En la avenida de Alí y Fátima se habían reunido grupos con gentes de expresión preocupada. Había menos personas en las cuatro calzadas de la avenida de los Mil Jardines, y nadie en las Puertas del Paraíso. El bulevar real, en general inmaculado, daba muestras de descuido; nadie había segado el césped ni podado los jardines últimamente. En el otro extremo del camino había un centinela solitario.
El guardia retrocedió para dar el alto a Rob.
—Soy Jesse,
hakim
del
maristan
. He sido citado por el sha.
El guardia era poco más que un niño y parecía indeciso, incluso asustado. Por último, asintió y se hizo a un lado para dejarlo pasar.
Rob cabalgó por el bosque plantado para los reyes, por los verdes campos destinados al juego de pelota y palo, por las dos pistas de carreras y ante los pabellones.
Se detuvo detrás de los establos, en el alojamiento asignado a Dhan Vangalil. El fabricante de armas indio y su hijo mayor habían sido llevados a Hamadhan con el ejército. Rob ignoraba si habían sobrevivido, pero la familia no estaba allí. La casita se encontraba desierta y alguien había derribado a puntapiés las paredes de arcilla del horno que Dhan construyera con tanto cariño y esmero.
Bajó a caballo el largo y elegante camino de acceso a la Casa del Paraíso.
En las almenas no había un solo centinela. Los cascos de la montura de Rob resonaron en el puente levadizo. Después ató el caballo delante de las grandes puertas.
Una vez dentro de la Casa del Paraíso, sus pisadas también resonaban en los pasillos desiertos. Finalmente, llegó a la cámara de audiencias en la que siempre se había presentado ante el rey, y ahora lo vio sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, solo y en un rincón. Tenía enfrente una jarra de vino medio llena y un tablero en el que se había planteado un problema en el juego del sha.
Se lo veía en tan mal estado y desatendido, como los jardines. Su barba no había sido recortada. Tenía manchas purpúreas bajo los ojos y estaba más delgado, lo que hacia que su nariz se pareciera más que nunca a un pico de ave. Levantó la vista y vio a Rob con la mano en la empuñadura de la espada.
—¿Qué,
Dhimmi
? ¿Has venido a vengarte?
Pasaron unos segundos hasta que Rob comprendió que Ala se refería al juego del sha, pues ya estaba reacomodando las piezas del tablero.
Rob se encogió de hombros y apartó la mano de la empuñadura, apartando la espada a fin de poder sentarse cómodamente en el suelo, frente al sha.
—Ejércitos nuevos —dijo Ala sin el menor humor, y abrió el juego moviendo un infante de marfil.
Rob movió un soldado negro.
—¿Dónde esta Farhad? ¿Lo asesinaron en el combate?
Rob no esperaba encontrar solo a Ala. Había pensado que antes tendría que matar al capitán de las Puertas.
—Farhad no ha sido asesinado. Huyó.
Ala comió un soldado negro con su caballero blanco y en seguida Rob apeló a uno de sus caballeros de ébano para capturar a un soldado de infantería blanco.
—Khuff no te habría abandonado.
—No, Khuff no se habría fugado —coincidió Ala, distraído.
Estudió el tablero. Finalmente, en el extremo de la línea de batalla, levantó y movió al guerrero
rukh
tallado en marfil y con sus manos de asesino ahuecadas junto a los labios para beber la sangre de su enemigo. Rob tendió una trampa y atrajo a Ala, cediendo un jinete de ébano a cambio del
rukh
blanco.
Ala fijó la vista en el tablero.
A partir de ese momento sus movimientos fueron más deliberados y pasaba más tiempo sumido en la concentración. Le brillaban los ojos cuando capturó el otro jinete blanco, pero se le apagaron al perder su elefante.
—¿Qué ha sido del elefante
Zi
?
—Ah, ése era un buen elefante. También lo perdí en la Puerta de al-Karaj.
—¿Y el
mahout
Harsha?
—Muerto antes que el elefante. Una lanza le atravesó el pecho. —Sin ofrecerle vino a Rob, bebió directamente de la jarra y volcó buena parte en su túnica mugrienta. Se secó la boca y la barba con el dorso de la mano—. Basta de charla —dijo, y se entregó de lleno al juego, pues las piezas de ébano llevaban una ligera ventaja.
Ala se transformó en un atacante porfiado y probó todas las tretas que antes le habían dado buenos resultados, pero Rob había pasado los últimos años oponiéndose a mentes más agudas: Mirdin le había enseñado cuando debía ser audaz y cuando cauteloso. Ibn Sina le había enseñado a prever, a pensar con tanta anticipación que ahora era como si hubiese conducido a Ala por los caminos en los que la aniquilación de las piezas de marfil era una certeza.
Pasaba el tiempo, y un brillo sudoroso apareció en el rostro de Ala, aunque las paredes y el suelo de piedra mantenían fresca la sala.
Rob tenía la impresión de que Mirdin e Ibn Sina jugaban como si formaran parte de su mente.
De las piezas de marfil solo quedaban en el tablero el rey, el general y un camello; en breve, con los ojos fijos en los del sha, Rob comió el camello con su general.
Ala colocó a su general delante del rey, bloqueando la línea de ataque.
Pero a Rob le quedaban cinco piezas: el rey, el general, un
rukh
, un camello y un infante. Rápidamente movió el soldado de caballería no amenazado hasta el otro lado del tablero, donde las reglas del juego le permitían cambiarlo por su otro
rukh
, que fue recuperado.
En tres movimientos, sacrificó al recién recuperado
rukh
, con el propósito de capturar al general de marfil.
Y en dos movimientos más su general de ébano amenazó el caballo de marfil.
—Quítate, oh sha —dijo en voz baja.
Repitió tres veces las palabras, mientras acomodaba sus piezas de modo que el sitiado rey de Ala no tuviera hacia donde volverse.
—
Shahtreng
—dijo Rob finalmente.
—Sí. La agonía del rey.
Ala barrió las piezas restantes del tablero. Ahora se examinaban mutuamente, y Rob volvió a apoyar la mano en la empuñadura de su espada.
—Masud ha dicho que si el pueblo no te entrega, los afganos saquearán esta ciudad y asesinarán a sus habitantes.
—Los afganos asesinarán y saquearán esta ciudad tanto si me entregan como si no. A Ispahán solo le queda una oportunidad.
Se incorporó con dificultad, y Rob se puso inmediatamente de pie porque un plebeyo no podía permanecer sentado si el gobernante estaba levantado.
—Desafiaré a Masud a combatir: rey contra rey.
Rob deseaba matarlo, y no quería admirarlo ni simpatizar con él, y frunció el ceño.
Ala curvó el pesado arco que muy pocos podían curvar y lo armó. Señaló la espada de acero estampado que le había hecho Dhan Vangalil y que ahora colgaba de la pared opuesta.
—Ve a buscar mi arma,
Dhimmi
.
Rob se la alcanzó y observó como se la sujetaba al cinto.
—¿Irás ahora a enfrentarte con Masud?
—Este parece un buen momento.
—¿Quieres que te asista?
—¡No!
Rob notó el desprecio por la sugerencia de que al rey de Persia pudiera servirle de escudero un judío. Pero en lugar de enfurecerse, sintió alivio; lo había dicho impulsivamente y lamentó sus palabras en cuanto las pronunció, pues no veía ningún sentido ni gloria en morir junto al sha Ala.
Sin embargo, la cara de buitre se ablandó y el sha hizo una pausa antes de salir.
—Tu oferta ha sido viril. Piensa qué te gustaría tener como recompensa. A mi regreso te adjudicaré un
calaat
.
Rob trepó por una estrecha escalera de piedra hasta las almenas más altas de la Casa del Paraíso, y desde su aguilera vio las viviendas de la zona más opulenta de Ispahán, a los persas en lo alto de las murallas, el llano y el campamento de Ghazna que se extendía hasta las montañas.
Aguardó largo rato con el viento agitándole los cabellos y la barba, pero Ala no apareció.
A medida que pasaba el tiempo comenzó a reprocharse no haber matado al sha; sin duda este lo había engañado y había puesto pies en polvorosa.
Pero en seguida lo vio.
La puerta occidental estaba fuera del alcance de su mirada, pero en el llano, más allá de la muralla, emergió el sha a horcajadas de una montura conocida: el semental blanco salvajemente hermoso que agitaba la cabeza y hacia elegantes cabriolas.
Rob vio que Ala cabalgaba directamente hacia el campamento enemigo. Cuando estuvo cerca refrenó el caballo y, con los pies en los estribos, gritó su desafío. Rob no oyó las palabras, pues solo llegó a sus oídos un apagado grito ininteligible. Pero algunos súbditos del rey debieron de oírlas. Los habían educado en la leyenda de Ardewan y Ardeshir, relativa al primer duelo librado para elegir un
Shahanshah
, y en lo alto del muro brotaron las aclamaciones. En el campamento de Ghazna, un grupito de jinetes bajó desde las tiendas de los oficiales. El que iba al mando llevaba un turbante blanco, pero Rob no sabía si era o no Masud. Estuviera donde estuviese éste, si había oído hablar de Ardewan y Ardeshir y de la antigua batalla por el derecho a ser rey de reyes, nada le importaban las leyendas.
Una tropa de arqueros en veloces corceles salieron de las filas afganas.
El semental árabe era el caballo más rápido que Rob había visto en su vida, pero Ala no intentó correr más que ellos. Volvió a alzarse en los estribos. Esta vez, Rob estaba seguro, gritó pullas e insultos al joven sultán, que no presentaría batalla.
Cuando los soldados estaban casi sobre él, Ala preparó su arco e inició la fuga sobre el caballo blanco, pero no tenía hacia donde correr. Veloz como el rayo, se volvió en la silla y disparó una flecha que derribó al jefe afgano, blanco perfecto de la flecha del parto que arrancó vítores de los labios de quienes observaban desde los muros. Pero una lluvia de flechas encontró el cuerpo del sha.
Cuatro cayeron sobre su caballo. Un chorro rojo manó de la boca del semental. La bestia blanca redujo la marcha, se detuvo y osciló antes de desplomarse en los suelos con su jinete muerto.
Rob se asombró de su propia tristeza, que lo cogió desprevenido.
Los vio atar con una cuerda los tobillos de Ala y arrastrarlo hasta el campamento de Ghazna, levantando una estela de polvo gris. Por alguna razón que Rob no comprendió, se sintió especialmente molesto por el hecho de que arrastraran al rey por el suelo, boca abajo.
Llevó su caballo castaño al pradito situado detrás de los establos reales y lo desensilló. Le costó trabajo abrir la pesada puerta, pero al igual que en el resto de la Casa del Paraíso allí no había nadie, y tuvo que arreglárselas.
—Adiós, amigo —dijo.
Palmeó la grupa del caballo, y cuando lo vio unirse a la manada cerró la puerta delicadamente. Solo Dios sabía quien sería el dueño de su caballo castrado a la mañana siguiente.
En el redil de camellos cogió un par de cabestros de la impedimenta que colgaba en un cobertizo abierto y escogió las dos hembras jóvenes y fuertes que necesitaba. Las bestias estaban arrodilladas en el polvo, rumiando y observando como se acercaba.
La primera intentó morderle el brazo cuando se aproximó con la brida; pero Mirdin, el más delicado de los hombres delicados, le había enseñado cómo se razonaba con los camellos. Le propinó tan brutal puñetazo en las costillas que la camella soltó el aire entre sus amarillentos dientes cuadrados.
Después se mostró muy tratable y el otro animal no le creó ningún problema, como si hubiera aprendido de la observación. Montó en la bestia más corpulenta y condujo la otra con ayuda de una cuerda.
El joven centinela había desaparecido de las Puertas del Paraíso, y mientras Rob entraba en la ciudad, tuvo la impresión de que Ispahán se había vuelto loca. La gente se precipitaba de un lado a otro con sus hatillos y conduciendo animales cargados con sus pertenencias. La avenida de Alí y Fátima estaba alborotada; un caballo desbocado pasó a la carrera junto a Rob, asustando a sus camellos. En los zocos, algunos vendedores habían abandonado sus mercancías. Notó que dirigían miradas codiciosas a los camellos, por lo que desenvainó la espada y la cruzó sobre su regazo mientras seguía adelante. Tuvo que hacer un amplio desvío alrededor de la parte oriental, con el propósito de llegar al Yehuddiyyeh. La gente y los animales ya habían retrocedido un cuarto de milla cuando intentaron huir de Ispahán por la puerta oriental para eludir el enemigo acampado más allá del muro occidental.
Cuando llamó a la puerta de su casa, Mary abrió, con la cara cenicienta y la espada de su padre en la mano.
—Nos volvemos a Inglaterra.
Estaba aterrorizada, pero Rob notó que sus labios se movían en una oración de acción de gracias.
Se quitó el turbante y las vestiduras persas para ponerse el caftán negro y el sombrero judío de cuero.
Cogieron el ejemplar del
Canon de medicina
de Ibn Sina, los dibujos anatómicos enrollados e insertados en una caña de bambú, los registros de historias clínicas, el equipo de instrumentos quirúrgicos, el juego que había sido de Mirdin, alimentos y unas pocas medicinas, la espada del padre de Mary y una cajita que contenía su dinero. Cargaron todo a lomos del camello más pequeño.
De un costado del más grande, Rob colgó una cesta de juncos, y del otro, un saco de tejido flojo. Tenía una ínfima dosis de
buing
en un frasco pequeño, solo lo suficiente para humedecer la yema del dedo índice y hacer que Rob J. lo chupara, y luego repetir la operación con Tam. En cuanto se durmieron, acomodó al mayor en la cesta y al bebé en el saco. La madre montó en el camello, entre ambos.
Aún no había oscurecido cuando dejaron para siempre la casita del Yehuddiyyeh, pero no se atrevieron a esperar, pues los afganos podían caer en cualquier momento sobre la ciudad.
La oscuridad era total cuando hizo pasar los dos camellos por la abandonada puerta occidental. La senda de caza que siguieron a través de las montañas pasaba tan cerca de los fuegos del campamento de los soldados de Ghazna, que oyeron cánticos y gritos de los afganos preparándose para una orgía de pillaje y violaciones.
En un momento dado, creyeron que un jinete iba al galope directamente hacia ellos, vociferando como un energúmeno, pero el sonido de los cascos se desvió y se apagó.
El efecto del
buing
comenzó a disiparse; Rob J. gimió y luego lloró. El sonido era terriblemente audible, pero Mary sacó al niño de la cesta y lo silenció amamantándolo.