Read El médico de Nueva York Online
Authors: Maan Meyers
Varias mujeres mueren decapitadas. Una de las víctimas es el ama de llaves de John Tonneman, un joven médico neoyorquino que en 1775 regresa a su ciudad para ocuparse de la consulta de su padre, recién fallecido. Para John, la mujer asesinada era más una madre que una criada, y dolido por su pérdida se vuelca con implacable determinación en la búsqueda de! criminal. Al revuelo ocasionado por las atrocidades del psicópata, se une la violencia social de un país al borde de una guerra por la independencia. En medio de ese caos, John hallará consuelo en el amor de una hermosa muchacha.
Maan Meyers
El médico de Nueva York
Una novela histórica de intriga
ePUB v1.1
Mezki15.09.11
Traducción de Elena Llorens
PLAZA & JANÉS EDITORES, S.A.
Título original: The Kingsbridge Plot
Diseño de la portada: Marta Borrell
Primera edición: octubre, 1998
© 1993, Annette Brafman Meyers y Martin Meyers
© de la traducción, Elena Llorens
© 1998, Plaza & Janes Editores, S. A.
ISBN: 84-01-46189-8 (col. Jet) ISBN: 84-01-47250-4 (vol. 368/1)
Depósito legal: B. 39.808 - 1998
Dedicamos este libro a Joseph Meyers y Sara Goldberg Meyers, a Paul Brafman y Esther Weiss Brafman, quienes llegaron antes: inmigrantes de la isla Ellis, con pleno derecho a ser recordados en esta nación, y todos ellos héroes.
Un recuerdo afectuoso.
Damos las gracias a Lola Fiur, Rabbi Joseph Telushkin, al doctor Z. Paul Lorec, Ann Bushnell, Chris Tomasino, a la Biblioteca Pública de Nueva York, al magnífico personal de la Biblioteca de la Sociedad Histórica de Nueva York, y a William S. Ayers, antiguo director del museo Fraunces Tavern. Damos las gracias especialmente a nuestra editora, Kate Miciak, un alma amiga que alimentó nuestro sueño.
Martes 14 de noviembre. Amanecer
Había empezado a nevar temprano, antes del amanecer. Eran las primeras nieves de la temporada. Kate Schrader olió la nieve antes de verla. Despedía una fragancia que no podía explicar, que no había encontrado en ninguna otra parte.
Ya había cesado de nevar. Una espesa niebla se cernía sobre el estanque del Collect. Acaso la proximidad de éste con el pantano tenía algo que ver con el olor de la nieve.
Kate tiritaba de frío mientras encendía la chimenea. Todo estaba húmedo. Se frotó los codos y el cuello con manteca de cerdo y se ciñó el chal.
Cuando hubo conseguido encender el fuego, llenó la tetera con el agua que había quedado en el cubo. Tendría que ir a buscar más agua y, naturalmente, también más leña. Sacudió la cabeza. Se lo merecía por confiar en ese diablillo de Jonás Wheeling. Ya había amanecido hacía un rato, y aún no había aparecido. Su pobre madre, con tantos hijos y sin marido —que Dios lo tenga en su gloria—, dependía de los huevos y la leche que Jonás vendía.
Kate se envolvió el cuello con el chal, se puso un momento de espaldas a la lumbre y luego abrió la puerta trasera.
Espesa como una nube de algodón, la niebla se cernía sobre el agua cual paño mortuorio. Volvió a temblar, pero esta vez no de frío. Pensar en la muerte traía mala suerte. Debería saberlo.
Nanna
lanzó un balido desde el cobertizo.
—Ya voy, ya voy.
Kate recogió el cubo de la leche que colgaba de un clavo detrás de la puerta y salió arrastrando los zuecos.
—Titas, titas, titas —llamó, y luego chasqueó la lengua.
Las gallinas estaban fuera, pero en lugar de acudir enseguida a su llamada, se entretuvieron picoteando algo que debió de parecerles mejor que el maíz.
Podían esperar. Kate entró en el cobertizo.
Nanna
la recibió calurosamente. Kate colocó el cubo debajo de las ubres hinchadas de la cabra y se sentó en un taburete.
Nanna
permaneció inmóvil mientras Kate la ordeñaba. El cubo se llenó pronto de leche caliente.
Kate regresó a la cabaña con el cubo humeante, tomó un buen trago de leche, y luego dejó el cubo en la mesa de madera. Antes de desayunar tenía que dar de comer a las gallinas. Se llenó el delantal con maíz.
Volvía a nevar; caía un finísimo polvo blanco.
—Titas, titas, titas.
Esparció el maíz por el suelo. Las gallinas seguían sin prestarle atención. Normalmente se arremolinaban a sus pies. Se acercó un poco más.
—Titas.
Quería desayunar. Les arrojó nieve de un puntapié y exclamó:
—¡Venid aquí de una vez!
¿Qué demonios les ocurría a las gallinas? Agarró con fuerza los extremos del delantal y luego los dejó caer, derramando así el maíz en la nieve.
Las gallinas ni se inmutaron, demasiado absortas picoteando ferozmente los restos de una cabeza humana.
Martes 14 de noviembre. Muy entrada la noche
El jinete solitario tiró de la rienda de la yegua negra para que se detuviera. Apenas nevaba. A su izquierda, al otro lado del camino, vio las luces de la taberna Cross Keys; a la derecha, el establo. A unos tres metros del establo resplandecía el fuego de una hoguera, donde la gente se detenía para calentarse antes de entrar.
El caballo y su jinete eran unos desconocidos en Kingsbridge. Los aldeanos raras veces veían unas jaeces de ese estilo; el cuero y latón de la montura relucían más de lo normal. El hombre era moreno y, aunque no era aristócrata, tampoco parecía un campesino. El abrigo tenía cierto aire militar.
Después de escrutar los rostros de la gente alrededor de la hoguera, el jinete condujo el caballo hacia el establo. La yegua, contenta de apartarse de la nieve, relinchó, mostrando la dentadura. Los pesebres de la izquierda estaban ocupados. La yegua no se detuvo; siguió entusiasmada una estela de heno que había en el suelo lodoso hasta que se topó con un hombre y a punto estuvo de pisar la caja de herramientas.
El carpintero agarró la caja, pero la sierra cayó al sucio suelo. La recogió y acto seguido se volvió enojado.
—Deja esa asquerosa jaca fuera —protestó mientras retiraba el barro de la lona que cubría la sierra.
El hombre moreno no se inmutó. El animal estaba mojado, exhausto y acalorado. La yegua moriría si la dejaba fuera, sin secarla ni permitir que descansara. Tras quitarse la nieve de la cara, dio unas palmaditas en la helada ijada de la yegua.
—Tranquila,
Vixen.
El animal siguió masticando estoicamente el heno.
Un jovencito robusto se interpuso en su camino, con la palma de la mano abierta.
—Dos peniques.
—Vete.
La voz y el acento del desconocido delataron su origen irlandés.
—Dos peniques para entrar, señor.
El irlandés miró ferozmente al chico. No le importaba estafar a los demás, pero nada detestaba más que le estafaran a él. Sacó un monedero de piel verde del bolsillo de la chaqueta y dejó caer una moneda en la palma de la mano del chico.
El lugar apestaba. Hombres y mujeres agitaban pañuelos perfumados en un vano intento por disipar el penetrante hedor que procedía de un montón de estiércol en descomposición situado en la parte trasera del establo.
La luz de las velas que colgaban de las paredes creaba extrañas sombras. En medio del sucio suelo se abría un ancho círculo, cercado por una verja de ramas mal entrelazadas de apenas un metro de altura. Alrededor de ella se habían dispuesto unos bancos de madera toscamente labrada. Allí había unas lámparas de aceite que proporcionaban más luz a los jugadores.
En el establo había unas veinticinco personas, entre ellas un par de mujerzuelas, una con tetas caídas, y la otra muy flaca, sin apenas pecho, y cuya tos seca se oía por encima del resto de ruidos. Los hombres y otras furcias semejantes a esas dos bebían ron o cerveza.
Un perfume penetrante se mezclaba con los olores más viles propios de la condición humana, el alcohol, el tabaco, el humo de las velas y lámparas, el estiércol en descomposición, los excrementos de aves y la sangre. Una fiesta olfativa.
Junto a las dos anchas puertas había un hombre, solo, vestido con las toscas ropas de un campesino. Un pañuelo grande atado alrededor de la cabeza ocultaba la mayor parte de su rostro colorado. Por los gemidos apagados que emitía de vez en cuando y la manera en que se golpeaba la mejilla, parecía evidente que sufría dolor de muelas.
Rechoncho, de ojos pequeños y viperinos, llevaba sombrero, aunque no peluca. Acaso no se escondía por el dolor de muelas, sino porque era muy feo. Tenía la piel viscosa como la de una serpiente.
El irlandés, al descubrirle en su escondite, se lo quedó mirando fijamente sin disimulo. Le habría dicho algo de no haber sido porque a su paso el hombre sacudió la cabeza con violencia. Indiscutiblemente, tal movimiento debió provocarle más dolor.
Estaba a punto de empezar la primera pelea. El irlandés se había vuelto para verla; en ese momento, un chico harapiento, cargado con una bandeja con jarras de cerveza, le tiró de la manga.
—¿Qué quieres?
—¿Cerveza, señor?
Asintió con un gruñido. El muchacho le entregó la bebida.
—Dos peniques.
—Espera. —El hombre vació la jarra de un trago y se la tendió—. Más.
El chico la recogió y le ofreció otra.
—Cuatro peniques.
El irlandés sacó de nuevo el monedero de piel verde y pagó.
Mientras tanto, varios asistentes vociferaban sus apuestas, y otros les respondían.
Los gallos aleteaban y se atacaban; los espolones de metal relucían a la luz de las lámparas. Plumas blancas manchadas de rojo y plumas marrones flotaban en el aire.
Los hombres aplaudían entusiasmados, y las dos mujeres gritaban. Los situados en la primera fila se protegían el rostro de las salpicaduras de sangre.
Todo apuntaba a que el ganador sería el gallo blanco. Los reunidos, alborotados y enloquecidos, animaban ruidosamente a los animales: los partidarios del gallo blanco vociferaban que acabara con el marrón, y los partidarios del marrón, más cobarde, le exigían que siguiera luchando. A pesar de que la pelea parecía ya resuelta, los congregados continuaban apostando.
El irlandés miró con el rabillo del ojo a un viejo que sujetaba una bolsa de arpillera contra el pecho. Hubiera lo que hubiera dentro de la bolsa, se movía. Al descubrir el ardid, el desconocido exclamó:
—¡Oye!, ¿cuántos puntos de ventaja lleva el marrón?
Un tipo achaparrado con la cara llena de furúnculos echó a reír.
—Diez a uno.
El gallo marrón sufrió otra embestida; trató de huir, pero la verja se lo impidió.
—¡Que sean veinte a uno! —exclamó el viejo.
—Cinco libras —dijo el irlandés, convencido de que iba a ganar.
En ese momento el gallo blanco arremetió contra el marrón con las alas. El final parecía evidente; el blanco se preparaba para el golpe mortal.
El viejo abrió la bolsa. Un gallo anaranjado asomó la cabeza. El anciano le quitó la correa de piel del pico. El animal sacudió las alas y cacareó.
El gallo blanco se detuvo y, en lugar de acabar con su adversario, como cabría esperar, se pavoneó, cabeza erguida, cacareando.
Un error. Con el enemigo distraído, el gallo marrón lo atacó en el cuello. La sangre comenzó a brotar a borbollones entre las blancas plumas. El gallo marrón saltó y clavó el espolón metálico en la cabeza de su oponente.