Los hombres la llevaron hasta un grueso poste hincado en el centro del reñidero. En la parte superior e inferior del poste había sólidas abrazaderas de cuero. El amo del reñidero usó la de abajo para atar a la osa por la pata trasera derecha. Al instante se oyeron gritos de protesta:
La correa de arriba, la correa de arriba
—¡Ata a la bestia por el cuello!
—¡Engánchala por el aro del hocico, condenado imbécil!
El aludido permaneció impasible ante los insultos, pues tenía una larga experiencia en esas lides.
—El oso no tiene zarpas. Por tanto, muy pobre sería el espectáculo si le ataba la cabeza. Le permitiré, en cambio, usar los colmillos.
Wat le quitó la capucha a
Godiva
y saltó hacia atrás.
La osa miró a su alrededor bajo las luces parpadeantes y fijó sus ojos desconcertados en los hombres y los perros.
Obviamente era una bestia vieja y de mala salud; los hombres que gritaban las apuestas recibieron muy pocas respuestas hasta que ofrecieron tres a uno a los perros, que se veían salvajes y sanos, mientras los llevaban hasta el reborde del reñidero. Los entrenadores les rascaban la cabeza y les masajeaban el cogote. Luego les quitaron los bozales y las traíllas, antes de alejarse.
En seguida el mastín y el pequeño pelirrojo se echaron de panza, con la mirada fija en
Godiva
. Gruñían, mordían el aire y retrocedían, porque aún no sabían que la osa no tenía zarpas, un arma que temían y respetaban.
El gran danés recorría a paso largo el perímetro del ruedo y la osa le arrojaba nerviosas miradas por encima de la paletilla.
—¡Presta atención al pequeño pelirrojo! —gritó Wat en el oído de Rob.
—Parece el menos temible.
—Es de una raza excepcional, criada a partir del mastín, para matar toros en el ruedo.
Parpadeando, la osa permanecía erguida sobre sus patas traseras, con la espalda contra el poste.
Godiva
parecía confundida; comprendía la auténtica amenaza que representaban los perros, pero era una bestia amaestrada, acostumbrada a las ataduras y a los gritos de los seres humanos, y no estaba bastante furiosa para el gusto del amo del ruedo. El hombre cogió una lanza y pinchó una de sus arrugadas tetas, haciéndole un corte en el pezón oscuro.
La osa aulló de dolor.
Estimulado, el mastín se abalanzó. Quería desgarrar la suave carne de parte inferior de la panza, pero la osa se volvió, y los terribles dientes del perro se hundieron en su cadera izquierda.
Godiva
bramó y dio un manotazo. Si de cachorra no le hubieran arrancado cruelmente las zarpas, el mastín habría quedado destripado, pero la garra solo lo rozó de manera inofensiva. El perro notó que no era el peligro que esperaba, escupió pellejo y carne, y arremetió para proseguir la faena, ahora enloquecido por el sabor de la sangre.
El pequeño pelirrojo había saltado en el aire hacia la garganta de
Godiva.
Sus dientes eran tan espantosos como los del mastín; su larga quijada inferior se cerró sobre la superior y el perro quedó colgado por debajo del morro de la osa, a la manera en que una fruta madura cuelga de un árbol.
Entonces el danés vio que era su turno y saltó hacia
Godiva
por la izquierda, trepando encima del mastín en su entusiasmo por cogerla. En una misma dentellada tajante,
Godiva
perdió la oreja y el ojo izquierdo; unos bocados de color carmesí volaron por los aires cuando la osa sacudió su estropeada cabeza.
El dogo se había concentrado en un gran pliegue de pellejo denso. Sus mandíbulas apretadas ejercían una presión implacable en la traquea de la osa, que empezó a jadear en busca de aire. Ahora el mastín había descubierto su panza y la estaba desgarrando.
—¡Una pelea mediocre! —grito Wat, decepcionado—. Ya tienen a la osa.
Godiva
golpeó su enorme pata delantera derecha sobre el lomo del mastín. El crujido de la espina del perro no se oyó a causa de los demás ruidos pero el agonizante mastín se retorció sobre la arena y la osa volvió sus colmillos hacia el gran danés.
Los asistentes rugieron de deleite.
El gran danés fue arrojado prácticamente fuera del ruedo y allí permaneció inmóvil, pues tenía la garganta rajada.
Godiva
dio un manotazo al pequeño, que estaba más pelirrojo que nunca por la sangre de la osa y del mastín. Las tenaces quijadas se cerraron en la garganta de
Godiva
. La osa dobló sus miembros delanteros y apretó, triturando mientras oscilaba de un lado a otro.
Hasta que el pequeño pelirrojo quedó exánime, no se relajaron las mandíbulas. Finalmente, la osa logró golpearlo contra el poste una y otra vez hasta que lo soltó en la arena pisoteada, como una lapa desprendida.
Godiva
cayó de cuatro patas junto a los perros muertos, pero no se interesó por ellos. Agonizante y temblorosa, empezó a lamerse sus carnes vivas y sangrantes.
Flotaban los murmullos de las conversaciones mientras los espectadores pagaban o cobraban las apuestas.
—Demasiado rápido, demasiado rápido —farfulló un hombre, cerca de Rob.
—La maldita bestia aún vive y podemos divertirnos un poco más —dijo otro.
Un joven borracho había cogido la lanza del amo del reñidero y acosó a
Godiva
desde atrás, pinchándole el ano. Los hombres aplaudieron cuando la osa giró, rugiendo, pero no pudo moverse, pues estaba sujeta por las ataduras de la pata.
—¡El otro ojo! —gritó alguien desde el fondo de la turba—. ¡Arráncale otro ojo!
La osa volvió a incorporarse, inestable, en dos patas. El ojo sano los miraba desafiante aunque con serena presencia, y Rob recordó a la mujer que había visto en Northampton y que tenía una enfermedad consuntiva. El borracho hombre acercaba la punta de la lanza a la enorme cabeza cuando Rob cayó sobre él y se la quitó de las manos.
—¡Ven aquí, puñetero imbécil! —gritó Barber a Rob, y corrió tras él.
—Eres una buena chica,
Godiva
—dijo Rob.
Apuntó y hundió la lanza en el pecho desgarrado; casi instantáneamente brotó la sangre desde un rincón del hocico contorsionado.
La muchedumbre rugió, emitiendo un gruñido semejante al de los perros cuando se habían acercado.
—Ha enloquecido y debemos asistirlo —se apresuró a decir Barber.
Rob permitió que Barber y Wat lo sacaran a rastras del foso y lo llevaran hasta el círculo de luces.
—¿De dónde has sacado un aprendiz tan estúpido? —preguntó Wat, colérico.
—Confieso que lo ignoro.
La respiración de Barber sonaba como un fuelle. Rob notó que en los últimos tiempos su respiración era cada vez más laboriosa.
En el interior del ruedo iluminado, el amo anunciaba tranquilizadoramente que había un fuerte tejón esperando a que lo azuzaran, y las quejas se convirtieron en discordantes vítores.
—Rob se alejó, mientras Barber se disculpaba con Wat.
Estaba sentado cerca del carromato, junto al fuego, cuando Barber volvió tambaleándose, abrió un frasco de licor y se bebió la mitad de un trago.
Luego cayó pesadamente en su cama, al otro de la fogata, con la vista fija.
—Eres un asno.
Rob sonrió.
—Si en ese momento no hubiesen estado pagadas y cobradas las apuestas, te habrían desangrado. Y yo no les habría hecho el menor reproche.
Rob acercó la mano a la piel de oso sobre la que dormía. El pelaje estaba estropeado y pronto tendría que descartarla, pensó, acariciándola.
—Buenas noches, Barber.
A Barber nunca le pasó por la imaginación que él y Rob J. llegarían a tener discrepancias. A los diecisiete años de edad, el antiguo aprendiz era tal cual había sido de cachorro: trabajador y bien dispuesto.
Si exceptuamos que ahora sabía regatear como una pescadera.
En las postrimerías del primer año de empleo, pidió la duodécima parte en lugar de la vigésima. Barber refunfuñó, pero acabó aceptando, porque era consciente que Rob merecía mayor recompensa.
Barber notaba que apenas gastaba el salario, y sabía que ahorraba para comprarse armas. Una noche de invierno, en la taberna de Exmouth, un jardinero intentó venderle a Rob una daga.
—¿Tú qué opinas? —preguntó Rob, entregándosela a Barber.
Era el arma de un jardinero.
—La hoja es de bronce y se quebrará. Tal vez la empuñadura sea buena, pero un mango tan llamativamente pintado puede ocultar defectos.
Rob J. devolvió el puñal barato al jardinero.
Cuando partieron en la primavera, recorrieron la costa, y Rob acechaba los muelles en busca de españoles, pues las mejores armas de acero llegaban de España. Sin embargo, cuando viajaron tierra adentro aun no había comprado nada.
Julio los encontró en la Alta Mercia. En la población de Blyth, su ánimo cayó por los suelos. Una mañana despertaron y vieron a
Incitatus
tendido muy cerca, tieso y sin respirar.
Rob miró con amargura al caballo muerto, mientras Barber daba rienda suelta a sus sentimientos escupiendo maldiciones.
—¿Piensas que lo ha matado una enfermedad?
Barber se encogió de hombros.
—Ayer no notamos ningún síntoma, pero era viejo. Ya no era joven cuando lo adquirí, hace mucho tiempo.
Rob pasó medio día cavando para abrir una fosa, pues no querían que
Incitatus
fuese pasto de los perros y los cuervos. Mientras él proseguía la excavación, Barber salió a buscar reemplazo.
Encontrarlo le llevó todo el día y le costó caro, pero un caballo era vital para ellos. Finalmente, compró una yegua parda de cara pelada, de tres años, es decir, no del todo adulta.
—¿También la llamaremos
Incitatus
? —preguntó, pero Rob meneó la cabeza y nunca la llamaron por otro nombre que el de
Caballo
.
Era una yegua de paso suave, pero la primera mañana que estuvo con ellos perdió una herradura y tuvieron que volver a Blyth para conseguir otra.
El herrero se llamaba Durman Moulton y lo encontraron dando los toques finales a una espada que les iluminó los ojos.
—¿Cuánto? —quiso saber Rob, demasiado entusiasmado para el espíritu regateador de Barber.
—Ésta está vendida —dijo el artesano, pero les permitió empuñarla para que comprobaran su equilibrio.
Era un sable sin ornamentaciones, afilado, bien centrado y bellamente forjado. Si Barber hubiese sido más joven y no tan sabio, no se habría resistido a pujar por la espada.
—¿Cuánto por su gemela y una daga a juego?
El total ascendía a más de un año de los ingresos de Rob.
—Tienes que pagarme la mitad ahora, si quieres encargármela —dijo Moulton.
Rob fue hasta el carromato y regresó con una bolsa de la que sacó el dinero con presteza y de buena gana.
—Volveremos dentro de un año.
El herrero asintió y le aseguró que las armas estarían esperándolo.
Pese a la pérdida de
Incitatus
, gozaron de una temporada próspera, pero cuando casi tocaba a su fin, Rob pidió la sexta parte.
—¡Un sexto de los ingresos! ¿Para un mozalbete que aún no ha cumplido los dieciocho años?
Barber estaba auténticamente indignado, pero Rob aceptó con serenidad su arranque y no dijo una palabra más.
A medida que se aproximaba la fecha del acuerdo anual, Barber se atormentaba, pues sabía en qué medida había mejorado su situación gracias al asalariado.
En el pueblo de Sempringham oyó que una paciente le susurraba a su amiga:
—Ponte en la fila de espera del barbero joven, Eadburga, porque dicen que te toca detrás del biombo. Aseguran que sus manos son curativas.
«Dicen que vende a carretadas la mierda de la panacea», se recordó Barber a si mismo, con el gesto torcido.
No le preocupaba que ante el biombo de su ayudante hubiese colas más largas que delante del suyo. En verdad, para su empleador Rob J. valía su peso en oro.
—Un octavo —le ofreció finalmente.
Aunque para él era un sufrimiento, habría llegado a un sexto, pero con gran alivio notó que Rob movía la cabeza afirmativamente.
—Un octavo me parece justo —aceptó el ayudante.
El viejo se gestó en la mente de Barber. Siempre en busca de la forma de mejorar el espectáculo, inventó a un viejo verde que bebe la Panacea Universal y persigue a todas las mujeres que ve.
—Y lo interpretarás tú —dijo a Rob.
—Estoy demasiado desarrollado. Soy excesivamente joven.
—No; he dicho que lo interpretarás tú —insistió Barber obstinadamente—. Yo estoy tan gordo que bastaría mirarme para saber quien soy.
Observaron durante largo tiempo a todos los ancianos con los que se cruzaban, estudiaron su andar cansino, el tipo de vestimenta que usaban, y escucharon su manera de hablar.
—Imagina lo que debe ser sentir que se te escapa la vida —dijo Barber—. Tu crees que siempre se te empinará cuando estés con una mujer.
Ahora piensa que eres viejo y nunca más podrás volver a hacerlo.
Confeccionaron una peluca canosa y un bigote postizo gris. No podían marcar arrugas, pero Barber le unto la cara con cosméticos, simulando una piel vieja, reseca y estragada por muchos años de sol y viento. Rob inclinó su argo cuerpo y aprendió a andar cojeando, arrastrando la pierna derecha.
Cuando hablaba lo hacia en voz más aguda y titubeante, como si los años le hubieran enseñado a tener miedo.
El viejo, cubierto con un abrigo raído, hizo su primera aparición en Tadaster, mientras Barber disertaba sobre los notabilísimos poderes regeneradores de la panacea. Con andar vacilante, el viejo se acercó cojeando y compró un frasco.