El médico (27 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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Rob frunció los labios.

—Es un castigo severo.

El médico asintió.

—Más severo aun en el sentido de que conlleva terribles penas según las leyes seculares. Los códigos promulgados bajo los reinados de Ethelred y Canuto consideran que el paganismo es un delito mayor. Los convictos han sufrido espantosos castigos. Algunos fueron cubiertos con pesadas cadenas y enviados a deambular como peregrinos durante años, hasta que los grilletes se oxidaron y cayeron de sus cuerpos. Varios fueron quemados en la hoguera. A algunos los ahorcaron y otros fueron arrojados a la cárcel, donde permanecen. Los musulmanes, por su parte, no desean educar a miembros de una religión hostil y amenazante, y hace años que las academias del califato oriental no admiten a estudiantes cristianos.

—Comprendo —dijo Rob, consternado.

—Una posibilidad para ti es España. Se encuentra en Europa, en la parte oeste del califato occidental. Allí conviven con facilidad ambas religiones. Hay unos cuantos estudiantes de Francia. Los musulmanes han establecido grandes universidades en ciudades como Córdoba, Toledo y Sevilla. Si te gradúas en una de ellas, serás reconocido como erudito. Y aunque es difícil llegar a España, no tiene punto de comparación con el viaje a Persia.

—¿Y por qué no fuisteis vos a España?

—Porque a los judíos se les permite estudiar en Persia. Y yo quería tocar el borde de la vestimenta de Ibn Sina.

Rob frunció el entrecejo.

—Yo no quiero atravesar el mundo para convertirme en un erudito. Solo quiero llegar a ser un buen médico.

Merlin se sirvió más vino.

—Me confundes... Eres un joven corzo, pero usas un traje de fino paño cuyo lujo yo no puedo permitirme. La vida de un barbero tiene sus compensaciones. ¿Para qué quieres ser médico? ¿Qué significará un trabajo más arduo que no tienes la seguridad de que te va a proporcionar riqueza?

—Me han enseñado a medicar varias dolencias. Sé cortar un dedo estropeado y dejar un muñón pulcro. Pero mucha gente va a verme y me paga, y no sé cómo ayudarla. Soy ignorante. Me digo a mi mismo que algunos pacientes podrían salvarse si yo supiera más.

—Y aunque estudiaras medicina durante más de una vida, acudiría la gente cuyas enfermedades son misterios, porque la angustia que mencionas es parte integrante de la profesión de curar, y hay que aprender a vivir con ella. Aunque es verdad que cuanto mejor sea la preparación, mejor doctor puedes ser. Me has dado la mejor razón posible de tu ambición. —Merlin vació su copa con expresión reflexiva—. Si las escuelas árabes no son para ti, debes observar a los médicos de Inglaterra hasta que encuentres al mejor entre los que atienden a los pobres, y tal vez puedas convencerlo de que te tome como aprendiz.

—¿Conocéis a algunos?

Si Merlin entendió la insinuación, no se dio por enterado. Meneó la cabeza y se puso en pie.

—Pero los dos nos hemos ganado un buen descanso, y mañana, debemos estar frescos, reanudaremos la cuestión. Que tengas buenas noches, joven barbero.

—Buenas noches, maestro médico.

Por la mañana había gachas calientes de guisantes y más bendiciones en hebreo. Todos los miembros de la familia se sentaron y rompieron juntos el ayuno nocturno, mirándolo furtivamente mientras él hacia lo mismo que ellos. La señora Merlin parecía enfadada como siempre, y bajo la cruel luz del día era visible una leve línea de vello oscuro sobre su labio superior. Rob vio unos flecos que asomaban por debajo de las chupas de Benjamin Merlin y de Ruel. Las gachas eran de buena calidad.

Merlin le preguntó amablemente si había pasado bien la noche.

—He pensado en nuestra conversación. Lamentablemente, no se me ocurre ningún médico al que pueda recomendar como maestro y ejemplo. —La mujer llevó a la mesa un cesto lleno de grandes moras, y Merlin sonrío de oreja a oreja—. Sírvetelas tú mismo para acompañar las gachas; son exquisitas.

—Me gustaría que me aceptarais como aprendiz —dijo Rob.

Para su gran decepción, Merlin movió negativamente la cabeza. Rob se apresuró a decir que Barber le había enseñado muchas cosas.

—Ayer os fui útil. En breve podría ir solo a visitar a vuestros pacientes cuando haga mal tiempo, facilitándoos así las cosas.

—No.

—Vos mismo habéis observado que tengo sentido de la curación —añadió obstinado—. Soy fuerte y también podría hacer trabajos pesados; lo que fuera necesario. Un aprendizaje de siete años. O más; tanto tiempo como digáis.

En su agitación se había incorporado y, sin querer, movió la mesa, tirando las gachas.

—Imposible —rechazó Merlin.

Rob estaba confundido. Tenía la certeza de que resultaba simpático a Merlin.

—¿Carezco de las cualidades necesarias?

—Posees excelentes cualidades. Por lo que he visto, podrías ser un excelente médico.

—¿Entonces?

—En esta, la más cristiana de las naciones, no soportarían que fuera tu maestro.

—¿A quién puede importarle?

—A los sacerdotes. Ya les ofende que haya sido forjado por los judíos de Francia y templado en una academia islámica, pues lo consideran como cooperación entre peligrosos elementos paganos. No me quitan ojo de encima. Vivo con el temor de que un día interpreten mis palabras como brujería o olvide de bautizar a un recién nacido.

—Si no queréis aceptarme —dijo Rob—, sugeridme al menos un médico que pueda presentarme.

—Ya te he dicho que no recomiendo a ninguno. Pero Inglaterra es vasta y hay muchos doctores que no conozco.

Rob apretó los labios y apoyó la mano en la empuñadura de la espada.

—Anoche me dijo que seleccionara al mejor entre los que atienden a los pobres. ¿Cuál es el mejor entre los que conocéis?

Merlin suspiro y respondió al acoso.

—Arthur Giles, de Saint Ives —replicó fríamente, y volvió a concentrarse en el desayuno.

Rob no tenía la menor intención de desenvainar, pero los ojos de la mujer estaban fijos en su espada y no logró contener un gemido estremecedor, convencida de que se estaba cumpliendo su profecía. Ruel y Jonathan lo miraban fijamente, pero Zechariah se echó a llorar.

Estaba abrumado de vergüenza por la forma en que había correspondido a tanta hospitalidad. Intentó disculparse, pero no logró plasmarlo en palabras; finalmente, se apartó del hebreo francés, que metía la cuchara en sus gachas, y abandonó la casa.

21
EL ANCIANO CABALLERO

Semanas atrás habría tratado de librarse de la vergüenza y la cólera estudiando el fondo de una copa, pero había aprendido a ser cauto con el alcohol. Le constaba que cuanto más tiempo prescindía de la bebida, más fuertes eran las emanaciones que recibía de los pacientes cuando les cogía las manos, y cada vez adjudicaba mayor valor a ese don. Así, en lugar de entregarse a la bebida, paso el día con una mujer en un claro, a orillas del Severn, unas millas más allá de Worcester. El sol había entibiado la hierba casi tanto como la sangre de la pareja. Ella era ayudante de una costurera, tenía los dedos estropeados por los pinchazos de la aguja, y un cuerpo menudo y firme que se volvió resbaladizo cuando nadaron en el río.

—¡Mira, resbalas como una anguila! —gritó Rob, y se sintió mejor.

Ella fue rápida como una trucha, pero él muy torpe, como un gran monstruo marino, cuando bajaron juntos a través de las verdes aguas. Las manos de Myra le separaron las piernas, y mientras pasaba entre ellas nadando, Rob le palmeó los costados pálidos y tiesos. El agua estaba fría, pero hicieron dos veces el amor en la calidez de la orilla, y así Rob descargó su rabia, mientras a un centenar de yardas
Caballo
ramoneaba y
Señora Buffington
los observaba tranquilamente. Myra tenía diminutos pechos puntiagudos y un monte de sedoso vello castaño. «Más una planta que un monte» , pensó Rob irónicamente; era más niña que mujer, aunque sin duda había conocido otros hombres.

—¿Cuántos años tienes, muñequita? —le preguntó ociosamente.

—Quince, me han dicho.

Tenía exactamente la edad de su hermanita Anne Mary, comprendió Rob, y se entristeció al pensar que en algún lugar la niña ya había crecido pero le era desconocida.

Súbitamente lo asaltó una idea tan monstruosa que lo debilitó y le dio la impresión de que se apagaba la luz del sol.

—¿Siempre te has llamado Myra?

La pregunta fue recibida con una atónita sonrisa.

—Claro; siempre me he llamado Myra Felker. ¿Qué otro nombre podría tener?

—¿Y has nacido por aquí, muñequita?

—Me parió mi madre en Worcester y aquí he vivido siempre —respondió alegremente.

Rob asintió y le acarició la mano.

Sin embargo —pensó muy consternado—, dada la situación, no era imposible que algún día se encamara con su propia hermana sin saberlo. Resolvió que en el futuro no tendría nada que ver con jovencitas de la edad de Anne Mary.

La deprimente idea dio al traste con su humor festivo y comenzó a reunir sus prendas de vestir.

—Entonces, ¿debemos irnos? —inquirió ella, compungida.

—Sí, porque me espera un largo camino hasta Saint Ives.

Arthur Giles, de Saint Ives, resultó decepcionante, aunque Rob no tenía derecho a albergar grandes expectativas, porque evidentemente Benjamin Merlin se lo había recomendado bajo coerción. El médico era un viejo gordo y mugriento que parecía estar como mínimo un poco loco. Criaba cabras y tenía que haberlas mantenido en el interior de la casa largo tiempo porque la estancia apestaba.

—Lo que cura es la sangría, joven forastero. Nunca lo olvides. Cuando todo fracasa, un purificador drenaje de la sangre, y otro y otro. ¡Eso es lo que cura a los cabrones! —gritó Giles.

Respondió a sus preguntas de buena gana, pero cuando hablaban de otro tratamiento distinto de la sangría, era evidente que Rob tenía mucho que enseñarle al viejo. Giles no poseía ningún saber de medicina, ningún bagaje de conocimientos que pudiera aprovechar un discípulo. El médico se ofreció a tomarlo como aprendiz y se puso furioso cuando Rob declinó amablemente su ofrecimiento. Rob se alejó dichoso de Saint Ives, pues más le valía seguir de barbero que convertirse en un ser como aquel.

Durante varias semanas creyó que había renunciado al poco práctico sueño de hacerse médico. Trabajó duramente en los espectáculos, vendió ingentes cantidades de Panacea Universal, y se sintió gratificado por lo abultado de su bolsa.
Señora Buffington
crecía con su prosperidad, del mismo modo que él se había beneficiado con la de Barber; la gata comía finos sobrantes y adquirió el tamaño adulto: una enorme felina blanca con insolentes ojos verdes. Se creía una leona y siempre buscaba camorra. En la ciudad de Rochester desapareció durante el espectáculo y volvió al campamento con el crepúsculo, mordida en la pata delantera derecha y con menos de media oreja izquierda; su pelaje blanco estaba salpicado de carmesí.

Rob lavó sus heridas y la atendió como a una amante.

—Ah,
Señora
. Tienes que aprender a evitar las rencillas, como he hecho yo, porque no te servirán de nada.

Le dio leche y la sostuvo en el regazo, delante del fuego. Ella le lamió la mano. Quizá Rob tenía una gota de leche entre los dedos, o tal vez olía a cocoa, pero prefirió interpretarlo como un mimo y acarició su suave pelaje, agradecido por su compañía.

—Si tuviera expedito el camino para asistir a la escuela musulmana —le dijo—, te llevaría en el carromato, enfilaría a
Caballo
hacia Persia y nada nos impediría llegar a ese pagano lugar.

«Abu Ali at-Husain ibn Abdullah ibn Sina», pensó melancólicamente.

—¡Al infierno con vosotros, árabes! —dijo en voz alta, y se acostó.

Las silabas hormigueaban en su mente como una letanía obsesionante y burlona. «Abu Ali at-Husain Ibn Abdullah Ibn Sina, Abu Ali at-Husain Ibn lullah Ibn Sina...», hasta que la misteriosa repetición superó el hervor de la sangre, y se quedó dormido.

Soñó que estaba enzarzado en combate con un odioso y anciano caballero, cuerpo a cuerpo con sus dagas. El anciano caballero se tiró un pedo y se burló de él. Rob notó herrumbre y líquenes en la armadura negra. Sus cabezas estaban tan próximas que vio colgar los mocos y la corrupción de la huesuda nariz, se asomó a sus ojos terribles y percibió el hedor enfermizo del aliento del caballero. Lucharon desesperadamente. Pese a su juventud y su fuerza, Rob sabía que el puñal del espectro oscuro era despiadado y su armadura, indestructible. Más allá se veían las víctimas del caballero: mamá, papá, el dulce Sabel, Barber, incluso
Incitatus
y el oso
Bartram
. La cólera dio fuerzas a Rob, que ya sentía que la inexorable hoja penetraba su cuerpo.

Al despertar descubrió que la parte exterior de su ropa estaba húmeda por el rocío y la interior, húmeda del sudor del sueño. Echado bajo el sol matinal, mientras un petirrojo cantaba su regocijo en las cercanías, comprendió que aunque el sueño había acabado, él no lo estaba. Era incapaz de renunciar al combate. Quienes se habían ido jamás volverían, y así eran las cosas. Pero ¿había algo mejor que pasarse la vida luchando contra el Caballero Negro? A su manera, el estudio de la medicina era algo que amar, a falta de una familia. Decidió, cuando la gata se frotó contra él con la oreja sana, entregarse a ese amor.

El problema era desalentador. Montó espectáculos sucesivamente en Northampton, Bedford y Hertford, y en cada uno de esos sitios buscó a los médicos y habló con ellos y comprobó que sus conocimientos combinados eran inferiores a los de Barber. En el pueblo de Maldon, la reputación de carnicero del médico era tal que cuando Rob J. pidió instrucciones a los transeúntes para llegar a su casa, todos palidecieron y se santiguaron.

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