El médico (30 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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EXTRAÑO EN TIERRA EXTRAÑA

Francia no era tan decididamente verde como Inglaterra, pero había más sol. El cielo parecía más alto, y el color de Francia era un azul oscuro. Gran parte de la tierra estaba compuesta por bosques, como su país. El campo estaba salpicado de granjas escrupulosamente pulcras, y de vez en cuando aparecía un sombrío castillo de piedra similar a los que Rob estaba acostumbrado a ver en los campos de su terruño; pero algunos señores vivían en grandes casas solariegas de madera, que eran poco comunes en Inglaterra.

En los pastos había ganado y campesinos sembrando trigo.

Rob ya había visto algunas maravillas.

—Muchos de vuestros edificios campestres carecen de techo —observó.

—Aquí llueve menos que en Inglaterra —dijo Charbonneau—. Algunos granjeros trillan el grano en graneros abiertos.

Charbonneau montaba un caballo grande y plácido de color gris claro, blanco. Sus armas tenían aspecto de haber sido usadas y bien cuidadas. Todas las noches atendía cuidadosamente su montura, y limpiaba y lustraba su espada y la daga. Era una compañía agradable en el campamento y en el camino.

Todas las granjas tenían huerto, ahora en flor. Rob se detuvo en unas quintas con la intención de comprar licor, pero no encontró hidromiel. Adquirió un barril de aguardiente de manzanas, similar al que había paladeado en Calais, y descubrió que mejoraba la Panacea Universal.

Como en todas partes, los mejores caminos habían sido construidos tiempo atrás, por los romanos, para que marcharan sus ejércitos: anchas callas que empalmaban entre sí y eran tan rectas como lanzas. Charbonneau hacía observaciones cariñosas sobre sus caminos.

—Abundan por doquier y forman una red que abarca el mundo. Si lo quisieras, podrías seguir por estas vías hasta llegar a Roma.

No obstante, ante un cartel que indicaba una aldea llamada Caudry, Rob hizo desviar a
Caballo
del camino romano. Charbonneau desaprobó la maniobra.

—Estos senderos arbolados son peligrosos.

—Tengo que recorrerlos para ejercer mi oficio. Son los únicos que llevan a las aldeas pequeñas. Tocaré el cuerno. Es lo que siempre he hecho.

Charbonneau se encogió de hombros.

Las casas de Caudry tenían techos cónicos de broza o de paja. Las mujeres cocinaban al aire libre; casi todas las casas tenían una mesa de tablones y bancos cerca del fuego, debajo de un tosco sombrajo sostenido por cuatro postes resistentes que eran troncos de árboles jóvenes. Aquello no podía tomarse por un pueblo inglés, pero Rob hizo todos los movimientos de rutina como si estuviera en casa.

Dio el tambor a Charbonneau y le dijo que lo batiera. El francés parecía divertirse y se interesó vivamente cuando
Caballo
se puso a hacer cabriolas al son del tambor.

—¡Hoy hay espectáculo! ¡Gran espectáculo! —grito Rob.

Charbonneau capto la idea de inmediato, y a partir de entonces tradujo todo lo que decía Rob.

La experiencia del espectáculo en Francia resultó rara para Rob. Los espectadores reían de los mismos cuentos aunque en diferentes momentos, quizá porque debían esperar la traducción. Durante los juegos malabares Charbonneau estaba transfigurado, y sus farfullados comentarios de deleite contagiaron a la multitud, que aplaudió vigorosamente.

Vendieron grandes cantidades de Panacea Universal.

Aquella noche, en el campamento, Charbonneau insistió en que hiciera malabarismos, pero Rob se negó.

—Ya te hartarás de verme, no temas.

—Es sorprendente. ¿Dices que haces eso desde que eras un crío?

—Sí.

Le habló de los tiempos en que Barber se lo había llevado consigo tras la muerte de sus padres.

Charbonneau meneó la cabeza.

—Has tenido suerte. Cuando yo tenía doce años murió mi padre, y mi hermano Étienne y yo fuimos entregados como grumetes a una embarcación pirata.—Suspiró—. Esa sí que es una vida dura, amigo mío.

—Creía haberte oído decir que tu primer viaje te llevó a Londres.

—Mi primer viaje en un buque mercante, a los diecisiete. Pero los cinco años anteriores navegué con piratas.

—Mi padre ayudó a defender Inglaterra contra tres invasiones. Dos veces cuando los daneses invadieron Londres. Y otra cuando los piratas invadieron Rochester —dijo Rob lentamente.

—Mis piratas nunca atacaron Londres. Una vez tocamos tierra en Rodney, incendiamos dos casas y nos llevamos una vaca a la que matamos para comer carne.

Se miraron fijamente.

—Eran muy malas personas. Pero yo tenía que hacer eso para conservar la vida

Rob asintió.

—¿Y Étienne? ¿Qué ha sido de Étienne?

—Cuando tuvo edad suficiente huyó y volvió a nuestra ciudad, donde se colocó de aprendiz de panadero. Hoy también es un viejo y hace un pan excepcional.

Rob sonrió y le deseó que pasara buena noche.

Cada tres o cuatro días iban a la plaza de una aldea distinta, donde todo ocurría como de costumbre: las tonadas libertinas, los retratos halagadores, las curas con licor. Al principio Charbonneau traducía los llamamientos del cirujano barbero, pero en breve el francés se había acostumbrado tanto, que era capaz de reunir una multitud por su cuenta. Rob trabajaba duramente, deseoso de llenar su caja, pues sabía que el dinero significaba provecho en países extranjeros.

El mes de junio fue cálido y seco. Mordisquearon diminutos bocados de la oliva llamada Francia, atravesando su borde norteño, y a principios del verano estaban casi en la frontera alemana.

—Nos estamos acercando a Estrasburgo —anunció Charbonneau una mañana.

—Vayamos a esa ciudad para que puedas ver a los tuyos.

—Si lo hacemos perderemos dos días —objetó Charbonneau, pero Rob rió y se encogió de hombros, porque simpatizaba con el anciano francés.

La ciudad era hermosa y bullía de artesanos que estaban construyendo una gran catedral en la que ya apuntaba la promesa de incrementar la gracia general de las anchas calles y elegantes casas de Estrasburgo.

Fueron directamente a la panadería, donde un locuaz Étienne Charbonneau estrujó a su hermano en un enharinado abrazo.

La noticia de su llegada se transmitió según el sistema de información francés, y aquella tarde se presentaron para celebrarla dos apuestos hijos de Étienne y tres de sus hijas, de ojos oscuros, con su prole y sus cónyuges; la más joven, Charlotte, era soltera y aún vivía en casa de su padre. Charlotte preparó una cena pródiga: tres gansos estofados con zanahorias y ciruelas pasas. Pusieron en la mesa dos tipos de pan fresco. Uno redondo, al que llamó «pan de perro», y que era delicioso a pesar de su nombre. Estaba compuesto por capas alternativas de trigo y centeno.

—Es muy barato; se trata del pan de los pobres —dijo Étienne, y estimuló a Rob a probar una barra larga más cara, hecha con tranquillón, una mezcla de harinas con muchos granos molidos finos.

A Rob le gusto más el «pan de perro».

Fue una velada alegre. Louis y Étienne traducían todo para Rob, con la hilaridad general. Los niños bailaron, las mujeres cantaron, Rob hizo los malabares para corresponder a la opípara cena, y Étienne tocó tan bien como horneaba el pan.

Cuando finalmente la familia se marchó, todos besaron a los viajeros a modo de despedida. Charlotte hundió el vientre y asomó su pecho recién florecido, mientras sus grandes ojos invitaban escandalosamente a Rob. Esa noche, echado en la cama, Rob se preguntó como sería la vida si se instalara en el seno de una familia como aquella y en un entorno tan encantador.

A medianoche se levantó.

—¿Ocurre algo? —preguntó Étienne en voz baja.

El panadero estaba sentado en la oscuridad, no muy lejos de donde yacía su hija.

—Tengo que mear.

—Iré contigo —dijo Étienne.

Salieron juntos y orinaron amistosamente contra un costado del granero. Cuando Rob regresó a su cama de paja, Étienne se acomodó en la silla y quedó vigilando a Charlotte.

Por la mañana, el panadero mostró a Rob sus grandes hornos redondos y regaló a los viajeros un saco lleno de «pan de perro» horneado dos veces para que quedara duro y no se estropeara, a semejanza de las galletas marineras.

Los habitantes de Estrasburgo tuvieron que esperar sus panes ese día pues Étienne cerró la panadería y cabalgó con ellos parte del trayecto. El camino romano los llevó hasta el río Rin, a corta distancia de la casa Étienne, y luego se curvaba aguas abajo algunas millas, hasta un vado.

Los hermanos se inclinaron en sus monturas y se besaron.

—Ve con Dios —dijo Étienne a Rob, al tiempo que enfilaba su caballo hacia su casa, y ellos salpicaban agua cruzando el vado.

Las aguas arremolinadas estaban frías y aún débilmente pardas por la tierra arrastrada por las inundaciones primaverales río arriba. La senda distante de la orilla opuesta era empinada, y
Caballo
realizó un gran esfuerzo para arrastrar el carromato hasta la tierra de los teutones.

En seguida llegaron a las montañas, cabalgando entre altos bosques de pináceas y abetos. Charbonneau estaba cada vez más callado, lo que en principio Rob atribuyó a lo mucho que le dolía separarse de su familia y de su terruño, pero al cabo de un rato el francés escupió.

—No me gustan los alemanes, ni tampoco pisar su tierra.

—Sin embargo, naciste lo más cerca de ellos que puede nacer un francés

Charbonneau frunció el ceño.

—Uno puede vivir junto al mar y no amar a los tiburones —dijo.

A Rob lo impresionaba como una tierra agradable. El aire era frío y claro. Descendieron una montaña alargada a cuyo pie vieron a hombres y mujeres cortando y revolviendo el heno del valle para obtener forraje como hacían los campesinos en Inglaterra. Subieron otra montaña hasta unas tierras de pastoreo no muy extensas donde los niños atendían a las cabras llevadas a pastar durante el verano desde las granjas La senda era alta, y poco después, al bajar la vista, vieron un gran castillo de piedra gris oscuro. Unos jinetes participaban en una justa con las lanzas abiertas, en la palestra. Charbonneau volvió a escupir.

—Es la torre del homenaje de un hombre terrible, el sobrenombre de este conde Sigdorff, era el Imparcial.

—¿El Imparcial? No parece el sobrenombre más apropiado para un hombre tan terrible.

—Ahora es viejo —explicó Charbonneau—. Pero se ganó ese nombre en su juventud, cayendo sobre Bamberg y llevándose a doscientos prisioneros. Ordenó que a cien de ellos les cortaran la mano derecha y a los otros cien la izquierda.

Llevaron a sus caballos a medio galope hasta que el castillo desapareció de la vista.

Antes de mediodía llegaron a una señal de desvío del camino romano la aldea de Entburg, en la que decidieron montar su espectáculo. Hacía unos minutos que habían tomado el desvío cuando llegaron a un recodo y vieron a un hombre que bloqueaba el sendero, montado en un caballo flaco y cobrizo, de ojos legañosos. El hombre era calvo y tenía pliegues de en su corto pescuezo. Llevaba puesta una prenda de tejido casero con un cuerpo al mismo tiempo carnoso y duro, semejante al de Barber cuando Rob lo conoció. No había lugar para pasar con el carromato, pero tenía las armas enfundadas y Rob refrenó al caballo mientras se estudiaban serenamente. El hombre calvo pronunció unas palabras.

—Pregunta si tienes licor —aclaró Charbonneau.

—Dile que no.

—El hijoputa no está solo —agregó Charbonneau sin alterar el tono de su voz y Rob percibió que otros dos habían dispuesto sus cabalgaduras detrás de los árboles.

Uno era un joven montado en una mula. Cuando se acercó al gordo, Rob notó la similitud de sus rasgos y dedujo que eran padre e hijo. El tercero iba en un animal enorme y torpe que parecía un caballo de tiro. Se instaló detrás del carromato, cortando la retirada por retaguardia. Tendría unos treinta años. Era menudo y de aspecto ruin; le faltaba la oreja izquierda, como a
Señora Buffington
.

Los dos recién llegados empuñaban espadas. El calvo dijo algo a Charboneau en voz alta.

—Dice que debes bajar del carromato y quitarte la ropa. Quiero que sepas que en cuanto lo hagas te matarán —dijo Charbonneau—. La vestimenta es cara y no quieren que se manche de sangre.

Rob no notó de donde había sacado Charbonneau su puñal. El viejo lo hizo con un esforzado gruñido y un experto movimiento de mano que proyectó en línea recta y a gran velocidad: se hundió en el pecho del joven de la espada.

En los ojos del gordo se notó un sobresalto, pero aun no se había borrado la sonrisa de sus labios cuando Rob abandonó el asiento de su carromato.

Dio un solo paso hasta el ancho lomo de
Caballo
y se lanzó, arrancando al hombre de su silla. Aterrizaron rodando y dando zarpazos, cada uno tratando desesperadamente de herir al otro. En un momento dado, Rob logró llevar su brazo izquierdo por debajo del mentón del otro, desde atrás. Un puño carnoso empezó a golpearle la ingle, pero Rob se retorció y pudo desviar los puñetazos a una nalga. Recibió unos terribles martillazos que le entumecieron la pierna. Con anterioridad siempre había peleado borracho enloquecido de ira. Ahora estaba sobrio y concentrado en un único pensamiento, frío y claro.

«Mátalo.»

Jadeante, se aferró a la muñeca izquierda con la mano libre y tratando de estrangularlo o aplastarle la traquea.

Luego pasó a la frente e intentó echarle la cabeza hacia atrás, para estropearle la espina dorsal.

«¡Quiébrate!», imploró. Pero el cuello era corto y grueso, acolchado con grasa y surcado de músculos.

Una mano con largas uñas negras subió hasta su cara.

Rob se debatió para apartar la cabeza, pero la mano le rastrilló la mejilla haciéndolo sangrar.

Gruñeron y lucharon como en una tosca pelea de amantes.

La mano volvió.

Esta vez llegó un poco más arriba, en busca de los ojos. Clavó sus afiladas uñas y Rob gritó.

Al instante Charbonneau estaba de pie sobre ellos. Insertó la punta de la espada deliberadamente, buscando un espacio entre las costillas, y hundió a fondo la espada.

El calvo suspiró, como si estuviera satisfecho. Dejó de gruñir y de moverse y se desplomó. Rob lo olió por primera vez.

Logró apartarse del cadáver. Se sentó, acariciándose la cara vapuleada.

El joven colgaba de la grupa de la mula, con sus sucios pies descalzos cruelmente enganchados.

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