz. Aún tenemos tiempo de sacar otra tirada del
Gazetteer
antes de que vaya a emborracharme.

El señor Morton y Arnold se pusieron manos a la obra. Ben tomó papel y lápiz.

—Diga, señor.

Rivington respiró hondo. Se frotó las mejillas y se fijó en que Tonneman lo observaba.

—Estoy pensando en cómo contaré a mi esposa lo ocurrido. Bueno, lo dejaré para más tarde. Lo primero es lo primero. Apunta, Ben: «El 23 de noviembre de 1775 unos bandidos de Connecticut destrozaron la imprenta Rivington de Hanover Square, arruinando, en consecuencia, el negocio.»

27

Martes 23 de noviembre. Anochecer

Nueva York, profusamente iluminada, era un espléndido ejemplo de metrópolis del nuevo mundo; en las zonas más habitadas, por la noche parecía de día. Las farolas se situaban cada siete edificios. Los faroleros efectuaban varias rondas durante la noche, y el sereno informaba diligentemente cuando alguna se apagaba.

Naturalmente, en las áreas más o menos abandonadas, como detrás de St. Paul o los alrededores del King's College, la iluminación escaseaba. Con cierto humor negro, los neoyorquinos denominaban a esa zona «la tierra sagrada», en honor a las quinientas prostitutas que vivían y trabajaban allí.

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