El médico (45 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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—¡
Imshallah
! ¡
Imshallah
! —exclamaron los derviches cuando la barca tocó el muelle.

Reb Lonzano recitó una bendición. Con el cutis oscurecido, el cuerpo más delgado y el vientre cóncavo, Rob saltó de la embarcación y caminó con gran cuidado por la tierra ondulada, alejándose del odiado mar.

Dedeh se inclinó ante Lozano, Melek parpadeó ante Rob y sonrió, y los derviches siguieron su camino.

—Vamos —dijo Lonzano.

Los judíos echaron a andar con paso pesado, como si supieran a dónde iban. Rize era un lugar lamentable. Unos perros amarillos salieron corriendo y les ladraron. Se cruzaron con unos niños que reían tontamente y tenían los ojos ulcerados; una mujer desaseada que cocinaba algo en un fuego al aire libre; dos hombres dormían a la sombra, tan próximos como amantes. Un viejo escupió al verlos pasar.

—Su principal negocio consiste en la venta de ganado a la gente que llega por mar y sigue el viaje a través de las montañas —explicó Lonzano—.

Loeb tiene un conocimiento perfecto de las bestias y comprará para todos.

Rob dio dinero a Loeb. Poco después, llegaron a una pequeña choza, junto a un gran redil en el que había burros y mulas. El tratante era un hombre de ojos desviados hacía los lados. Le faltaban el tercero y cuarto dedos de la mano izquierda, y si bien el que se los cortó había hecho una chapuza grotesca, sus muñones fueron útiles como ganchos de tracción cuando separó los animales para que Loeb los inspeccionara.

Loeb no regateó ni mostró remilgos. A menudo miraba un instante y de soslayo un animal. A veces se detenía para examinar ojos, dentaduras, cruces y corvejones. Propuso comprar una sola de las mulas, y el vendedor protestó ante su oferta.

—¡No es suficiente! —exclamo indignado, pero cuando Loeb se encogió de hombros y comenzó a alejarse, el hombre lo detuvo y aceptó su dinero.

Compraron tres animales a otro comerciante. El tercero al que visitaron echó una larga mirada a las bestias que conducían y asintió lentamente. Separó animales de su redil para ellos.

—Cada uno conoce el ganado de los demás y este ha visto que Loeb solo acepta lo mejor —dijo Aryeh.

Poco después, cada uno de los cuatro miembros de la partida judía tenía un burrito resistente para montar, y una mula fuerte como animal de carga.

Lonzano dijo que si todo iba bien solo faltaba un mes de viaje hasta Ispahán, y Rob cobró nuevas fuerzas. Tardaron un día en atravesar la llanura costera y tres en cruzar unas estribaciones montañosas. Después escalaron macizos más elevados. A Rob le gustaban las montañas, pero aquellas culminaban en picos áridos y rocosos, escasamente poblados de vegetación.

—Se debe a que la mayor parte del año no hay agua —explicó Lonzano—. En primavera se producen graves inundaciones, y el resto del tiempo hay sequía. Si vemos un lago, probablemente será de agua salada, pero nosotros sabemos donde encontrar la potable.

Por la mañana rezaron. Después, Aryeh escupió y miró desdeñosamente a Rob.

—No sabes una mierda. Eres un estúpido
goy
.

—Tú eres el estúpido y te expresas como un cerdo —regañó Lonzano a Aryeh.

—¡Ni siquiera sabe ponerse el
tefillin
! —dijo Aryeh con tono malhumorado.

—Se ha criado entre extranjeros, y si no sabe, ésta es nuestra oportunidad de enseñarle. Yo, Reb Lonzano ben Ezra ah-Levi de Masqat, le transmitiré algunas costumbres de su pueblo.

Lonzano enseñó a Rob a ponerse correctamente las filacterias. El cuero se arrollaba tres veces alrededor del brazo, formando la letra hebrea
shin
, y luego se envolvía siete veces por el antebrazo, descendía a través de la palma y alrededor de los dedos, de manera que dibujaba otras dos letras,
dalet
y
yud
, componiendo así la palabra
shaddai
, uno de los siete Nombres Impronunciables.

Simultáneamente se decían oraciones, entre ellas un pasaje de Oseas, 2: 21-22:
Y te desposaré conmigo para siempre en juicio y justicia, y misericordia, y miseraciones
.
Y te desposaré conmigo en fe, y conocerás al Señor
.

Al repetirlas, Rob se echó a temblar, pues había prometido a Jesús que a pesar de mostrar la apariencia exterior de un judío, le seguiría siendo fiel. Entonces recordó que Cristo había sido judío y que, sin duda, a lo largo de su vida se había puesto miles de veces las filacterias mientras decía esas mismas oraciones. Así se aliviaron su corazón y su miedo, y repitió las palabras que decía Lonzano mientras las tiras que rodeaban su brazo le enrojecieron la mano de una manera sumamente interesante, pues eso indicaba que la sangre había quedado bloqueada en los dedos por las ceñidas ataduras, y se encontró preguntándose de dónde venía la sangre, y a dónde iría desde la mano cuando se quitara la tira de cuero.

—Algo más —dijo Lonzano mientras desenrollaban las filacterias—. No debes descuidar la búsqueda de la guía divina porque no sepas la Lengua. Está escrito que si una persona no puede decir una súplica prescrita, debe al menos pensar en el Todopoderoso. Eso también es rezar.

No eran unas figuras garbosas, pues si un hombre no es bajo, existe cierta desproporción cuando monta un asno. Los pies de Rob apenas se separaban del suelo, pero el burro soportaba fácilmente su peso durante largas distancias, y era una bestia ágil, perfectamente idónea para subir y bajar montanas.

A Rob no le gustaba el ritmo de Lonzano, que llevaba una fusta de espinos con la que constantemente golpeaba los flancos de su burro.

—¿Para qué ir tan rápido? —refunfuñó finalmente, pero Lonzano no se molestó en volverse.

Fue Loeb quien respondió:

—En los alrededores vive una gentuza capaz de matar a cualquier viajero, y detesta especialmente a los judíos.

Conocían de memoria la ruta. Rob no sabía nada del camino, y si les ocurría algún percance a los otros tres, era dudoso que él sobreviviera en aquel entorno desolado y hostil. La senda subía y bajaba precipitadamente, serpenteando entre los oscuros y amenazadores picos del este de Turquía.

Entrada la tarde del quinto día, llegaron a un pequeño cauce que jugueteaba caprichosamente entre márgenes contorneadas de rocas.

—El río Coruh —informó Aryeh.

Casi no había agua en la bota de Rob, pero Aryeh movió la cabeza negativamente cuando lo vio dirigirse al río.

—Es agua salada —advirtió en tono cáustico, como si Rob tuviera la obligación de saberlo.

Siguieron cabalgando. Al doblar un recodo, al atardecer, vieron a un zagal que apacentaba cabras. El pastorcillo dio un salto y se alejó en cuanto los vio.

—¿No deberíamos perseguirlo? —preguntó Rob—. Tal vez haya salido corriendo para informar a los bandidos de que estamos aquí.

Lonzano lo miró y sonrió. Rob notó que la tensión había desaparecido de su rostro.

—Era un niño judío. Estamos llegando a Bayburt.

La aldea tenía menos de cien habitantes, y aproximadamente la tercera parte eran judíos. Vivían protegidos por un muro alto y difícilmente expugnable, construido en la ladera de la montaña. Cuando llegaron a la puerta, la hallaron abierta. En cuanto la hubieron traspuesto, se cerró a cal y canto a sus espaldas, y al desmontar encontraron seguridad y hospitalidad en el barrio judío.


Shalom
—saludó el
rabbenu
de Bayburt, sin sorpresa.

Era un hombre menudo, que habría formado un conjunto perfectamente armonioso a horcajadas de un burro. Su barba era espesa y tenía una expresión melancólica alrededor de la boca.


Shalom aleikhum
—dijo Lonzano.

En Tryavna habían hablado a Rob del sistema judío de viajes, pero ahora lo vio con ojos de participante. Unos chicos se llevaron los animales para atenderlos, otros recogieron sus botas para lavarlas y llenarlas de agua dulce del pozo del lugar. Las mujeres les dieron trapos húmedos para que pudieran lavarse, y luego les sirvieron pan fresco, sopa y vino antes de que fueran a la sinagoga, a reunirse con los hombres del pueblo para el
ma'ariv.
Después de las oraciones se sentaron con el
rabbenu
y algunas autoridades.

—Conozco tu cara, ¿no? —preguntó el
rabbenu
a Lonzano.

—He disfrutado anteriormente de vuestra hospitalidad. Estuve aquí hace seis años con mi hermano Abraham y nuestro padre, bendita sea su memoria, Jeremiah ben Label. Nuestro padre nos dejó hace cuatro años por voluntad del Altísimo, cuando un pequeño rasguño en el brazo se gangrenó y lo envenenó.

El
rabbenu
asintió y suspiró.

—Que en paz descanse.

Intervino entusiasmado un judío canoso que se rascaba el mentón.

—¿No me recuerdas? Soy Yosel ben Samuel de Bayburt. Estuve con tu familia en Masqat, hace diez años esta primavera. Llevaba piritas de cobre en una caravana de cuarenta y tres camellos y tu tío... ¿Issachar?, tu tío Issachar le ayudó a venderle las piritas a un fundidor y a obtener un cargamento de esponjas marinas con buenos beneficios para mí.

Lonzano sonrió.

—Mi tío Jehiel. Jehiel ben Issachar.

—¡Eso es, Jehiel! ¿Goza de buena salud?

—Estaba sano cuando salí de Masqat.

—Bien —dijo el
rabbenu
—. El camino a Erzurum está controlado por una calamidad de bandidos turcos, que la plaga se los lleve y toda forma de catástrofe siga sus pasos. Asesinan, cobran rescates, hacen lo que les da la gana. Tendréis que eludirlos por una pequeña senda que atraviesa las más altas montañas. No os perderéis porque uno de nuestros jóvenes os guiará.

Así, al día siguiente muy temprano, los animales se desviaron del camino transitado poco después de dejar Bayburt, y siguieron un sendero pedregoso que en algunos lugares era muy angosto, con pendientes cortadas a pico en la ladera de la montaña. El guía los acompañó hasta que regresaron sanos y salvos al camino principal.

La noche siguiente estaban en Karakose, donde solo había una docena de familias judías, prósperos mercaderes que gozaban de la protección de Ili ul Hamid, un poderoso jefe militar. El castillo de Hamid estaba construido en forma de heptágono, en una elevada montaña que dominaba la aldea. Tenía la apariencia de un galeón de guerra desarbolado y desmantelado.

Subían agua desde la aldea hasta la fortaleza en asnos, y las cisternas siempre estaban llenas en previsión de un asedio. A cambio de la protección de Hamid, los judíos de Karakose tenían el compromiso de mantener llenos de mijo y arroz los almacenes del castillo. Rob y los tres judíos ni siquiera vislumbraron a Hamid, pero abandonaron Karakose de buena gana, pues no deseaban estar un minuto en un sitio donde la seguridad dependía del capricho de un solo hombre poderoso.

Estaban atravesando un territorio muy escabroso y lleno de peligros pero la red viajera funcionaba. Todas las noches renovaban la provisión de agua potable, recibían buena comida y techo, y consejo sobre lo que les esperaba más adelante. Las arrugas de preocupación casi habían desaparecido de la cara de Lonzano. Un viernes por la tarde llegaron a la minúscula aldea montañosa de Igdir y se quedaron un día de más en las casitas de piedra de los judíos, con el propósito de no viajar en sábado. Igdir era un pueblo frutícola y se saciaron, agradecidos, con cerezas negras y membrillo en conserva.

Hasta Aryeh estaba relajado, y Loeb se mostró amable con Rob, al que enseñó un idioma secreto por señas, con el que los judíos mercaderes de Oriente hacían sus negociaciones sin hablar.

—Se comunican con las manos —explicó Loeb—. El dedo recto significa diez; el dedo doblado, cinco. El dedo apretado dejando solo la punta a vista es uno; toda la mano representa cien, y el puño significa mil.

La mañana que abandonaron Igdir, él y Loeb cabalgaron juntos, regateando en silencio con las manos, cerrando tratos de embarques inexistentes, comprando y vendiendo especias y oro y reinos para pasar el tiempo. La senda era rocosa y difícil.

—No estamos lejos del monte Ararat —dijo Aryeh.

Rob reflexionó acerca de las elevadas y poco airosas cumbres y el terreno marchito.

—¿Por qué se le ocurriría a Noé abandonar el arca? —preguntó Rob, y Aryeh se encogió de hombros.

En Nazik, la siguiente población, se demoraron. La comunidad estaba construida a lo largo de un gran desfiladero rocoso, donde vivían ochenta y cuatro judíos y treinta veces más anatolios.

—Se celebrara una boda turca en esta aldea —les informó el
rabbenu
, un anciano delgado, de hombros caídos y ojos penetrantes—. Ya han comenzado las reuniones y su excitación es malsana y despreciable. No nos atrevemos a movernos de nuestro barrio.

Sus anfitriones los mantuvieron encerrados cuatro días en el sector judío. Había comida en abundancia y un buen pozo. Los judíos de Nazik eran simpáticos y afables, y aunque el sol brillaba con crueldad, los viajeros dormían en un fresco granero de piedra, sobre paja limpia. Desde la ciudad llegaba el alboroto de peleas, el jolgorio de las borracheras, el ruido de muebles rotos, y una vez cayó sobre los judíos una granizada de piedras desde el otro lado del muro, pero nadie resultó herido.

Cuatro días más tarde todo estaba sereno, y uno de los hijos del
rabbenu
se aventuró a salir. Tras las violentas celebraciones, los turcos estaban agotados y dóciles, y a la mañana siguiente Rob abandonó encantado Nazik, con sus tres compañeros de viaje.

Siguió una etapa a campo través, desprovista de colonias judías y de protección. Tres semanas después de dejar atrás Nazik, llegaron a una meseta que embalsaba una gran masa de agua bordeada por un ancho perímetro de barro blanco resquebrajado. Bajaron de sus burros.

—Estamos en Urmiya —dijo Lonzano a Rob—, un lago salado y poco profundo. En primavera, las corrientes de agua arrastran minerales desde las laderas hasta aquí. Pero el lago carece de drenaje, de forma que el sol estival evapora el agua y deja la sal en los bordes. Coge una pizca de sal y póntela en la lengua.

Lo obedeció cautelosamente e hizo una mueca.

Lonzano sonrió.

—Estás paladeando Persia.

Le llevó un momento comprender el significado de esas palabras.

—¿Estamos en Persia?

—Sí. Esta es la frontera.

Rob se sintió decepcionado. «Tan largo camino para... esto.» Lozano era perspicaz.

—No padezcas; te enamorarás de Ispahán, te lo garantizo. Y ahora volvamos a montar, que todavía debemos cabalgar muchos días.

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