El médico (66 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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»Pero sé que los mismos
chawns
y
beglerbegs
rendirían idéntico homenaje a Mahmud o a Toghrul-beg si pasaran por allí con sus ejércitos.

»Antaño hubo tiempos como el nuestro, en que pequeños reinos y reyes sin poder se disputaban el premio de un vasto imperio. Finalmente, solo quedaron dos hombres: Ardashir y Ardewan, que libraron un combate personal mientras sus ejércitos los observaban. Dos grandes figuras con cotas de malla se enfrentaron en el desierto. El combate concluyó cuando Ardewan murió a manos de Ardashir y éste se convirtió en el primer hombre que adoptó el titulo de
Shahanshah
. ¿No te gustaría ser ese Rey de Reyes?

Rob meneó la cabeza.

—Yo solo quiero ser médico.

Notó el desconcierto en la expresión del sha.

—¡Eso sí que es extraño! En toda mi vida nadie ha desaprovechado la oportunidad de halagarme. Pero tú no cambiarías tu lugar por el mío, es evidente. He hecho averiguaciones. Dicen que como aprendiz eres notable. Se esperan grandes cosas de ti cuando seas
hakim
. Necesitaré hombres que sepan hacer grandes cosas y no lamerme el culo.

»Apelaré a la astucia y al poder del trono para apartar a Qandrasseh. El sha siempre ha tenido que luchar para conservar Persia. Utilizaré mis ejércitos y mi espada contra los otros reyes. Antes que yo esté acabado, Persia será otra vez un imperio y yo podré llamarme auténticamente
Shahanshah
.

Cogió la muñeca de Rob.

—¿Serás mi amigo, Jesse ben Benjamin?

Rob comprendió que había sido atraído a una trampa tendida por un cazador inteligente. El sha Ala estaba comprometiendo su futura lealtad en beneficio propio. Y lo hacía fríamente y con premeditación; con toda evidencia, en ese monarca había algo más que un borrachín libertino.

Rob nunca habría aceptado un compromiso político y lamentó haber salido a cabalgar esa mañana. Pero ya estaba hecho y conocía muy bien sus deudas. Cogió al sha por la muñeca.

—Cuentas con mi lealtad, Majestad.

Ala asintió. Volvió a apoyar la espalda en el calor del pozo y se rascó el pecho.

—Bien. ¿Te gusta mi lugar predilecto?

—Es sulfuroso como un pedo, Majestad.

Ala no era de los que ríen a carcajadas. Se limitó a abrir los ojos y sonrió. Y luego volvió a hablar:

—Si quieres puedes traer aquí a una mujer,
Dhimmi
—dijo perezosamente.

—No me gusta —dijo Mirdin cuando se enteró de que Rob había cabalgado con Ala—. Es un hombre imprevisible y peligroso.

—Para ti es una gran oportunidad —apuntó Karim.

—Oportunidad que no deseo.

Con gran alivio por su parte, pasaron los días y el sha no volvió a llamarlo. Sentía la necesidad de amigos que no fuesen reyes, y pasaba la mayor parte del tiempo libre con Mirdin y Karim.

Karim se estaba amoldando a la vida de un médico joven; trabajaba en el
maristan
como antes, pero ahora al-Juzjani le pagaba un pequeño estipendio por el examen diario y el cuidado de sus pacientes. Con más tiempo para sí mismo y un poco de dinero, frecuentaba las
maidans
y los burdeles.

—Acompáñame —apremiaba a Rob—. Te traeré una puta de pelo negro como las alas de un cuervo y fino como la seda.

Rob sonreía y movía negativamente la cabeza.

—¿Qué clase de mujer deseas?

—Una de pelo rojo como el fuego.

Karim sonreía.

—No las hacen así.

—Vosotros dos necesitáis esposa —les dijo un día Mirdin plácidamente, pero no le prestaron la menor atención.

Rob volcaba todas sus energías en los estudios. Karim continuaba su vida de mujeriego, y su apetito sexual se estaba convirtiendo en fuente de diversión para todo el hospital. Conociendo su historia, Rob sabía que detrás del rostro hermoso y el cuerpo atlético se escondía un niño sin amigos que buscaba el afecto femenino para borrar atroces recuerdos.

Ahora Karim corría más que nunca, al principió y al fin de cada día. Se entrenaba ardua y constantemente, y no solo corriendo. Enseñó a Rob y a Mirdin a usar la espada curva de Persia —la cimitarra—, un arma con más peso del que estaba acostumbrado Rob, y que exigía muñecas fuertes y flexibles. Karim los hacía ejercitar con una piedra pesada en cada mano, haciendo que las volvieran del derecho y del revés, adelante y atrás, para fortalecer y dar velocidad a sus muñecas.

Mirdin no era un buen atleta y jamás sería espadachín. Pero aceptaba alegremente su torpeza y estaba tan dotado intelectualmente que no parecía tener la menor importancia su impericia con la espada.

Después de anochecer veían muy poco a Karim..., que bruscamente dejó de pedirle a Rob que lo acompañara a los burdeles, y confesó que había iniciado una aventura con una mujer casada y estaba enamorado. Pero cada vez con más frecuencia Rob era invitado a cenar en las habitaciones de Mirdin, cerca de la sinagoga Casa de Sión.

En casa de su amigo judío, Rob se sorprendió al ver sobre un mueble un tablero cuadriculado como el que solo había visto dos veces con anterioridad.

¿Es el juego del sha?

—Sí. ¿Lo conoces? Mi familia lo ha jugado siempre.

Las piezas de Mirdin eran de madera, pero el juego era idéntico al que Rob había jugado con Alá, salvo que en lugar de empeñarse en una victoria rápida y sangrienta, Mirdin se dedicaba a enseñarle. En poco tiempo, y bajo su paciente tutela, Rob empezó a asimilar las sutilezas del juego.

Sencillo como siempre, Mirdin le dedicaba miradas de paz. Un atardecer cálido, después de cenar el
pilah
de verduras de Fara, siguió a Mirdin para darle las buenas noches a Issachar, su hijo de seis años.


Abba
. ¿Nuestro Padre me mira desde el Cielo?

—Sí, Issachar. Siempre te ve.

—¿Y por qué yo no lo veo a Él?

—Porque es invisible.

El chico tenía mejillas morenas y regordetas y mirada seria. Sus dientes y sus mandíbulas ya eran enormes, y algún día tendría la inelegancia de su padre, pero también su dulzura.

—Si Él es invisible, ¿cómo sabe qué aspecto tiene Él mismo?

Rob sonrió. «¡Qué cosas dicen los niños! —pensó—. Responde a eso, oh Mirdin, erudito de la ley oral y escrita, maestro del juego del sha, filósofo y sanador...»

Pero Mirdin estuvo a la altura de las circunstancias.

—La Torá nos dice que El ha hecho al hombre a Su imagen, que lo ha hecho a Su semejanza, y por lo tanto le basta mirarte, hijo mío, para verse a si mismo. —Mirdin besó al niño—. Buenas noches, Issachar.

—Buenas noches,
Abba
. Buenas noches, Jesse.

—Descansa bien, Issachar —dijo Rob, beso al niño y salió del dormitorio detrás de su amigo.

49
CINCO DÍAS AL OESTE

Llegó una numerosa caravana de Anatolia, y un joven conductor se presentó en el
maristan
con un canasto de higos secos para un judío que se llamaba Jesse. El joven era Sadi, el hijo mayor de Dehbid Hafiz,
kelonter
de Shiraz. Los higos eran un objeto que simbolizaba el amor y la gratitud de su padre por la misión médica de Ispahán que luchó contra la plaga.

Sadi y Rob se sentaron, bebieron
chai
y comieron las deliciosas frutas, grandes y carnosas, llenas de cristalitos de azúcar. Sadi había comprado los higos en Midyat, a un arriero cuyos camellos los habían transportado desde Izmir, atravesando todo el territorio turco. Ahora volvería a conducir los camellos hacia el este, con rumbo a Shiraz, y estaba atrapado en la gran aventura del viaje. Se sintió orgulloso cuando el sanador
Dhimmi
le pidió que llevara el regalo de unos vinos ispahaníes a su distinguido padre Dehbid Hafiz.

Las caravanas eran la única fuente de noticias, y Rob interrogó a fondo al joven.

No había nuevos indicios de plaga cuando la caravana partió de Shiraz. Una vez, en la montañosa parte oriental de Media, habían sido avistadas unas tropas seljucíes, aunque la partida parecía poco numerosa y no atacó a la caravana (¡alabado sea Alá!). En Ghazna, la población estaba afectada por un curioso sarpullido que producía escozor, y el amo de la caravana no quiso detenerse para que los camelleros no se acostaran con las mujeres lugareñas y contrajeran la extraña dolencia. En Hamadhan no hubo plaga, pero un forastero cristiano había contagiado una fiebre europea en tierras del Islam, y los
mullahs
habían prohibido al populacho todo contacto con los diablos infieles.

—¿Cuáles son los signos de esa enfermedad?

Sadi Ibn Dehbid titubeó: no era médico y no ocupaba su mente con esas cuestiones. Solo sabía que nadie, salvo su propia hija, se acercaba al cristiano.

—¿El cristiano tiene una hija?

Sadi no estaba en condiciones de describir al enfermo y a su hija, pero dijo que Boudi el Camellero, que estaba con la caravana, los había visto a ambos.

Juntos buscaron al tratante de camellos, un hombre arrugado y de mirada maliciosa, que escupía saliva roja entre sus dientes ennegrecidos de tanto mascar arecas.

Boudi apenas recordaba al cristiano, afirmó, pero cuando Rob le refrescó la memoria con una moneda fue acordándose de que los había visto a cinco jornadas de viaje al oeste, medio día más allá de la ciudad de Datur. El padre era de edad mediana, de largo pelo gris y sin barba. Usaba ropas negras extranjeras, parecidas a las túnicas de un
mullah
. La mujer era joven, alta y tenía una curiosa cabellera de color un poco más claro que la alheña.

Rob lo miró, preocupado.

—¿Parecía estar muy enfermo el europeo?

Boudi sonrió amablemente.

—No lo sé, amo. Enfermo.

—¿Había servidumbre?

—No vi que nadie los atendiera.

Sin duda los mercenarios habían huido, se dijo Rob.

—¿Ella tenía suficiente comida?

—Yo mismo le di una canasta con legumbres y tres hogazas de pan, amo.

Boudi se asustó con la mirada que le clavó Rob.

—¿Por qué le diste alimentos?

El camellero se encogió de hombros. Se volvió, metió la mano en la bolsa y sacó un puñal, sujetándolo con el mango hacia delante. Se podían encontrar hojas mucho más bonitas en cualquier mercado persa, pero aquella era la prueba, pues la última vez que Rob vio esa daga, colgaba del cinto de James Geikie Cullen.

Sabía que si confiaba en Karim y en Mirdin, estos insistirían en acompañarlo y quería ir solo. Pidió a Yussuf-ul-Gamal que les transmitiera un mensaje.

—Diles que me han llamado por una cuestión personal que les explicaré a mi regreso —dijo al bibliotecario.

Entre los demás, solo se lo dijo a Jalal.

—¿Qué te vas por un tiempo? ¿Por qué?

—Es muy importante. Se trata de una mujer...

—Por supuesto —musitó Jalal.

El ensalmador se preocupó hasta descubrir que en la clínica había suficientes aprendices como para no ser molestado, y entonces movió la cabeza afirmativamente. Rob partió a la mañana siguiente. El trayecto era largo, y una prisa indebida le perjudicaría, pero no dio tregua a su castrado, pues no podía apartar de su mente la imagen de una mujer sola en un yermo extranjero, con su padre enfermo.

El clima era veraniego y las aguas que corrieron en la primavera se habían evaporado bajo el sol cobrizo, de modo que el polvo salado de Persia cubrió a Rob y se introdujo en su silla, lo ingirió con la comida y bebió una delgada película polvorienta con el agua. Por todas partes veía flores silvestres que viraban al marrón, pero también gente que labraba el suelo rocoso aprovechando la poca humedad que había para irrigar los viñedos y datileros, como habían hecho durante miles de años.

Avanzaba porfiadamente resuelto y nadie lo desafió ni lo entretuvo; al atardecer del cuarto día pasó por la ciudad de Datur. Nada podía hacer en la oscuridad, pero al día siguiente estaba cabalgando al rayar el alba. A media mañana, en la pequeña aldea de Gusheh, un mercader aceptó su moneda, la mordió y luego le transmitió todo lo que sabía de los cristianos. Estaban en una casa al otro lado del
wadi
Ahmad, a corta distancia hacia el oeste.

No encontró el
wadi
, pero se cruzó con dos cabreros, un viejo y un chico. Al preguntarles por el paradero del cristiano, el viejo escupió.

Rob desenvainó su espada, y sus rasgos adquirieron una fealdad largo tiempo olvidada. El viejo la percibió y, con los ojos fijos en el arma, levantó el brazo y señaló. Rob cabalgó en esa dirección. Cuando estuvo alejado, el cabrero joven colocó una piedra en su honda y la lanzo. Rob la oyó rechinar en las rocas, a sus espaldas.

De repente se encontró ante el
wadi
: El viejo lecho estaba prácticamente seco, pero se había inundado en esa misma temporada, pues en los lugares sombreados aun crecía la vegetación. Lo siguió un buen tramo, hasta que vio ante sus ojos la casita de barro y piedra. Ella estaba afuera, hirviendo la colada, y al verlo se metió en la casa de un salto, como un animalillo salvaje. Al desmontar, Rob descubrió que había arrastrado algo pesado contra la puerta.

—Mary.

—¿Eres tú?

—Sí.

Hubo un silenció y a continuación un sonido chirriante, cuando ella movió la roca. La puerta se abrió una rendija, y luego de par en par.

Rob comprendió que Mary nunca lo había visto con la barba ni las vestiduras persas, aunque llevaba puesto el sombrero de judío que ya conocía.

Mary empuñaba la espada de su padre. En su cara, que ahora era delgada, destacaban sus ojos, los grandes pómulos y la nariz larga y afilada, y se reflejaban las duras pruebas a que se había visto sometida. Tenía ampollas en los labios y Rob recordó que siempre le salían cuando estaba agotada. Las mejillas quedaban ocultas por el hollín, salvo dos líneas lavadas por lágrimas arrancadas por el humo del fuego. Pero Mary parpadeó y Rob percibió que era tan sensata como la recordaba.

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