El médico (96 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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Cuando el maestro Cole preguntó dónde había estudiado, Rob mintió como un mercader de tapices y dijo que había aprendido durante seis años en el reino franco oriental.

—¿Y cuánto cobrareis?

—¿Cobrar?

—Sí. ¡Vuestros honorarios, hombre!

—Todavía no lo he pensado.

—Pues hacedlo cuanto antes. Os diré cuál es la costumbre, porque no sería justo que un recién llegado rebajara las cuotas establecidas por los demás. Los honorarios varían según la riqueza del paciente... y el cielo es el límite, por supuesto. Pero nunca debéis bajar de cuarenta peniques por una flebotomía, dado que la sangría es el elemento básico de nuestra profesión, y no menos de treinta y seis peniques por el examen de la orina.

Rob lo observó pensativo, pues los precios mencionados eran inhumanamente altos.

—No debéis molestaros con la chusma que se apiña en las barriadas de los extremos de la calle del Támesis. Ya hay cirujanos barberos para atenderla. Tampoco obtendréis frutos si vais en pos de la nobleza, pues la atiende un grupo reducido de médicos como Dryfield, Hudson, Simpson y otros como ellos. Pero la calle del Támesis es un jardín maduro de comerciantes ricos, aunque yo he aprendido a hacerme pagar antes de iniciar el tratamiento, momento en que la angustia del paciente es mayor. —Dedicó a Rob una mirada astuta—. Que seamos competidores no debe convertirse en una desventaja, pues he descubierto que impresiona bien llamar a consulta cuando el enfermo es próspero, y podremos usarnos mutuamente con lucrativa frecuencia, ¿no os parece?

Rob dio unos pasos hacia la puerta, indicándole la salida.

—Prefiero trabajar solo —dijo finalmente.

El otro se puso de todos los colores por el tajante rechazo.

—Entonces estaréis contento, maestro Cole, pues haré correr el rumor y ningún otro médico se acercará a vos.

Inclinó la cabeza y desapareció de la vista.

Se presentaron pacientes, aunque no a menudo.

«Es lo que cabe esperar», se dijo Rob; él era nuevo en la plaza y le llevaría cierto tiempo darse a conocer. Mejor sentarse a esperar que entrar en juegos sucios y prósperos con gente de la calaña de Hunne.

Entretanto, se instalaron. Llevó a su mujer e hijos a visitar las tumbas de la familia y los niños retozaron en el cementerio de St. Botolph. Ahora Rob aceptaba, en el rincón más hondo y secreto de sí mismo, que nunca encontraría a sus hermanos; pero recibía consuelo y orgullo de la nueva familia que había formado, y abrigaba la esperanza de que, de alguna manera, su hermano Samuel, mamá y papá se enteraran de su existencia.

En Cornhill encontró una taberna que le gustó. Se llamaba El Zorro, un bodegón de trabajadores semejante a aquellos en los que su padre buscaba refugió cuando él era pequeño. Volvió a evitar el hidromiel y solo bebió cerveza negra. Allí conoció a un contratista de la construcción, George Markham, que había pertenecido al gremio de carpinteros al mismo tiempo que su padre. Markham era un hombre robusto, de cara colorada, con las sienes y la punta de la barba canosas. Había pertenecido a una Centena distinta de la de Nathanael Cole, pero lo recordaba, y por último Rob descubrió que era sobrino de Richard Bukerel, que en aquel entonces era carpintero jefe.

Había sido amigo de Turner Horne, el maestro carpintero con quien vivió Samuel antes de ser atropellado por un carro en los muelles. A Turner y a su mujer se los había llevado la fiebre de los pantanos cinco años antes, lo mismo que a su hijo pequeño. Fue un invierno terrible, concluyó Markham.

Rob contó a los hombres de El Zorro que había estado unos años en el extranjero, estudiando medicina en el reino franco de Oriente.

—¿Conoces al aprendiz de carpintero Anthony Tite? —preguntó a Markham.

—Era jornalero cuando murió, el año pasado, de la enfermedad del pecho.

Rob asintió y bebieron un rato en silencio.

Por Markham y los demás parroquianos, Rob se enteró de lo que había ocurrido en el trono de Inglaterra. Parte de la historia la había conocido en Ispahán, de labios de Bostock. Ahora descubrió que después de suceder a Canuto, Haroldo Pie de Liebre demostró ser un rey débil aunque con un guardián fuerte: Godwine, conde de Wessex. Su medio hermano Alfredo, que se hacía llamar príncipe heredero, llegó a Normandía, y las fuerzas de Haroldo hicieron una carnicería con sus hombres, le arrancaron los ojos y lo mantuvieron en una celda hasta que le sobrevino una muerte horrible a causa de la supuración de sus torturadas cuencas oculares.

Poco después, Haroldo murió como consecuencia de sus excesos en la comida y la bebida, y otro de sus medio hermanos, Hardeknud, regresó de librar una guerra en Dinamarca y lo sucedió.

—Hardeknud ordenó que desenterraran el cadáver de Haroldo del camposanto de Westminster y lo arrojaran en una marisma pantanosa, cerca de la isla de Thorney —explicó George Markham, con la lengua desatada a causa del alcohol—. ¡El cadáver de su propio hermano! ¡Como si fuera un saco de mierda o un perro muerto!

Markham le contó que el cadáver del que había sido rey de Inglaterra yacía entre las cañas, a merced de las mareas.

—Por último, algunos nos escabullimos hasta allí en secreto. Era una noche fría, con una bruma espesa que prácticamente ocultaba la luz de la luna.

Subimos el cadáver a un bote y lo llevamos Támesis abajo. Enterramos los restos decentemente, en el pequeño cementerio de St. Clement. Era lo menos que podían hacer unos buenos cristianos.

Hizo la señal de la cruz y se echó un buen trago al coleto.

Hardeknud fue rey solo dos años, pues un día cayó muerto durante un banquete de boda. Por fin le tocó el turno a Eduardo, que para entonces estaba casado con la hija de Godwine, y también totalmente dominado por el conde sajón, pero el pueblo lo quería.

—Eduardo es un buen rey —dijo Markham a Rob—. Ha botado una flota adecuada de naves negras.

Rob asintió.

—Las he visto. ¿Son veloces?

—Lo bastante para mantener las rutas marítimas libres de piratas.

Toda esta historia real, embellecida con anécdotas y recuerdos tabernarios, provocó una sed que era necesario aplacar y exigió muchos brindis por los hermanos muertos y varios por Eduardo, monarca del reino, que estaba vivito y coleando. Así, varias noches seguidas Rob olvidó su incapacidad para asimilar el alcohol y volvió haciendo eses a la casa de la calle del Támesis. En todos los casos Mary no tuvo más remedio que desnudar a un borrachín hosco y meterlo en la cama.

Se profundizó la tristeza de su expresión.

—Amor, vayámonos de aquí —le dijo un día.

—¿Por qué? ¿Adónde iríamos?

—Podríamos vivir en Kilmarnock. Allí esta mi propiedad y un círculo de parientes a quienes alegraría conocer a mi marido y mis hijos.

—Debemos darle una oportunidad a Londres —respondió Rob cariñosamente.

No era ningún tonto: prometió refrenarse en El Zorro y visitarla con menos frecuencia. Lo que no le dijo fue que Londres se había convertido en una visión para él, en algo más que la oportunidad de vivir como médico. En Persia había asimilado cosas que ahora formaban parte de su ser y que allí no se conocían. Deseaba el intercambio abierto de ideas clínicas que existía en Ispahán. Para ello hacia falta un hospital, y Londres era un emplazamiento excelente para una institución semejante al
maristan
.

Ese año, la larga y fría primavera dio paso a un verano húmedo. Una espesa bruma ocultaba todas las mañanas las dársenas. A media mañana, cuando no llovía, el sol atravesaba la neblina gris y la ciudad cobraba vida instantáneamente. Ese renacimiento vital era el momento predilecto de Rob para pasear, y un día especialmente encantador la bruma se disipó cuando pasaba por un muelle comercial en el que un numeroso grupo de esclavos amontonaba lingotes para su embarque.

Había una docena de pilas de pesadas barras de metal, algunas demasiado altas e irregulares.

Rob estaba disfrutando de la caricia del sol sobre el metal húmedo, cuando un carretero, vociferando órdenes, haciendo restallar el látigo y tironeando de las riendas, echó hacia atrás sus sucios caballos blancos a demasiada velocidad, de modo que la parte de atrás del pesado carro chocó contra una pila.

Rob se había jurado tiempo atrás que sus hijos nunca jugarían en los muelles. Odiaba los carros de carga. Nunca había visto uno, pero le bastaba pensar en su hermano Samuel aplastado bajo aquellas ruedas. Ahora observó horrorizado como se desarrollaba otro accidente.

La barra de hierro de lo alto de la pila resbaló hacia adelante, se inclinó en el borde y comenzó a deslizarse sobre el reborde de la pila, seguida por otras dos.

Se oyó un grito de advertencia y una desesperada dispersión humana, pero dos esclavos tenían otras delante que cayeron mientras ellos se arrastraban por el suelo, de modo que todo el peso de los lingotes cayó sobre uno de ellos, que quedó aplastado debajo. Un extremo de otra barra cayó sobre la parte inferior de la pierna del otro y su chillido movió a Rob a la acción.

—Venga, hay que quitárselas de encima. Rápido, con mucho cuidado. ¡Ahora! —gritó, y media docena de esclavos levantaron las barras de hierro.

Los hizo alejarse de la gran pila, llevando a los accidentados. Le bastó una mirada para saber que el primero había muerto. Tenía el pecho triturado y había perecido por asfixia al partírsele la traquea; su cara ya estaba oscura y congestionada.

El otro esclavo había dejado de gritar, pues se había desmayado mientras lo trasladaban. Mejor así; tenía el pie y el tobillo destrozados y Rob no podía hacer nada para repararlos. Envió a un esclavo a su casa para que le pidiera a Mary el equipo quirúrgico. Mientras el herido estaba inconsciente, practicó una incisión en la piel sana, por encima de la herida, y comenzó a despellejar para hacer un colgajo y luego abrir a través de la carne y el músculo.

El hombre despedía un hedor que asustó y puso nervioso a Rob: era el olor de un animal humano que había sudado permanentemente trabajando duro, hasta que sus harapos sucios absorbieron su maloliente exudación, y la recompusieron hasta convertirla en una parte casi tangible de su cuerpo, como su cabeza afeitada de esclavo o el pie a cuya amputación procedía.

Rob recordó a los dos hediondos esclavos estibadores que habían llevado a su padre a casa desde los muelles.

—¿Qué estáis haciendo?

Levantó la vista y tuvo que esforzarse para dominar su expresión, pues a su lado estaba una persona a la que había visto por última vez en Persia, en el hogar de Jesse ben Benjamin.

—Estoy asistiendo a un hombre.

—Pero dicen que sois médico.

—Así es.

—Soy Charles Bostock, mercader e importador, propietario de este almacén y de este muelle. Y no soy tan tonto, Dios no lo permita, como para pagarle a un médico por atender a un esclavo.

Rob se encogió de hombros. Llegó su equipo quirúrgico y ya lo había preparado todo para usarlo. Cogió la sierra para huesos, aserró el pie estropeado y cosió el colgajo por encima del muñón sangrante, con tanta pulcritud como habría exigido al-Juzjani. Bostock seguía allí.

—He dicho exactamente lo que quería decir. No pienso pagaros. De mí no sacaréis ni medio penique.

Rob asintió. Tamborileó suavemente dos dedos sobre la cara del esclavo, hasta que lo oyó refunfuñar.

—¿Quién sois vos?

—Robert Cole, médico de la calle del Támesis.

—¿No nos conocemos, señor?

—Que yo sepa no, señor mercader.

Recogió sus pertenencias, inclinó la cabeza y se marchó. En el extremo del muelle se arriesgó a volver la mirada y vio a Bostock de pie, transfigurado o profundamente desconcertado, sin quitarle el ojo de encima.

Se dijo a si mismo que Bostock había visto a un judío con turbante en Ispahán, un judío de barba espesa y atuendo persa, el exótico hebreo Jesse ben Benjamin. Y en el muelle el mercader había hablado con Robert Jeremy Cole, un londinense libre con sencillas vestimentas inglesas y la cara transformada —¿transformada?— por una perilla de chivo bien recortada.

Con toda probabilidad, Bostock no lo recordaría. Y era igualmente posible que lo recordara.

Rob rumió la cuestión como un perro royendo un hueso. No estaba tan asustado por él (aunque lo estaba), pero le inquietaba lo que pudiera ocurrirles a su mujer y a sus hijos en el caso de tener problemas.

De modo que esa noche, cuando Mary empezó a hablar de Kilmarnock, la escuchó y fue comprendiendo donde estaba la solución.

—¡Me gustaría tanto ir allá! —dijo Mary—. Ansío pisar mis tierras, volver a estar entre mis parientes y rodeada de escoceses.

—Yo tengo que hacer muchas cosas aquí —dijo Rob lentamente y le cogió las manos—. Pero creo que tú y los niños deberíais ir a Kilmarnock sin mí.

—¿Sin ti?

—Sí.

Mary permaneció inmóvil. La palidez parecía elevar sus altos pómulos y arrojar nuevas sombras en su rostro delgado, agrandando sus ojos mientras lo miraba fijamente. Las comisuras de los labios, aquellas líneas sensibles que siempre delataban sus emociones, informaron a Rob de lo mal acogida que era su sugerencia.

—Si eso es lo que quieres, nos iremos —dijo tranquilamente.

En los días siguientes, Rob cambió de idea infinidad de veces. No hubo citaciones ni alarma. Ningún hombre armado fue a arrestarlo. Era obvio que aunque el mercader lo había mirado con curiosidad, no lo había identificado como Jesse ben Benjamin.

«No te vayas», quería decirle a Mary.

Y varias veces estuvo a punto de decirlo, pero siempre había algo que le impedía pronunciar esas palabras; en su interior llevaba una pesada carga de miedo y no estaría mal que ella y los niños estuvieran en otro sitio, a buen resguardo, por un tiempo. De modo que volvieron sobre el tema.

—Si pudieras llevarnos al puerto de Dunbar... —dijo Mary.

—¿Qué hay en Dunbar?

—Los MacPhee, parientes de los Cullen. Ellos se ocuparán de que lleguemos bien a Kilmarnock.

Ir a Dunbar no era ningún problema. El verano tocaba a su fin y había un frenesí de salidas, pues los propietarios de embarcaciones trataban de meter a la mayor cantidad posible de gente en los viajes cortos, antes de que las tempestades bloquearan el mar del Norte durante todo el invierno. En El Zorro, Rob oyó hablar de un paquebote que paraba en Dunbar. La embarcación se llamaba
Aelfgifu
, en honor de la madre de Haroldo, y su capitán era un danés entrecano que se puso contento al ver que le pagaban por tres pasajeros que no comerían mucho.

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