Liquidó a Rob en el tablero capturándole el rey, casi distraído, y luego pidió a un esclavo que les llevara
sherbet
de vino y un cuenco con pistachos.
—¿No recuerdas al astrónomo Ptolomeo?
Rob sonrió; solo había estudiado los rudimentos de astronomía necesarios para satisfacer los requisitos de la madraza.
—Un griego antiguo que redactó sus escritos en Egipto.
—Exactamente. Escribió que el mundo es esférico y está suspendido bajo el firmamento cóncavo, ocupando el centro del universo. A su alrededor giran el Sol y la Luna, creando la noche y el día.
—Este mundo como una bola, con su superficie de mar y tierra, montañas y ríos y bosques y desiertos y lugares con hielo... ¿es hueco o macizo? y si es macizo, ¿cuál es la naturaleza de su interior?
El anciano sonrió y se encogió de hombros; ahora estaba en su elemento y disfrutaba.
—No podemos saberlo. La tierra es enorme, como tú muy bien puedes comprender, ya que has cabalgado y andado un vasto fragmento. Y nosotros solo somos seres diminutos que no podemos ahondar lo suficiente para responder a semejante pregunta.
—Pero si pudieras asomarte al centro de la tierra, ¿lo harías?
—¡Naturalmente!
—Sin embargo, puedes asomarte al interior del cuerpo humano y no lo haces.
A Ibn Sina se le borró la sonrisa.
—La humanidad está muy cerca del salvajismo y tiene que regirse por normas. De lo contrario, nos hundiríamos en nuestra propia naturaleza animal y pereceríamos. Una de nuestras reglas prohíbe la mutilación de los muertos, a quienes un día el Profeta rescatará de sus sepulcros.
—¿Por qué la gente sufre la enfermedad abdominal?
Ibn Sina se encogió de hombros.
—Abre la barriga de un cerdo y estudia el enigma. Los órganos del cerdo son idénticos a los del hombre.
—¿Estás seguro, maestro?
—Sí. Así consta por escrito desde los tiempos de Galeno, cuyos colegas griegos no le permitieron abrir seres humanos. Los judíos y los cristianos se guían por una prohibición similar. Todos los hombres abominan la disección. —Ibn Sina lo miró con tierna inquietud—. Has tenido que superar muchas cosas para hacerte médico. Pero debes practicar la cura de las enfermedades dentro de las reglas de la religión y de la voluntad general de los hombres. Si no lo haces, su poder te destruirá —concluyó el maestro.
Rob inició el regreso a casa contemplando el cielo hasta que los puntos de luz comenzaron a nadar ante sus ojos. De los planetas, solo distinguió la Luna y Saturno, y un brillo que podía ser Júpiter, porque derramaba un resplandor estable en medio del parpadeo de las estrellas.
Comprendió que Ibn Sina no era un semidiós. El Príncipe de los Médicos era, sencillamente, un erudito anciano atrapado entre la medicina y la fe en la que lo habían criado. Rob le amaba más aún por sus limitaciones humanas, pero experimentó cierta sensación de ser engañado, como un niño pequeño que nota las fragilidades de su padre.
En el Yehuddiyyeh y en su casa, mientras se ocupaba de las necesidades del caballo castaño, seguía meditando. Mary y el niño estaban dormidos, Rob se desnudó con mucho cuidado. Luego se acostó y permaneció despierto, pensando en qué provocaba la enfermedad del abdomen.
En mitad de la noche Mary despertó repentinamente y salió corriendo.
Una vez fuera, vomitó. Estaba mareada. Rob la siguió. Obsesionado por la enfermedad que se había llevado a James Cullen, recordó que los vómitos eran la primera señal. Aunque ella protestó, Rob la examinó cuando volvieron a entrar en la casa, pero el abdomen estaba blando y Mary no tenía fiebre.
Finalmente, retornaron al jergón.
—¡Rob! —gritó súbitamente Mary—. ¡Mi Rob!
Emitió un grito desesperado, como si acabara de despertar de una pesadilla.
—Calla, que despertarás al niño —murmuró Rob.
Estaba sorprendido, porque no sabía que Mary tuviera pesadillas. Le acarició la cabeza y la consoló; ella, por su parte, lo abrazó con fuerza desesperada.
—Mary, estoy aquí. Aquí estoy, amor mío.
Le dijo palabras suaves y tranquilizadoras hasta que se calmó, ternuras en inglés, en persa y en la Lengua. Poco después empezó de nuevo, pero tocó la cara de Rob, suspiró y lo acunó entre sus brazos. Rob apoyó la mejilla en el pecho de su mujer hasta que el dulce y lento palpitar de su corazón le permitió descansar.
El cálido sol arrancaba pálidos brotes verdes de la tierra mientras la primavera emergía en Ispahán. Los pájaros cruzaban los aires llevando paja y ramitas en el pico para construir sus nidos, y las aguas manaban de los arroyos y los
wadis
hacia el Río de la Vida, que bramaba al tiempo que su cauce crecía. Rob tenía la impresión de haber cogido las manos de la tierra entre las suyas y sentía la naturaleza sin límites, la vitalidad eterna. Y entre otras pruebas de fertilidad, estaba la de Mary. Las nauseas persistían y esta vez no necesitaron que Fara les dijera que estaba embarazada. Rob estaba encantado, pero Mary se mostraba taciturna y muy irritable. Él pasaba más tiempo que nunca con su hijo. La carita de Rob J. se iluminaba cuando lo veía. El bebé balbuceaba y meneaba el trasero como un cachorro que mueve el rabo.
Rob le enseñó a tironear alegremente de su padre.
—Tira de la barba a papa —decía, orgulloso por la fuerza del tirón.
—Tira de las orejas a papá.
—Tira de la nariz a papá.
La misma semana que dio sus primeros pasos indecisos e inestables, empezó a hablar. No es extraño que su primera palabra fuera «papá». El sonido que emitió la criatura para dirigirse a él lo inundó de tal amor reverencial, que apenas podía creer en su buena fortuna.
Una tarde templada convenció a Mary de que fuera andando con él, que llevaría en brazos a Rob J., hasta el mercado armenio. Una vez allí bajó al bebé cerca del almacén de cueros para que diera varios pasos temblorosos hacia Prisca. La antigua ama de cría dio gritos de deleite y cogió al niño en sus brazos.
Camino de casa a través del Yehuddiyyeh, sonreían y saludaban a uno y a otro, pues aunque ninguna mujer se había encariñado con Mary desde la partida de Fara, ya nadie maldecía a la Otra europea, y los judíos del barrio se habían acostumbrado a su presencia.
Más tarde, mientras Mary preparaba el
pilah
y Rob podaba uno de los albaricoqueros, las dos hijas pequeñas de Mica Halevi el Panadero salieron corriendo de la casa de al lado y fueron a jugar con su hijo en el jardín. Rob estaba encantado con sus grititos y sus tonterías infantiles.
Había gente peor que los judíos del Yehuddiyyeh, se dijo, y lugares peores que Ispahán.
Un día, al enterarse de que al-Juzjani daría una clase con la disección de un cerdo, Rob se ofreció voluntariamente a asistirlo. El animal en cuestión resultó ser un jabalí robusto, con colmillos tan feroces como los de un elefante pequeño, malignos ojos porcinos, un cuerpo largo cubierto de gruesas cerdas grises, y un robusto cipote peludo. El cerdo había muerto aproximadamente veinticuatro horas atrás, pero siempre lo habían alimentado con granos y el olor predominante, al abrirle el estomago, era de una fermentación como la de la cerveza, ligeramente acre. Rob había aprendido que esos olores no eran malos ni buenos: todos resultaban interesantes, pues cada uno contenía una historia. Pero ni su nariz, ni sus ojos, ni sus manos exploradoras le enseñaron algo acerca de la enfermedad abdominal mientras registraba la panza y la tripa en busca de señales. Al-Juzjani, más interesado en dar su clase que en permitir a Rob el acceso al cerdo, se sintió justificadamente irritado por la cantidad de tiempo que pasó toqueteándolo.
Después de la clase, y sin saber más que antes, Rob fue al encuentro de Ibn Sina en el marislan. Le bastó un vistazo al médico jefe para saber que algo funesto había ocurrido.
—Mi Despina y Karim Harun. Han sido arrestados.
—Siéntate, maestro, y tranquilízate —le aconsejó Rob amablemente, al ver que Ibn Sina se estremecía, y estaba desorientado y envejecido.
Se habían confirmado los peores temores de Rob. Pero se obligó él mismo a hacer las preguntas necesarias y no se asombró al saber que estaban acusados de adulterio y fornicación.
Aquella mañana los agentes de Qandrasseh habían seguido a Karim a la casa de Ibn Sina.
Mullahs
y soldados irrumpieron en la torre de piedra y hallaron a los amantes.
—¿Y el eunuco?
En un abrir y cerrar de ojos, Ibn Sina lo miró y Rob se detestó a si mismo, consciente de todo lo que ponía de relieve su pregunta. Pero Ibn Sina se limitó a menear la cabeza.
—Wasif está muerto. Si no lo hubieran matado a mansalva, no habría entrado en la torre.
—¿Cómo podemos ayudar a Karim y a Despina?
—Solo el sha Ala puede ayudarlos —dijo Ibn Sina—. Debemos pedírselo.
Cuando Rob e Ibn Sina cabalgaron por las calles de Ispahán, la gente desviaba la mirada, pues no quería avergonzar a Ibn Sina con su compasión.
En la Casa del Paraíso fueron recibidos por el capitán de las Puertas con la cortesía correspondiente al Príncipe de los Médicos, pero los llevaron a una antesala y no a la presencia del sha.
Farhad los dejó y volvió al instante para decirles que el rey lamentaba no poder perder un minuto con ellos ese día.
—Esperaremos —respondió Ibn Sina—. Tal vez se presente la oportunidad.
A Farhad le gustaba ver caídos a los poderosos: sonrió a Rob al inclinar la cabeza. Aguardaron toda la tarde y luego Rob llevó a Ibn Sina a casa.
Volvieron a la mañana siguiente. Una vez más, Farhad les dispensó toda su cortesía. Los condujo a la misma antesala y allí los dejó languidecer, aunque era evidente que el sha no los recibiría.
No obstante, esperaron.
Ibn Sina rara vez hablaba. En un momento dado suspiró.
—Siempre ha sido como una hija para mí —dijo.
Y un rato más tarde:
—Para el sha es más fácil encajar el golpe de audacia de Qandrassed como una pequeña derrota antes que desafiarlo.
Pasaron el segundo día sentados en la Casa del Paraíso. Gradualmente, comprendieron que a pesar de la eminencia del Príncipe de los Médicos y de que Karim era el predilecto de Ala, este no movería un dedo.
—Está dispuesto a entregarlo a Qandrasseh —dijo Rob, alicaído—. Como si fuera una partida del juego del sha en la que Karim es una pieza que no merecerá una lágrima.
—Dentro de dos días habrá una audiencia —dijo Ibn Sina—. Debemos facilitarle las cosas al sha para que nos ayude. Solicitare públicamente su misericordia. Soy el marido de la mujer inculpada y Karim es amado por todo el pueblo. Este se unirá en apoyo de mi solicitud para salvar al héroe del
chatir
. El sha dejará que todos crean que es clemente porque esa es la voluntad de sus súbditos.
Si así ocurría, agregó Ibn Sina, darían veinte palos a Karim y una paliza a Despina, a la que condenarían a permanecer confinada el resto de sus días en casa de su amo. Pero al salir de la Casa del Paraíso hallaron a al-Juzjani esperándolos. El maestro cirujano amaba a Ibn Sina más que a nadie en el mundo, y en nombre de ese amor le dio la mala nueva.
Habían llevado a Karim y a Despina ante un tribunal islámico. Declararon tres testigos, que eran otros tantos
mullahs
ordenados. Sin duda para evitar la tortura, ninguno de los dos acusados intentó defenderse.
El
mufti
los había condenado a muerte y la ejecución sería la mañana siguiente
—Despina será decapitada. A Karim Harun le rajarán el vientre. —Los tres se miraron cariacontecidos. Rob esperaba que Ibn Sina dijera a al-Juzjani que Karim y Despina aún podían salvarse, pero el anciano meneó la cabeza.
—No podemos eludir la sentencia —concluyó con gran tristeza—. Solo podemos cerciorarnos de que su fin sea lo más dulce posible.
—Entonces debemos poner manos a la obra —dijo serenamente al-Juzjani—. Hay que pagar sobornos. Y tenemos que sustituir al aprendiz de la cárcel del
kelonter
por uno de nuestra confianza.
Pese a la tibieza del aire primaveral, Rob estaba helado.
—Permitid que sea yo —se ofreció.
Pasó la noche en vela. Se levantó antes del amanecer y, montado en el castrado castaño, recorrió la ciudad a oscuras. Casi esperaba ver al eunuco Wasif en las penumbras de la casa de Ibn Sina. No había luz ni señales vida en las habitaciones de la torre.
Ibn Sina le dio una tinaja con zumo de uvas.
—Contiene una fuerte infusión de opiáceos y un polvo de cáñamo que se llama
buing
—dijo—. Y precisamente aquí está el riesgo. Deben beber mucho. Pero si alguno bebe demasiado y no está en condiciones de andar cuando lo llamen, tú también morirás.
Rob asintió.
—Dios sea misericordioso.
—Dios sea misericordioso —contestó Ibn Sina y antes de que Rob diera media vuelta comenzó a entonar cánticos del Corán.
En la prisión, Rob informó al centinela que era el médico y le proporcionaron una escolta. Fueron primero a las celdas de las mujeres, donde oyeron que una cantaba y sollozaba alternativamente. Rob temía que los terribles sonidos fuesen emitidos por Despina, pero ella aguardaba en silencio en una pequeña celda. No estaba lavada ni perfumada, y el pelo le caía en mechas lacias.
Su cuerpo fino y menudo estaba cubierto por un atuendo negro y sucio. Rob dejó la jarra de
buing
, se acercó y le levantó el velo.