—Todas esas ideas están perfectamente expresadas en su revista Ostara. Hay que exterminar a las «razas subhumanas» y en particular a los judíos.
Adolfo observó como la oscuridad entraba por las ventanas de la cervecería. Miró a la gente que le rodeaba; alegre y abstraída en su ociosa ignorancia. Dentro de poco las doctrinas de su maestro se extenderían y la humanidad sabría que había hombres dispuestos a ponerse en pie para defender la salvación de la raza aria. Sus esquizofrénicos pensamientos retumbaban en su cabeza mientras seguía escuchando la charla seudociéntifica de von Liebenfelds; cuando llegara el momento, pondría cara y ojos a todas sus creencias y lanzaría al mundo su evangelio. Un Mesías Ario vendría para separar el trigo ario de la paja seudo humana e instaurar una nueva era de prosperidad y felicidad.
Viena, 15 de julio de 1914
Bernabé Ericeira se levantó del suelo y miró desafiante a Hércules.
—Usted estaba recibiendo información privilegiada y no la estaba compartiendo.
—¿Qué dice? Hace unos minutos este hombre llamó a mi puerta y me dijo que tenía algo importante que contarme. Como entenderá, no podía correr a avisarles. En primer lugar, porque no sé si él está dispuesto a hablar delante de todos nosotros, y en segundo lugar, porque quería comprobar primero que lo que tenía que contar era importante para nuestra investigación.
—Excusas. Yo les he transmitido toda la información que poseía, pero ustedes siguen sin confiar en mí.
—Eso no es cierto.
—Incluso les he facilitado una entrevista con el emperador, pero me lo pagan con mentiras y engaños —dijo Ericeira muy alterado.
—Pase. Si el señor no tiene inconveniente puede escuchar lo que tenga que decir. Pero otra vez llame a la puerta y no se ponga a husmear.
—¿Husmear yo? Simplemente estaba protegiéndoles. Escuché un ruido extraño en el pasillo y observé como alguien entraba en su habitación, después acudí presto para ayudarle si era necesario.
—Gracias —contestó incrédulo Hércules.
—¿Quiere que llame a Alicia y a Lincoln?
—Creo que será lo mejor, si a usted no le importa.
El hombre negó con la cabeza y esperó sentado a que Alicia y Lincoln llegaran. Cuando todos estuvieron en la habitación les explicó las implicaciones del Círculo Ario en Viena, Austria y su fuerza por toda Alemania.
—Entonces, si no he comprendido mal, en 1813, el rey de Prusia Federico Guillermo III fundó el Círculo Ario para defenderse de Napoleón y las ideas revolucionarias que se extendían por toda Europa —dijo Hércules.
—Exacto —contestó el hombrecillo.
—Guillermo III quería recuperar el espíritu de los caballeros teutónicos o germanos. El Círculo Ario se encargaría de recuperar las costumbres germanas, para inmunizar al pueblo alemán contra las ideas revolucionarias. El Círculo se extendió entre la nobleza y se puso como objetivo buscar y encontrar los símbolos del pueblo ario. —Sí.
—Durante todo el siglo XIX el Círculo Ario fue creciendo y penetrando en todas las áreas de la cultura y sociedad alemana. Cuando Alemania consiguió la unificación en 1870, el Círculo Ario ganó un gran poder y se extendió a Austria y las comunidades alemanas en Praga, Budapest y otros lugares.
—Efectivamente.
—Hace unos años descubrieron la existencia de un libro de profecías que hablaba del advenimiento de un Mesías Ario y llevan desde entonces buscándolo por toda Europa.
—Sí.
—Pero, ¿cómo sabe usted todo eso? —preguntó Lincoln.
—Yo pertenecía al Círculo. Muchos de los miembros de la casa real también pertenecen.
—¿Miembros de la casa real?
—Sí. Yo era miembro del Círculo Ario y los conocía. Cuando su mensaje se volvió extremadamente racista me separé de ellos.
—¿Qué miembros de la familia real de Habsburgo están en el Círculo Ario?
—Muchos, pero algunos de los principales son Sofía de Baviera, la mujer del emperador; Rodolfo, el hijo del emperador.
—¿El heredero al trono que se suicidó? —preguntó Ericeira.
—No se suicidó, fue eliminado por el Círculo Ario, al igual que su madre años antes. Los dos intentaron dar la espalda al Círculo y fueron asesinados.
—Es increíble —dijo Alicia.
—Pero hay otro miembro más.
—¿Quién? —preguntó Hércules.
—Francisco Fernando.
—¿El archiduque era un miembro del Círculo Ario?
—Sí, él fue él el que encontró el libro de las profecías de Artabán, yo le he visto con mis propios ojos leyendo el libro.
—Entonces, ¿le mató el Círculo? —dijo Alicia.
—No, pero ellos no hicieron nada para impedirlo.
—Entiendo, el Círculo Ario prefería un futuro emperador más complaciente que se plegara a sus exigencias.
—Hace un año descubrieron al que ellos consideran el futuro Mesías Ario.
—¿Dónde?
—Aquí mismo en Viena.
—Puede llevarnos hasta él.
—Para eso he venido a verles. Tienen que pararles antes de que sea demasiado tarde.
Múnich, 15 de julio de 1914
La gente todavía paseaba por las calles y el olor a salchichas invitaba a algunos transeúntes a pararse en los puestos callejeros y comerlas, regadas con la sabrosa cerveza alemana. Adolfo y Lanz von Liebenfelds se pararon en uno de los quioscos y compraron algo para comer. La charla en la cervecería les había abierto el apetito. Caminaron hasta el río y sentados en un banco, comieron en silencio.
—Estamos en guerra querido Adolfo —dijo von Liebenfelds—. Una guerra entre razas, cuyo final escatológico puede verse claramente en los horóscopos.
—¿Una guerra?
—Dentro de unos años, de 1960 a 1968 Europa será invadida por otras razas no arias que provocarán la destrucción del sistema mundial. Únicamente el Mesías Ario puede impedirlo. A partir de entonces desarrollará una regeneración racial. A ésta le seguiría un nuevo milenio guiado por una nueva iglesia aria, en la que tan sólo una elite iniciada en los secretos, guiará el destino del mundo.
—El mundo volverá a ser de los fuertes —dijo Adolfo emocionado por las palabras de su mentor.
—Sí, Adolfo, una casta de monjes guerreros. Pero hay un peligro.
—¿Un peligro, maestro?
—El Mesías Ario puede ser destruido.
—¿Cómo, maestro? —dijo Adolfo sin disimular su nerviosismo. —Si alguien logra matar al Mesías Ario antes de que la guerra estalle las profecías no se cumplirán en otros mil años. —Pero nadie puede matar al Mesías Ario. —Es invulnerable, pero sólo cuando la guerra sea proclamada. Pero no te preocupes, no creo que Alemania tarde mucho en declarar la guerra. Y entonces, seremos invencibles.
Viena, 15 de julio de 1914
—¿Cómo podemos detenerles? —preguntó Hércules—. Por lo que he leído en el libro de las profecías de Artabán, el Mesías Ario no será destruido hasta que complete su misión.
—Según se enseña en el Círculo Ario, hay que proteger al Mesías Ario hasta que la gran guerra sea proclamada —dijo el hombrecillo.
—¿Hasta que la guerra sea proclamada? Pero, ¿qué guerra?
—En el Círculo sólo se comentaba que si el Mesías Ario era eliminado antes de la proclamación de una gran guerra, las profecías no se cumplirían.
Hércules se acercó a su pequeña maleta y extrajo el libro de las profecías. Comenzó a hojearlo y unos minutos después lo leyó en alto:
—Aquí lo pone: «El Mesías Ario, el hombre del destino, su reino durará mil años y todos sus enemigos serán destruidos. Los impíos alargarán sobre él su mano, pero él no morirá».
—No morirá, pone el libro —dijo Lincoln.
—Espere, el texto sigue: «Cuando la gran guerra estalle, en la que los arios vencerán a los hombres del norte y a los hombres del sur, el Mesías Ario será inmortal, nadie podrá tocar su vida, ni siquiera él, hasta que la última profecía sea cumplida, pero si los impíos le matasen antes de que la guerra sea proclamada, mil años tendrá que vagar el pueblo ario en el desierto de los tiempos, hasta que la Providencia levante a otro hombre de la promesa».
Todos se quedaron en silencio. Por lo que había leído Hércules todavía había una oportunidad, aunque remota, de detener una gran matanza. Si encontraban al Mesías Ario antes de que la guerra estallara, su reinado no se produciría.
—¿Cuánto tiempo nos queda, antes de que se proclame la guerra? —preguntó Alicia.
—Es difícil adivinarlo. Un día, una semana, como mucho un mes —dijo Hércules.
—No creo que las negociaciones duren tanto. Hoy leí en el periódico que Austria ha dado un ultimátum a Serbia. Cuando Austria declare la guerra a Serbia, Rusia hará lo mismo con ella; después Alemania les declarará la guerra a Serbia y a Rusia —dijo Ericeira—. Podemos estar hablando de dos, como mucho tres semanas.
—Pero eso es como buscar una aguja en un pajar. Únicamente conocemos el nombre del Mesías Ario, pero puede estar en cualquier punto de Austria o de Alemania —dijo Lincoln señalando un pequeño mapa de Europa.
—Creo que en eso también puedo ayudarles —dijo el hombre pequeño que había permanecido callado todo el tiempo.
—¿Cómo? ¿Acaso sabe dónde podemos encontrar al sr. Schicklgruber? —preguntó Hércules.
—No, pero puedo presentarles a alguien que le conoce muy bien, alguien que vivió con él primero en su ciudad y luego en Viena.
—¿Cómo se llama? —preguntó Lincoln.
—Su nombre es August Kubizek. Un joven natural de Linz. Les aseguro que si alguien sabe algo acerca del sr. Schicklgruber es él.
—Pues será mejor que no perdamos tiempo —dijo Hércules colocándose la chaqueta—. Cada hora que pasa puede ser imprescindible.
—Pero no es buena idea que vengan todos —dijo el hombrecillo cuando el grupo se puso en marcha.
—Tiene razón sr.... ¿Cómo es su nombre?
—Samuel Leonding.
—Don Samuel, por favor llévenos cuanto antes a la casa de August Kubizek. Iremos Lincoln y yo, si no les importa a los demás.
Ericeira frunció el ceño, al notar el rin tintín en las palabras de Hércules, pero al final Alicia le miró torciendo la cara y el portugués cedió.
—Cuiden del libro y, por favor, no dejen entrar a nadie. Ellos saben que el Mesías Ario todavía puede ser destruido y no cejaran en su empeño de eliminarnos y recuperar el libro.
—No se preocupe, el libro y Alicia están a buen recaudo.
Hércules y Lincoln dejaron el hotel y caminaron deprisa detrás del pequeño sr. Leonding. Tomaron el tranvía hasta uno de los barrios de la capital, en una pensión de la calle Stumpergasse, cerca de la Estación Oeste. Mientras atravesaban las calles llenas de soldados, Hércules se preguntó cuánto tiempo les quedaría. Las farolas comenzaron a encenderse lentamente. Su luz apenas iluminaba los farolillos de cristal, la noche se cernía sobre Viena, dentro de poco la oscuridad invadiría las calles de Europa, pero tenían que encontrar a ese hombre antes de que la negrura reinara por completo, después ya no habría esperanza. Ahora todo dependía de que la guerra se retrasase todo lo posible. Habían vencido tantos obstáculos y ahora que estaban tan cerca todo dependía de un hombre, de que August Kubizek quisiera ayudarles y de que supiera dónde se encontraba su viejo amigo.
Berlín, 15 de julio de 1914
El general Moltke se secó su gran calva con un pañuelo, en los últimos días las audiencias con el káiser Guillermo habían sido un verdadero suplicio. El káiser quería supervisar cada paso y seguir manteniendo contacto directo con Londres y París. Todavía creía que evitar la guerra total era posible. Lo único que le importaba era dar una lección a Rusia y demostrar quién era el verdadero amo de Europa. El general Moltke miró su reloj y después se acercó a uno de los ventanales del palacio. Se veían grupos de jóvenes que con espíritu patriótico venían de los pueblos cercanos a Berlín para alistarse. El pueblo alemán quería la guerra, de eso no había ninguna duda. Después de más de una generación sin guerras, las nuevas generaciones necesitaban desahogar su ardor patriótico y crear un nuevo Reich.
La puerta se abrió y el káiser entró sin anunciarse. Saludó al general y se sentó en su escritorio. El general se acercó hasta la mesa y dejó unos papeles sobre ella.
—Estas son las órdenes de movilización. ¿Hay noticias de Austria?
El káiser miró los papeles muy serio y cuando los terminó de leer los firmó con desgana, como si estuviese haciendo un gran esfuerzo.
—Viena no nos dice mucho. Han enviado una comisión para repatriar los cuerpos y un grupo de policías austríacos está colaborando con la policía de Sarajevo. La posición de Serbia es muy cautelosa. Incluso ha ofrecido a Austria la posibilidad de investigar en suelo Serbio.
—Quieren retrasar la guerra para poder prepararse.
—Ya lo sé, general —dijo enfadado el káiser—. Pero mi querido amigo Francisco José es un hombre mayor, que intentará evitar las hostilidades a toda costa o por lo menos retrasar todo lo más posible.
—Pero a nosotros no nos conviene retrasar la guerra. Nuestros enemigos están desorientados. Los rusos pueden tardar semanas en desplazar una pequeña parte de su ejército a la frontera, los franceses tienen que hacer varias levas antes de que su ejército pueda compararse con el nuestro. Si la guerra se retrasa, los ingleses pueden mandar soldados a Francia y reforzar el frente sur; los rusos tendrán tiempo para desplazar hasta setecientos mil hombres en el frente norte si no actuamos ya.
El káiser se atusó el bigote y permaneció pensativo unos instantes. Después levantó la vista y en un tono más calmado preguntó:
—¿Cómo podemos obligar a Austria para que actúe más rápidamente?
—Envíe un telegrama al emperador y explíquele la situación.
—¿Un telegrama? No sé.
—Si no actuamos en un par de semanas la guerra estará perdida.
—«Der traurige Julios» (El triste Julio).
El general arrugó el entrecejo y, claramente molesto, se alejó de la mesa. No le agradaba que el káiser le llamara de aquella forma, era verdad que le gustaba ver el punto negro de todas las cosas, pero si no lo hacía él quién lo haría. La guerra era una cosa muy seria para tomársela a la ligera. La vida de miles de persona dependía de ellos.
—No se enfade general, pero cada vez que hablamos de asuntos de guerra me da la impresión de que no cree en nuestra victoria. Usted sabe que no he elegido esta guerra, que si fuera por mí la evitaría. Lo que no puedo negar es que es buena para Alemania y si es buena para Alemania también es buena para mí.