Durante un periodo de meses, Mahmud, el sultán de Ghazna, había estado gravemente enfermo, con fiebre y tanto pus en el pecho que le provocó una protuberancia blanda en la espalda. Sus médicos decidieron que si Mahmud había de vivir, era indispensable drenarle el bulto.
Uno de los detalles que proporcionó Khendi era que habían cubierto la espalda del sha con una delgada capa de arcilla de alfarero.
—¿Por qué? —preguntó uno de los médicos recientes.
Khendi se encogió de hombros, pero al-Juzjani, que hacía las veces de jefe en ausencia de Ibn Sina, conocía la respuesta.
—Debe observarse atentamente la arcilla, pues el primer trozo que se seca indica la parte más caliente de la piel y es, por ende, el mejor lugar para practicar la incisión.
Cuando los cirujanos abrieron, saltó la corrupción del sultán, prosiguió Khendi, y para quitarle el pus restante insertaron unas mechas.
—¿El escalpelo era de hoja redonda o puntiaguda? —inquirió al-Juzjani.
—¿Qué le aplicaron para el dolor?
—¿Las mechas eran de estaño o de lino?
—¿El pus era oscuro o blanco?
—¿Había vestigios de sangre en el pus?
—¡Señores! ¡Señores míos, soy capitán de camelleros y no
hakim
! —exclamó Khendi, angustiado—. No conozco la respuesta a ninguna de esas preguntas. Solo sé una cosa más.
—¿Qué? —preguntó al-Juzjani.
—Tres días después del sajado, Señores, el sultán de Ghazna murió.
Ala y Mahmud habían sido dos jóvenes leones. Ambos llegaron al trono a edad temprana como sucesores de un padre fuerte, y ninguno de los dos perdió de vista al otro mientras sus reinos se vigilaban, sabedores de que algún día chocarían, de que Ghazna deglutiría a Persia o Persia a Ghazna.
Nunca se presentó la oportunidad. Se habían rodeado el uno al otro cautamente, y alguna vez sus fuerzas se enfrentaron en escaramuzas, pero lo dos habían esperado, percibiendo que aún no era el momento adecuado para una guerra total. No obstante, Mahmud nunca se apartaba de los pensamientos de Ala, que a menudo soñaba con él. Siempre el mismo sueño, con los ejércitos reunidos y ansiosos, mientras el sha cabalgaba a solas hacia la feroz tribu de afganos de Mahmud, lanzando un único grito de combate al sultán, como Ardashir había rugido su desafío a Ardewan, para que el sobreviviente reivindicara su destino como el único auténtico y demostrado Rey de Reyes.
Pero ahora había intervenido Dios, y el sha Ala nunca combatiría con Mahmud. En los cuatro días siguientes a la llegada de la caravana de camellos, tres experimentados y fiables espías entraron cabalgando por separado en Ispahán y permanecieron cierto tiempo en la Casa del Paraíso; a partir de sus informes, el sha comenzó a percibir una clara imagen de lo que había ocurrido en la ciudad capital de Ghazni.
Inmediatamente después de la muerte del sultán, Muhammad —el hijo mayor de Mahmud— había intentado ocupar el trono, pero su propósito fue desbaratado por su hermano Abu Said Masud, un joven guerrero que contaba con el firme apoyo del ejército. En el plazo de unas horas Muhammad fue tomado prisionero y declararon sultán a Masud. El funeral de Mahmud fue un espectáculo delirante, una mezcla de tristeza por la despedida y de frenética celebración. Cuando hubo concluido, Masud convocó a todos su jefes de tribus y les transmitió su intención de hacer lo que nunca había hecho su padre: en unos días, el ejército marcharía sobre Ispahán.
Fue esa información la que finalmente haría salir a Ala de la Casa del Paraíso.
La invasión planeada no le pareció inoportuna por dos razones. Masud era impetuoso e inexperto, y a Ala le agradó la posibilidad de oponer su generalato al mozalbete. En segundo lugar, como en el alma persa había un destello de amor por la guerra, era lo bastante astuto como para comprender que el conflicto sería abrazado por su pueblo como un contraste de la beatería y las restricciones bajo las que le obligaban a vivir los
mullahs
. Celebró reuniones militares que eran pequeñas celebraciones, con vino y mujeres en los momentos oportunos, como en tiempos pasados. Ala y sus comandantes estudiaron detenidamente sus cartas de viaje, y vieron que desde Ghazna solo había una ruta viable para una gran fuerza. Masud tenía que atravesar las estribaciones y cerros arcillosos al norte del Dasht-i-Kavir, bordeando el gran desierto hasta que su ejército estuviera bien internado en Hamadhan, donde tomarían el rumbo sur.
Pero Ala decidió que un ejército persa marchara a Hamadhan y saliera al encuentro de aquellos antes de que cayeran sobre Ispahán.
Los preparativos del ejército de Ala eran el único tema de conversación, del que ni siquiera se libraban en el
maristan
, aunque Rob lo intentaba. No pensaba en la guerra inminente porque no quería tener nada que ver con ella. Su deuda con Ala, aunque considerable, estaba saldada. Las incursiones en la India lo habían convencido de que jamás volvería a mezclarse con la soldadesca.
De modo que aguardaba preocupado una cita real que no llegó.
Entretanto, trabajaba arduamente. Los dolores abdominales de Qasim habían desaparecido; para gran deleite del antiguo boyero, Rob siguió prescribiéndole una porción diaria de vino y le restituyó sus tareas en el depósito. Rob atendía a más pacientes que nunca, pues al-Juzjani había asumido gran parte de las obligaciones de médico jefe, y derivó un buen número de sus pacientes a otros médicos, entre ellos a Rob.
A Rob lo dejó pasmado enterarse de que Ibn Sina se había ofrecido como voluntario para ponerse a la cabeza de los cirujanos que acompañarían al ejército de Ala al norte. Al-Juzjani, que había superado su enfado o lo ocultaba, se lo comunicó.
—Es un desperdicio enviar ese cerebro a la guerra.
Al-Juzjani se encogió de hombros.
—El maestro desea hacer la última campaña.
—Es viejo y no sobrevivirá.
—Siempre pareció viejo, pero aún no ha vivido sesenta años. —Al-Juzjani suspiró amargamente—. Sospecho que abriga la esperanza de que una flecha o una lanza acabe con él. No sería ninguna tragedia encontrar una muerte más rápida que la que ahora parece esperarle.
El Príncipe de los Médicos les hizo saber de inmediato que había escogido una partida de once cirujanos para que lo acompañaran con el ejército persa. Cuatro eran estudiantes de medicina, tres eran los más recientes médicos jóvenes, y otros cuatro eran doctores veteranos.
A al-Juzjani le asignaron el cargo de médico jefe, que ya ocupaba en la práctica. Fue un ascenso que causó pesar, ya que hizo comprender a la comunidad médica que Ibn Sina no volvería al hospital.
Para gran sorpresa y consternación de Rob, le pidieron que cumpliera alguna de las tareas que hasta entonces al-Juzjani había desempeñado en sustitución de Ibn Sina, aunque había unos cuantos médicos más experimentados que podían haber sido escogidos por al-Juzjani. Asimismo, dado que cinco de los doce que marcharían con el ejército eran maestros, le informaron de que debía dar clases con mayor frecuencia y también impartir instrucción cuando visitaba a sus pacientes en el
maristan
.
Además, lo nombraron miembro permanente de la junta examinadora y solicitaron que formara parte de la comisión que supervisaba la cooperación entre el hospital y la escuela. La primera junta de la comisión a la que asistió se celebró en la lujosa casa de Rotun ben Nasr, director de la escuela. Este cargo era honorífico y el director no se molestó en asistir, aunque puso su casa a disposición de los reunidos y ordenó que les sirvieran una opulenta comida.
El primer plato consistía en tajadas de grandes y pulposos melones de sabor singular y una dulzura inigualable. Rob había probado ese tipo de melón una sola vez, y estaba a punto de comentarlo cuando su antiguo maestro Jalal-ul-Din le sonrió significativamente.
—Debemos dar gracias a la nueva esposa del director por esta deliciosa fruta.
Rob no entendió. El ensalmador guiñó un ojo.
—Rotun bin Nasr es general y primo del sha, como ya sabrás. Ala lo visitó la semana pasada para organizar la guerra y sin duda conoció a su más reciente y joven esposa. Cada vez que el sha planta su simiente real, regala una bolsa con deliciosos melones especiales. Y si la semilla da por resultado una cosecha del sexo masculino, envía un regalo principesco: la alfombra de los Samaníes.
No logró tragar la comida; alegó que se sentía mal y abandonó la reunión con la mente hecha un torbellino, cabalgó directamente hasta la casita del Yehuddiyyeh. Rob J. estaba jugando en el jardín con su madre, pero Tam dormía en la cuna y Rob lo alzó y lo estudió a fondo.
Solo era un pequeño bebé recién nacido. El mismo niño que adoraba al salir de casa por la mañana.
Lo dejó en la cuna, buscó el cofre de sándalo y sacó la alfombra regalada por el sha. La extendió en el suelo, junto a la cuna.
Cuando levantó la vista, Mary estaba en el vano de la puerta. Se miraron.
Entonces se convirtió en un hecho: el dolor y la piedad que Rob sintió por Mary fueron inconmensurables.
Se acercó a ella con la intención de abrazarla, pero en lugar de hacerlo descubrió que sus manos la sujetaron fuertemente de los brazos. Intentó hablar pero su garganta no emitió ningún sonido.
Ella se apartó de un tirón y se masajeó los brazos.
—Por ti estamos aquí, por mí estamos vivos —dijo Mary con desprecio.
La tristeza de sus ojos se había transformado en algo frío, en todo lo contrario del amor. Aquella tarde ella cambió de aposento. Compró un jergón estrecho y lo instaló entre las cunas de sus hijos, junto a la alfombra del príncipe Samaní.
No pudo dormir. Se sentía hechizado, como si la tierra hubiera desaparecido bajo sus pies y tuviera que andar un largo camino por el aire. No era insólito que alguien en su situación matara a la madre y al niño, reflexionó, pero sabía que Tam y Mary estaban perfectamente a salvo en la alcoba contigua. Lo acechaban ideas delirantes pero no estaba loco.
Por la mañana se levantó y fue al
maristan
, donde las cosas tampoco iban bien. Ibn Sina se había llevado a cuatro enfermeros como encargados de transportar las camillas y de recoger a los heridos, y al-Juzjani aun no había encontrado a otros cuatro que respondieran satisfactoriamente a sus expectativas. Los enfermeros que quedaban en el
maristan
estaban sobrecargados de trabajo y cumplían sus tareas ceñudos. Rob visitó a sus pacientes sin contar con ninguna clase de ayuda, y a veces se detenía a hacer por sí mismo lo que un enfermero no había tenido tiempo de hacer: lavar una cara febril o ir en busca de agua para aliviar una boca seca y sedienta.
Encontró a Qasim ibn Sahdi echado, con la cara del color del suero, sufriendo y quejándose, rodeado de vómitos.
Enfermo, Qasim había dejado su cuarto contiguo al depósito, y se había asignado un lugar como paciente, seguro de que Rob lo encontraría al hacer su ronda en el
maristan
.
La semana anterior se había sentido mal varias veces, le informó Qasim.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Señor, tenía mi vino. Tomaba mi vino y el dolor se iba. Pero ahora el vino no me ayuda,
hakim
; no puedo soportarlo.
La fiebre era alta pero no abrasadora; el abdomen estaba dolorido aunque blando. A veces, atenazado por el dolor, Qasim jadeaba como un perro; tenía la lengua sucia y respiraba laboriosamente.
—Te prepararé una infusión.
—Que Alá te bendiga.
Rob fue directamente a la farmacia. Con el vino tinto que tanto gustaba a Qasim remojó opiáceos y
buing
, y volvió deprisa junto a su paciente. Los ojos del viejo encargado del depósito mostraban malos augurios cuando tragó la poción.
A través de las cortinas de tela delgada de las ventanas abiertas, los sonidos invadían el
maristan
con volumen creciente, y cuando Rob salió vio que toda la ciudad se había volcado a las calles para despedir a su ejército.
Siguió a la gente hasta las
maidans
. Aquel ejército era demasiado numeroso para caber en las plazas. Desbordaba y llenaba las calles de toda la porción central de la ciudad. No lo componían cientos, como en la partida de ataque a la India, sino miles de hombres. Largas filas de infantería pesada, más largas aún de hombres ligeramente armados. Lanzadores de venablos o jabalinas. Lanceros a caballo, espadachines a horcajadas de poneys y camellos. La presión y el apiñamiento de la muchedumbre eran indescriptibles, lo mismo que el barullo: gritos de despedida, llantos, chillidos de mujeres, bromas obscenas, órdenes, adioses y palabras de estímulo.
Se abrió paso como quien nada contra una corriente humana, en medio de una amalgama de hedores: humanos, sudor de los camellos y estiércol de caballo. El destello del sol sobre las armas pulidas era cegador. A la cabeza de la fila estaban los elefantes. Rob contó treinta y cuatro, o sea que Ala comprometía cuantos elefantes de guerra poseía.
No vio a Ibn Sina. Rob ya se había despedido en el
maristan
de varios médicos que partían, pero Ibn Sina no había acudido a saludarlo ni lo había hecho llamar a su casa, de modo que resultaba obvio que prefería no pronunciar palabras de despedida.
En ese momento, llegaron los músicos reales. Algunos soplaban largas trompetas doradas y otros repicaban campanas de plata, anunciando que se acercaba el gran elefante
Zi
, una fuerza tremenda. El
mahout
Harsha iba ataviado de blanco y el sha, envuelto en telas azules y tocado con un turbante rojo, el atuendo que vestía siempre que iba a la guerra.