Paulinus contó sucintamente su historia.
—El abad de Jarrow era Edmund, amoroso guardián de mi juventud. Me tomó a su cargo y me moldeó, con el resultado de que fui novicio, monje y preboste a muy temprana edad. Fui mucho más que su fuerte brazo derecho. Él era
abbas et presbyter
, dedicado plena y continuamente a recitar el opus dei y a aprender, enseñar y escribir. Yo era su severo administrador, el mayordomo de Edmund. Como preboste no fui popular. —Sonrió tiesamente—. A su muerte, hace dos años, no me eligieron para reemplazarlo, pero el arzobispo había puesto los ojos en Jarrow y me pidió que abandonara la comunidad que había sido mi familia. Estoy a punto de ordenarme para ser obispo auxiliar de Worcester.
Un discurso de reencuentro curioso y desamorado, pensó Rob; el recitado monótono de una carrera con su reconocimiento implícito de expectativas y ambiciones.
—Grandes responsabilidades deben estar esperándote —dijo, apesadumbrado.
Paulinus se encogió de hombros.
—Es Su voluntad.
—Al menos ahora solo me falta encontrar a otros once testigos —dijo Rob—. Quizá el obispo permita que el testimonio de mi hermano valga por varios.
Paulinus no sonrió.
—Cuando vi tu nombre en la denuncia, hice averiguaciones. Si lo estimulan, el mercader Bostock puede testimoniar aportando detalles muy interesantes. ¿Qué ocurrirá en el caso de que te pregunten si has fingido ser judío con el propósito de asistir a una academia pagana en desafío a las leyes de la Iglesia?
La tabernera se acercó a ellos y Rob la despidió con un ademán
—Respondería que en Su sabiduría Dios me ha permitido hacerme sanador porque Él no creó al hombre y a la mujer solo para que sufrieran y murieran.
—Dios tiene un ejército ungido que interpreta lo que Él pretende del cuerpo y el alma del hombre. Ni los cirujanos barberos ni los médicos formados en el paganismo están ungidos, y hemos puesto en vigor leyes eclesiales para acabar con los que son como tú.
—Lo habéis puesto difícil para nosotros. En algunos momentos nos habéis obligado a aminorar el paso. Pero creo, Willum, que no han acabado con nosotros.
—Te irás de Londres.
—¿Lo haces por amor fraterno o por miedo a que el próximo obispo auxiliar de Worcester sea estorbado por un hermano excomulgado al que ejecutaron por paganismo?
Ninguno de los dos habló durante largo rato.
—Te he buscado a lo largo de toda mi vida. Siempre soñaba con encontrar a los chicos —dijo por fin Rob, amargamente.
—Ya no somos chicos. Y los sueños no son la realidad —declaró Paulinus.
Rob asintió. Empujó la silla hacia atrás.
—¿Conoces a alguno de los demás?
—Solo a la chica.
—¿Dónde está?
—Murió hace seis años.
—¡Oh!— Ahora se puso decididamente de pie—. ¿Dónde encontraré su tumba?
—No hay tumba. Falleció en un gran incendio.
Rob salió de la taberna sin volver la vista para mirar al monje gris.
Ahora tenía menos miedo del arresto que de unos asesinos contratados por un hombre poderoso para aliviarse de un estorbo. Fue deprisa a los establos de Thorne, pagó la cuenta y se llevó su caballo. En la casa de la calle del Támesis solo se detuvo el tiempo suficiente para recoger las cosas que se habían vuelto partes esenciales de su vida. Estaba harto de abandonar lugares con prisa desesperada para después viajar vastas distancias, pero actuó veloz y expertamente.
Cuando el hermano Paulinus estaba sentado para la cena en la refectoría de San Pablo, su hermano de sangre abandonaba la ciudad de Londres. Rob cabalgó en el pesado caballo por el camino lodoso de Lincoln que llevaba al norte, perseguido por furias pero sin lograr escapar a ellas, porque algunas moraban en su interior.
La primera noche durmió blandamente sobre una pila de heno, a la vera del camino. Era el heno del último otoño, maduro y podrido bajo la superficie, por lo que no cavó para hacer un hueco, aunque despedía algo de calor y el aire era templado. Al despertar con el amanecer, lo primero que pensó, amargamente, fue que había dejado en su casa de la calle del Támesis el juego del sha que había sido de Mirdin. Tan precioso era para él que lo llevó a través del mundo desde Persia, y comprender que lo había perdido para siempre fue una puñalada.
Tenía hambre, pero no quería buscar comida en una granja, donde lo recordarían si alguien que lo perseguía preguntaba por él. Cabalgó media mañana con el estómago vacío, hasta llegar a un pueblo con mercado, donde compró pan y queso suficiente para satisfacer su hambre y llevarse algunas porciones.
No dejaba de pensar en lo ocurrido. Haber encontrado a un hermano de esa ralea era peor que no encontrarlo, y se sintió engañado y repudiado.
Pero se dijo que había llorado a Willum cuando la vida los separó de niños, y que sería feliz si no tenía que volver a ver a ese Paulinus de ojos duros como el acero.
—¡Vete a la mierda, obispo auxiliar de Worcester! —vociferó.
Su grito ahuyentó a los pájaros de los árboles e hizo aguzar los oídos y acobardar a su montura. Para que nadie creyera que estaban atacando el campo, hizo sonar el cuerno sajón y el musical lamento lo retrotrajo a la infancia y la primera juventud, lo que fue un consuelo para él.
Si lo perseguían, registrarían las rutas principales, de manera que se desvió del camino de Lincoln y siguió las sendas costeras que comunicaban los pueblos marítimos. Era un viaje que había hecho muchas veces con Barber.
Ahora no tocaba el tambor ni montaba espectáculos, ni tampoco trató de atraer pacientes por temor a que hubiesen puesto en marcha la búsqueda de un médico fugitivo. En ninguno de los pueblos reconocieron al joven cirujano barbero de tiempos idos. Habría sido absolutamente imposible, pues, encontrar testigos en esos lugares. Y en Londres lo habían condenado. Sabía que era una bendición haber escapado, y el pesar lo abandonó al comprender que la vida todavía estaba llena de infinitas posibilidades.
Reconoció a medias algunos lugares, notando allá una casa o una iglesia quemada hasta los cimientos, o aquí un nuevo edificio, levantado después de despejar el monte. Avanzaba con dolorosa lentitud, pues en algunos sitios las sendas eran lodazales, y en breve el caballo se sintió debilitado. Había sido perfecto para llevarlo a atender las llamadas médicas nocturnas a un paso digno, pero resultaba inadecuado para viajar a campo través o por caminos embarrados... Estaba viejo y cansado, y no era nada fogoso. Rob hizo todo lo que pudo por el bien de la bestia, deteniéndose con frecuencia y tumbándose en la orilla del río mientras el animal daba cuenta de las nuevas hierbas de la primavera y descansaba. Pero nada podía rejuvenecerlo ni volverlo apto para montar.
Rob escatimaba el dinero. Cada vez que lo autorizaban dormía en abrigados graneros sobre la paja, eludiendo a la gente, pero si era inevitable, paraba en posadas. Una noche, en una taberna de la ciudad portuaria de Middlesbrough vio a dos lobos de mar bebiendo cantidades exageradas de cerveza.
Uno de ellos, bajo y ancho, de pelo negro semioculto por una gorra de punto, golpeó la mesa.
—Necesitamos un tripulante. Costearemos hasta el puerto de Eyemouth, en Escocia. A la pesca del arenque todo el camino. ¿Hay algún hombre en esta taberna?
El lugar estaba casi lleno, pero se produjo un hondo silencio y algunas risillas, y nadie se movió.
«¿Me atreveré? —se preguntó Rob—. Llegaría mucho más rápido.»
Hasta el mar era preferible a avanzar a duras penas por el lodo, decidió.
Se levantó y se acercó a ellos.
—¿La embarcación es tuya?
—Sí, soy el capitán. Me llamo Nee. Este es Aldus.
—Yo soy Jonsson —dijo Rob: era un nombre tan bueno como cualquiera.
Nee lo estudió.
—Un corpachón imponente.
Cogió la mano de Rob y la dio vuelta, tocando desdeñosamente su palma suave.
—Sé trabajar.
—Veremos —replicó Nee.
Esa noche Rob regaló el caballo a un desconocido, en la taberna, porque no habría tiempo para venderlo por la mañana, y de todos modos no le habría sacado mucho. Cuando vio la destartalada barca de pesca de arenques pensó que era tan vieja y tan pobre como el caballo, pero Nee y Aldus habían empleado bien el invierno. Las juntas estaban calafateadas con estopa y brea, y navegaba con ligereza sobre el oleaje.
A poco de zarpar se presentaron los problemas. Rob se inclinó por encima de la borda y vomitó, mientras los dos pescadores lo maldecían y amenazaban con arrojarlo al mar. Pese a las nauseas y los vómitos, se obligó a trabajar. Una hora después soltaron la red, arrastrándola detrás de la barca mientras navegaban, y luego izándola los tres juntos para cobrarla, siempre vacía y chorreante. La arrojaron y recuperaron varias veces, pero solo sacaban alevines. Nee se puso de mal humor y muy desagradable. Rob estaba seguro de que solo su enorme talla impedía que lo maltrataran.
Aquella noche comieron pan duro, pescado ahumado lleno de espinas y agua con sabor a arenque. Rob intentó tragar unos bocados, pero lo vomitó todo. Para colmo de males, Aldus tenía flojedad de vientre y en seguida convirtió el cubo de los desechos en una ofensa para los ojos y las narices. Aunque eso no era nada para alguien que había trabajado en un hospital. Rob vació el cubo y lo lavó en agua de mar hasta dejarlo completamente limpio.
Tal vez su desempeño de esa faena doméstica cogió a los otros dos por sorpresa, pues a partir de ese momento dejaron de insultarlo.
Aquella noche, frío y desesperado mientras la barca ascendía y descendía en la oscuridad, Rob se acercó varias veces a la borda, hasta que no le quedó nada que vomitar. Por la mañana, reanudó la rutina, pero la sexta vez que echaron la red, algo cambió. Cuando tironearon, parecía anclada. Lenta y laboriosamente la recuperaron, con un bulto plateado que se retorcía.
—¡Estos sí que son arenques! —se regocijó Nee.
La red salió tres veces llena y luego con menos cantidades de peces.
Cuando no quedó lugar para almacenarlo viraron a tierra con el viento en popa.
A la mañana siguiente, los mercaderes les compraron la captura, que venderían por piezas frescas, secas y ahumadas. En cuanto la barca de Nee fue descargada, volvieron a hacerse a la mar.
Rob tenia las manos ampolladas, doloridas y ásperas. La red se rompía, y aprendió a anudarla con el fin de repararla. El cuarto día, sin aviso previo, desaparecieron los mareos. No volvieron, sencillamente. «Tengo que decírselo a Tam», pensó agradecido.
Siguieron costeando varios días, recalando siempre en puertos para vender la pesca antes de que se estropeara. A veces, en noches de luna, Nee veía un rocío de peces diminutos como gotas, que asomaban a la superficie para escapar a un cardumen en busca de alimento; dejaban caer la red y la arrastraban por un sendero de luz de luna, llevándose el regalo de la mar.
Nee empezó a sonreír mucho, y Rob le oyó decirle a Aldus que Jonsson les había traído buena suerte. A veces, cuando atracaban para pernoctar en un puerto, Nee invitaba a su tripulación con cerveza y comida caliente. Los tres se quedaban levantados hasta tarde y cantaban. Entre las cosas que aprendió Rob como tripulante figuraba una serie de canciones obscenas.
—Llegarías a ser un buen pescador —dijo Nee—. Estaremos cinco o seis días en Eyemouth, reparando las redes. Después volveremos a Middlesbrough, porque eso es lo nuestro, derivar entre Eyemouth y Middlesbrough pescando arenques, ida y vuelta. ¿Quieres quedarte con nosotros?
Rob le dio las gracias, contento por la oferta, pero dijo que se separarían en Eyemouth.
Llegaron unos días más tarde a un puerto bonito y abarrotado. Nee le pagó con unas pocas monedas y una palmada en la espalda. Cuando Rob mencionó que necesitaba un caballo, el patrón de la barca lo llevó a ver a un comerciante honrado, quien dijo que le recomendaba dos de sus caballos: una yegua y un castrado.
La yegua era, con mucho, un animal más hermoso.
—Una vez tuve buena suerte con un castrado —dijo Rob, y se decidió por el animal capado.
Éste no era un caballo árabe, sino un nativo inglés achaparrado, de patas cortas y peludas, y crines enmarañadas. Tenía dos años, era fuerte y despabilado.
Acomodó sus pertenencias detrás de la silla y montó el animal. Él y Nee se despidieron.
—Que tengas buena pesca.
—Ve con Dios, Jonsson.
El fuerte y enjuto castrado le proporcionó placer. Era mejor de lo que parecía, y resolvió llamarlo
Al Borak
, como el caballo que según los musulmanes llevó a Mahoma desde la tierra hasta el séptimo cielo.
Todas las tardes, a la hora de más calor, Rob trataba de hacer una pausa en un lago o riachuelo para que
Al Borak
se bañara, y luego alisaba las crines enredadas con los dedos, lamentando no tener un fuerte peine de madera.
El caballo parecía infatigable, y los caminos se estaban secando, por lo que avanzó con más rapidez. La barca arenquera lo había llevado más allá de las tierras con las que estaba familiarizado, y ahora todo era más interesante por lo novedoso. Siguió cinco días una orilla del río Tweed, hasta que el cauce se desviaba al sur y él giró hacia el norte, internándose en las tierras altas y cabalgando entre cerros demasiado bajos para llamarse montañas. En algunos puntos los páramos ondulados se veían interrumpidos por peñascos rocosos.