El médico (26 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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Cuando se fueron, el anciano le dio las gracias por alimentar a los gansos parecía un día destinado a atender a los condenados, porque Merlin lo llevó a dos millas de distancia, a una casa de la plaza de la ciudad, donde la ama del magistrado se consumía atenazada de dolor.

—¿Cómo estáis hoy, Mary Sweyn?

La mujer no respondió; se limitó a mirarlo fijamente. La respuesta fue significativa y Merlin asintió. Se sentó, le cogió la mano y le habló serenamente. Como con el anciano, pasó con ella mucho tiempo.

—Puedes ayudarme a dar la vuelta a la señora Sweyn —dijo Merlin a Rob—. Suavemente. Ahora, muy suavemente.

Cuando Merlin le levantó la camisa de dormir para lavar su esquelético cuerpo notaron, en su lastimoso costado izquierdo, un forúnculo inflamado.

El médico lo rajó de inmediato con una lanceta para aliviar el dolor, y Rob observó, satisfecho, que actuó tal como lo habría hecho él. El médico dejó a la paciente un frasco lleno de una infusión calmante.

—Aún falta uno —dijo Merlin cuando cerraron la puerta de la casa de Mary Sweyn—. Se trata de Tancred Osbern, cuyo hijo me hizo saber esta mañana que se había hecho daño.

Merlin ató las riendas de su caballo al carromato y se sentó en el pescante, junto a Rob, para tener compañía.

—¿Cómo van los ojos de tu pariente? —le preguntó con afabilidad.

Debió haber previsto que Edgar Thorpe mencionaría la conversación y sintió que la sangre le arrebataba las mejillas.

—No tuve la intención de engañaros. Quería ver por mí mismo los resultados de la extracción del cristalino, y me pareció la manera más sencilla para justificar mi interés.

Merlin sonrió y asintió. Mientras avanzaban, explicó el método quirúrgico que había empleado para operar de cataratas a Thorpe.

—Es una intervención que no recomendaría a nadie que la hiciera por su cuenta —dijo en tono significativo, y Rob movió la cabeza afirmativamente, porque no tenía la menor intención de operar los ojos a nadie.

Cada vez que llegaban a un cruce de caminos, Merlin señalaba la dirección que debía tomar, hasta que se aproximaron a una granja próspera que presentaba el aspecto ordenado propio de una atención constante, encontraron a un granjero macizo y musculoso despotricando en un jergón relleno de paja que hacia las veces de cama.

—Ah, Tancred, ¿qué te has hecho esta vez? —preguntó Merlin.

—Me herí la condenada pierna.

Merlin echó hacia atrás la manta y arrugó la frente: el miembro derecho estaba retorcido e hinchado a la altura del muslo.

—Debes de tener unos dolores terribles. Pero le has dicho a tu hijo que me avisara «cuando pudiera». La próxima vez no debes ser tan estúpidamente valeroso; de haberlo sabido, habría venido al instante —dijo con tono áspero.

El hombre cerró los ojos y asintió.

—¿Cómo te lo hiciste y cuándo?

—Ayer a mediodía. Me caí del condenado techo mientras aseguraba la maldita paja.

—Pues no asegurarás esa paja en mucho tiempo. —Miró a Rob—. Necesitaré tu ayuda. Ve a buscar una tablilla un poco más larga que la pierna.

—No la arranques de las de pendencias ni de las vallas —gruñó Osbern.

Rob salió a ver qué encontraba. En el granero había bastantes troncos de haya y roble, además de un trozo de tronco de pino que había sido trabajado hasta convertirlo en una tabla. Era demasiado ancha, pero la madera era blanda y le llevó poco tiempo partirla a lo largo con las herramientas del granjero.

Osbern le lanzó una mirada furibunda cuando reconoció la tabla, pero no pronunció palabra. Merlin bajó la vista y suspiró.

—Tiene los muslos de un toro. Nos espera un buen trabajo, joven.

El médico cogió la pierna lesionada por el tobillo y la pantorrilla, trató de ejercer una presión estable, para al mismo tiempo hacer girar y enderezar el miembro retorcido. Se oyó un crujido, como el sonido que producen las hojas secas pisoteadas, y Osbern emitió un bramido ensordecedor.

—Es inútil —dijo Merlin poco después—. Sus músculos son colosales.

Se han cerrado sobre sí mismos para proteger la pierna y yo no tengo la fuerza suficiente para dominarlos y reducir la fractura.

—Déjame probar a mí —dijo Rob.

Merlin asintió, pero antes dio una jarra llena de alcohol al granjero, que hablaba y sollozaba a causa del dolor inducido por el esfuerzo fracasado.

—Otra —jadeó Osbern.

Tras la segunda jarra, Rob cogió la pierna a imitación de Merlin. Cuidando de no tironear, ejerció una presión uniforme, y la voz estropajosa de Osbern se convirtió en un prolongado aullido. Merlin había cogido al hombre por debajo de las axilas y tiraba hacia el otro lado, con el rostro congestionado y los ojos desorbitados por el esfuerzo.

—¡Creo que lo estamos logrando! —gritó Rob para que Merlin lo oyera por encima de los gritos angustiados del paciente—. ¡Allá vamos!

Entretanto, los extremos del hueso roto rechinaron entre si y se encajaron en su lugar.

El hombre cayó en un repentino silencio. Rob lo miró de soslayo para ver si se había desmayado, pero Osbern estaba flácidamente tendido, con la cara empapada por las lágrimas.

—Mantén la tensión en la pierna —dijo Merlin en tono apremiante.

Confeccionó un cabestrillo con tiras de trapo y lo ciñó alrededor del pie y el tobillo. Ató un extremo de una cuerda al cabestrillo y el otro, bien tenso, al pomo de la puerta. A continuación, aplicó la tablilla al miembro extendido.

—Ahora puedes soltarlo —dijo a Rob.

Por añadidura, ataron la pierna sana a la entablillada.

En unos minutos confortaron al exhausto paciente, dejaron instrucciones a su empalidecida mujer y se despidieron del hermano, que haría los trabajos de la granja.

Se detuvieron en el corral y se miraron. Los dos tenían la camisa mojada de sudor y la cara tan húmeda como las mejillas de Osbern.

El médico sonrió y le palmeó el hombro.

—Ahora debes venir conmigo a casa para compartir la cena.

—Mi Deborah —dijo Benjamin Merlin.

La esposa del doctor era una mujer rolliza con figura de paloma, una afilada naricilla y mejillas coloradotas. Palideció cuando vio a Rob y se sometió rígidamente a la presentación. Merlin llevó al patio un cuenco con agua de manantial, para que Rob se refrescara. Mientras Rob se lavaba oyó que en el interior de la casa la mujer arengaba a su marido en una lengua que nunca había oído.

Cuando salió a lavarse a su vez, el médico sonreía.

—Debes disculparla. Tiene miedo. Las leyes dicen que no debemos recibir a cristianos en nuestros hogares durante las fiestas religiosas. Pero ésta no puede considerarse tal. Será una cena sencilla. —Miró penetrantemente a Rob mientras se secaba—. No obstante, puedo traerte la comida afuera si prefieres no sentarte a la mesa.

—Estoy agradecido de que me permitáis comer con vos, maestro.

Merlin asintió.

Una cena extraña.

Estaban los padres y cuatro niños, tres de ellos varones. La pequeña se llamaba Leah y sus hermanos, Jonathan, Ruel y Zechariah. ¡Los niños y el padre se sentaron a la mesa con unos gorritos puestos! Cuándo la mujer llevó a la mesa un pan caliente, Merlin hizo una señal a Zechariah, que partió un pedazo y comenzó a hablar en la lengua gutural que Rob había oído antes. Su padre lo interrumpió.

—Esta noche el
brochot
será en inglés, por cortesía hacia nuestro invitado.

—Bendito seas, Dios nuestro Señor, Rey del Universo —entonó dulcemente el niño—, que produces el pan de la tierra.

Entregó el pan a Rob, que lo encontró bueno y lo pasó a los demás.

Merlin sirvió vino tinto de una jarra. Rob siguió el ejemplo de los demás y levantó su copa cuando el padre hizo una señal a Ruel.

—Bendito seas, Dios nuestro Señor, Rey del Universo, que creaste el fruto de la vida.

La cena consistía en sopa de pescado hecha con leche, no como la preparaba Barber, sino picante y sabrosa. Luego comieron manzanas del huerto del judío. El niño pequeño, Jonathan, dijo indignado a su padre que los conejos estaban consumiendo las coles.

—Entonces tú debes consumir los conejos —dijo Rob—. Tienes que cazarlos para que tu madre pueda servir un delicioso estofado.

Se produjo un extraño silencio, pero en seguida Merlin sonrió.

—Nosotros no comemos conejo ni liebre, porque no son
kasher
.

Rob notó que la señora Merlin mostraba inquietud, como si temiera que él no comprendiera sus costumbres.

—Es un conjunto de leyes dietéticas, viejas como el mundo.

Merlin explicó que los judíos no podían comer animales no rumiantes y que no tuvieran la pezuña hendida. Tampoco carne junto con leche, pues la Biblia advertía que el cordero no debía hervir en el flujo de la ubre materna. Y no se les permitía beber sangre ni comer carne que no hubiese sido sangrada a fondo y salada.

Rob se quedó confuso, y se dijo que la señora Merlin tenía razón: no comprendía a los judíos. ¡Eran auténticos paganos!

Se le revolvió el estomago cuando el médico dio las gracias a Dios por alimentos exentos de sangre y de carne.

Preguntó si le permitían acampar en el huerto aquella noche. Benjamin insistió en que durmiera bajo techo, en el granero adjunto a la casa.

Poco después, Rob se tendió en la fragante paja y, a través de la delgada pared oyó el agudo ascenso y descenso de la voz de la mujer. Sonrió tristemente en la oscuridad, pues conocía la esencia del mensaje a pesar de que las palabras eran ininteligibles.

—No conoces a ese sujeto de aspecto brutal, y lo traes aquí. ¿No has notado su nariz torcida y la cara magullada, y las costosas armas de criminal?

¡Nos asesinará cuando estemos durmiendo!

Al rato, Merlin entró en el granero con un frasco muy grande y dos copas de madera. Entregó una de ellas a Rob y suspiró.

—En cualquier otro sentido es una mujer excelente —dijo mientras llenaba las copas—. Para ella es difícil estar aquí, porque se siente separada de muchas cosas y seres queridos.

La bebida era buena y fuerte, descubrió Rob.

—¿De qué parte de Francia sois?

—Como el vino que bebemos, mi mujer y yo somos originarios de la aldea de Falaise, donde viven nuestras familias bajo la benevolente guía de Alberto de Normandía. Mi padre y dos hermanos son vinateros y proveedores del comercio inglés.

Siete años atrás, prosiguió Merlin, había regresado a Falaise después de estudiar en Persia, en una academia para médicos.

—¡Persia! —Rob no tenía la menor idea de donde estaba Persia, pero sabía que era muy lejos—. ¿En que dirección esta Persia?

Merlin sonrió.

—En Oriente. Muy al este.

—¿Y cómo vinisteis a Inglaterra?

Al retornar a Normandía como médico, dijo Merlin, descubrió que en el protectorado del duque Roberto había demasiados profesionales de la medicina. Fuera de Normandía los conflictos eran constantes, así como los inciertos peligros de la guerra y la política: duque contra conde, nobles contra rey.

—En mi juventud había estado dos veces en Londres con mi padre, el mercader en vinos. Recordaba la belleza del campo inglés, y en toda Europa es conocida la estabilidad que ha instaurado el rey Canuto. De modo que decidí asentarme en este lugar rodeado de paz y de verdores.

—¿Y ha resultado acertada la elección de Tettenhall?

Merlin asintió.

—Pero existen dificultades. En ausencia de quienes comparten nuestra religión no podemos orar correctamente a Dios, y es harto difícil cumplir las prescripciones alimentarias. Hablamos a nuestros hijos en su propia lengua, pero ellos piensan en la de Inglaterra y, pese a nuestros esfuerzos, ignoran muchas costumbres de su pueblo. Ahora estoy intentando atraer aquí a otros judíos de Francia.

Se inclinó para servir más vino, pero Rob cubrió su copa con la mano.

—Me mareo si tomo más de un trago, y necesito tener la cabeza despejada.

—¿Por qué me has buscado, joven barbero?

—Habladme de la escuela de Persia.

—Está en la ciudad de Ispahán, en la parte occidental del país.

—¿Por qué fuisteis tan lejos?

—¿A que otro sitio podía ir? Mi familia no quería ponerme de aprendiz con un médico pues, aunque me duele reconocerlo, en casi toda Europa mis colegas forman una pandilla de parásitos y bribones. Hay un gran hospital en Paris, el Hotel Dieu, que solo es un lazareto para pobres al que arrastran a los desesperados para que mueran allí. Hay una escuela de medicina en Salerno, un lugar lamentable. Por su relación con otros mercaderes judíos, padre se enteró de que en los países de Oriente los árabes habían hecho arte de la ciencia de la medicina. En Persia, los musulmanes tienen en Ispahán un hospital que es un auténtico centro curativo. En este hospital hay una pequeña academia del lugar Avicena forma a sus doctores.

—¿Quién?

—El médico más eminente del mundo. Avicena, cuyo nombre árabe es Abu Ali at-Husain ibn Abdullah ibn Sina.

Rob pidió a Merlin que repitiera la extraña melodía del nombre, hasta que lo memorizó.

—¿Es difícil llegar a Persia?

—Sí. Varios años de peligroso trayecto. Viajes por mar, una larga travesía por tierra cruzando terribles montañas y vastos desiertos. —Merlin miró penetrantemente a su huésped—. Debes quitarte de la cabeza las academias persas. ¿Cuánto sabes de tu propia fe, joven barbero? ¿Estas familiarizado con los problemas de tu Papa ungido?

Rob se encogió de hombros.

—¿Juan XIX?

En verdad, más allá del nombre del pontífice y del hecho de que regía la Santa Iglesia, Rob no sabía nada.

—Juan XIX. Es un Papa que está a horcajadas entre dos Iglesias gigantescas en lugar de una, a la manera de un hombre que intenta montar dos caballos. La Iglesia occidental siempre le muestra fidelidad, pero en la Iglesia oriental hay constantes rumores de descontento. Hace doscientos años, el patriarca Focio se rebeló al frente de los católicos orientales en Constantinopla, y desde entonces ha cobrado fuerza el movimiento hacia un cisma en la Iglesia.

»En tus propios tratos con los sacerdotes habrás observado que desconfían de médicos, cirujanos y barberos, creyendo que por medio de la oración ellos son los únicos guardianes legítimos de los cuerpos de los hombres, además de sus almas.

Rob refunfuñó.

—La antipatía de los sacerdotes ingleses hacia quienes ejercen el arte es insignificante en comparación con el odio que sustentan los sacerdotes católicos orientales por las escuelas de medicina árabes y otras academias musulmanas. Viviendo codo con codo con los musulmanes, la Iglesia oriental está entregada a una guerra virulenta y constante con el Islam para atraer a los hombres hacia la gracia de la única fe verdadera. La jerarquía oriental ve en los centros de enseñanza árabes una incitación al paganismo y una terrible amenaza. Hace quince años, Sergio II, que entonces era Patriarca de la Iglesia oriental, declaró que todo cristiano que asistiera a una escuela musulmana situada al este de su patriarcado, era un sacrílego y un quebrantador de la fe, culpable de prácticas paganas. Ejerció presiones para que el Santo Padre de Roma se sumara a esta declaración. Benedicto VIII trataba de ser elevado a la Santa Sede. Un presagio le señala como el Papa que presenciaría la disolución de la Iglesia. Para apaciguar al descontento oriental, cumplimentó de buena gana la solicitud de Sergio. El castigo por paganismo es la excomunión.

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