Primero recordó algunos retazos de su conversación en la cervecería, ciertamente von Liebenfelds era más culto y preparado que el viejo von List, pero él no tardaría mucho en superarle. Su mente privilegiada era puramente aria, lo que le permitía tener una gran inteligencia, se dijo mientras pasaba las hojas sin atender a las palabras. De repente una idea inesperada le aguijoneó la mente. Su padre azotándole con un cinturón de cuero y su madre suplicando que parase a su lado. Intentó borrar la imagen, pero no podía dejar de pensar en su odio y en su miedo. Notó como se le secaba la boca y golpeó con furia uno de los cojines con la mano. Cuando parecía que recuperaba la calma, escuchó un ruido a los pies de su cama y con el libro aún en la mano se incorporó un poco. Miró el rincón oscuro de la habitación pero no observó nada extraño. Volvió a tumbarse y entonces notó una presencia que se sentaba al lado en la cama. Aguantó la respiración y se apartó lentamente para un lado, no era la primera vez que le sucedía, pero una sensación de pánico le invadía por momentos.
—¿Quién eres? —dijo por fin con voz temblorosa. Después añadió—: ¿Qué quieres de mí?
Guardó silencio esperando una contestación, entonces experimentó una sensación agradable, como si flotase en el aire, y se relajó. Comenzó a hablar como en sueños, primero palabras sueltas, después números y frases sin sentido. Cada vez más deprisa hasta que las palabras se mezclaron y se convirtieron en una verborrea sin sentido. Su boca balbuceaba sin parar pero su mente seguía despierta, escuchándose a sí mismo. De repente se hizo el silencio. Adolfo volvió a relajar el cuerpo y soltó el libro arrugado que tenía entre las manos. Respiró hondo y apagó la luz, sufría aquellos ataques desde niño. Los médicos le habían diagnosticado epilepsia, pero él sabía que era algo más. No podía explicarlo, pero cuando el temor lo invadía y su cuerpo quedaba a merced de aquellas horrorosas convulsiones, notaba que no estaba sólo, alguien le hablaba dentro de su cabeza. El precio del poder, pensó mientras sus ojos se cerraban cargados por el sueño. Minutos después estaba completamente dormido.
Viena, 15 de julio de 1914
—¿Por qué Adolfo quería ser artista? —preguntó Lincoln.
—Dibujar era una de las pocas cosas que sabía hacer bien. Su espíritu era inquieto y odiaba la vida monótona y aburrida de su padre —contestó Kubizek comenzando una nueva cerveza.
—Su padre no quería que fuese artista, imagino —dijo Hércules.
—Al principio sus padres no le tomaron muy en serio. Pero Adolfo abandonó completamente sus estudios y cuando terminaron las clases no obtuvo el título oficial.
—Su padre debió ponerse hecho una furia y no dudaría en castigarle —dijo el §r. Leonding.
—La verdad es que murió poco después de una manera inesperada. Adolfo se sintió por fin liberado y comenzó a vaguear durante todo el día. Al poco tiempo su madre vendió la casa y se mudaron al centro de Linz. Durante dos años Adolfo no hizo otra cosa que soñar con ser artista y comenzó a planear irse a vivir a Viena. Muchas veces dábamos largas caminatas por los bosques de alrededor de Linz y charlábamos durante horas sobre nuestros proyectos futuros. Adolfo estaba convencido de que algún día sería una persona admirada y reconocida.
—Sueños de juventud —dijo el sr. Leonding.
—Eran más que sueños, para Adolfo la fama era una verdadera obsesión. A veces se ponía a construir planos para reconstruir Linz.
Cuando un día fuimos a ver la ópera de Wagner, El anillo de los Nibelungos, se pasó varias semanas hablando sin parar de ella. Le apasionaba la historia de Alemania y la estudiaba constantemente.
—Sus aires de grandeza eran increíbles. ¿No intentó buscar un trabajo y hacer algo útil? —pregunto Lincoln.
—No, tras un viaje en el verano de 1906 a Viena decidió instalarse allí para hacerse artista. Durante más de un año planeamos venirnos a vivir juntos a Viena.
—¿Usted también, Kubizek? —dijo Hércules.
El rostro del joven se encontraba completamente amoratado, los ojos vidriosos y la forma de arrastrar las palabras mostraban su estado anímico. La bebida había desatado la lengua de Kubizek de tal modo que a Hércules le costaba entenderle y traducirle para que Lincoln se enterara de la conversación. Al final, Leonding propuso que comiesen algo. De otra manera, el alcohol terminaría por adormecer al joven antes de que terminase su historia.
—Salchichas, por favor —pidió Hércules a la camarera.
Comieron en silencio y en unos minutos ya habían terminado con toda la comida. En su cabeza cada uno le seguía dando vueltas a la vida del joven Adolfo Hitler. Cuando terminaron fue Hércules el que retomó la conversación.
—¿Por qué quería usted venir a vivir a Viena?
—La personalidad de Adolfo es arrolladora. Es capaz de convertir sus sueños en los tuyos. Tiene un carácter difícil, su humor cambia constantemente, pero en ocasiones sabe ser generoso, es honrado y leal. —La mirada de Kubizek se iluminó, como si al recordar las virtudes de su amigo, perdonara en cierto sentido sus defectos.
—¿Qué hicieron en Viena? —preguntó Lincoln.
—Adolfo intentó ingresar en la Academia de Bellas Artes en octubre de 1906, pero no fue admitido. Se enfadó mucho y montó en cólera. Después siguió intentando ingresar en la Academia y yo opté por comenzar una carrera de músico. Entonces su madre cayó gravemente enferma.
—¿Y que hizo él? —dijo Hércules.
—Nada. Yo le animé a que volviera a casa, aunque fuese sólo por una temporada. Su madre se estaba muriendo y él lo sabía, pero prefirió quedarse y continuar con su vida aquí. Únicamente le importaba una cosa, su ambición. Cuando se enteró del fallecimiento de su madre se lo tomó muy bien, yo diría que hasta fríamente.
—¿Eso le extrañó? —pregunto Leonding.
—Sí, ella había hecho todo por él. Incluso pasaba necesidad para que él pudiese vivir en Viena. Su carácter estaba cambiando, comenzó a obsesionarse con el futuro y visitó a videntes y astrólogos.
—¿No fue al entierro de su madre? —preguntó Hércules.
—Sí. Fue al funeral, arregló los papeles de su herencia y unos meses más tarde regresó a Viena. Pasamos el resto del invierno en la ciudad y cuando yo volví de mis vacaciones de verano en Linz, Adolfo había desaparecido sin dejar rastro.
—¿Dónde estaba? —dijo Leonding sorprendido.
—No supe nada de él durante cuatro años, hasta que apareció aquí hace unos días.
—Pero, ¿siguió viviendo en Viena? —preguntó Hércules.
—Él mismo me explicó hace unos días que sí. Al parecer vendía cuadros para ir tirando, un tiempo después conoció a un grupo de amigos que le ayudaron a establecerse. No sé mucho más.
—¿Por qué se trasladó a Múnich? —preguntó Lincoln.
—Cuando estuvo aquí me contó que no le hacía gracia servir en el ejército del emperador. Por eso abandonó Austria, pero al parecer la policía le reclamó desde aquí y hace unos días estuvo en Salzburgo para pasar su examen militar, según me informó no ha sido admitido por su estado de salud.
—¿Conoce su dirección en Múnich? —preguntó Lincoln.
—Sí, es está —dijo sacando un papel arrugado del bolsillo de su chaqueta—. Shleissheimerstrasse, un barrio a las afueras de la ciudad. La casa pertenece al sastre sr. Popp.
—Muchas gracias —dijo Lincoln, cuando terminó de apuntar la dirección.
—Le alegraría volver a ver a un viejo amigo de nuevo —dijo Hércules.
—Pues si le soy sincero, Adolfo era un fantasma de mi pasado con el que no quería volver a encontrarme. Cuando le perdí de vista hace tantos años, pensé que nunca más le volvería a ver. Es un hombre peligroso, aunque parezca un tipo corriente, su alma es oscura.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Hércules extrañado.
—Hay algo en él que te atrae y te repele a la vez. Un monstruo dormido que en cualquier momento puede despertar.
—Muchas gracias por todo, nos ha sido de gran ayuda —dijo Hércules levantándose de la mesa.
Los otros dos hombres se pusieron en pie y observaron al joven Kubizek, su aspecto no era muy saludable. Su traje viejo y arrugado, su rostro precozmente envejecido y la nariz roja de los bebedores compulsivos, mostraba la misma cara de la derrota.
—Perdonen, pero creo que se olvidan de algo —dijo Kubizek muy serio.
—Es verdad, disculpe —dijo Hércules sacando unos billetes de su cartera, los dejo sobre la mesa pegajosa y con un leve gesto de cabeza se despidió.
—Gracias.
Los tres hombres dejaron la cervecería tras la atenta mirada de los parroquianos, que totalmente bebidos se apoyaban en la barra o dormitaban sobre los bancos de madera. El aire limpio del exterior les despejó y les permitió aclarar un poco sus ideas. Tenían tan sólo doce horas para abandonar Austria, pero ya sabían por dónde seguir buscando.
Berlín, 15 de julio de 1914
El káiser no probó bocado. Se levantó de la mesa y despidiéndose de su mujer se dirigió a sus habitaciones. Durante todo el día había mantenido contactos con Jorge V, rey de Inglaterra, pero habían sido infructuosos. Si Alemania declaraba la guerra a Rusia, Francia respondería y los ingleses se verían en la necesidad de entrar en el conflicto. La participación de los británicos supondría la extensión de la lucha a nivel mundial. Guillermo, el káiser, había intentado razonar con el rey de Inglaterra, pero no había conseguido nada. Aquella misma tarde había dado instrucciones al Alto Mando para poner en alerta máxima a todas las tropas del Reich y activar el plan para invadir Francia y reforzar las defensas de la frontera norte, para resistir el primer empuje del rodillo ruso. Sabía que el emperador Francisco José estaba redactando el ultimátum para Serbia y en unos días lo haría público. La suerte estaba echada. En unas semanas los ejércitos más poderosos de la tierra se enfrentarían, sólo podrían sobrevivir los mejores.
El káiser se sentó en la cama y rezó fervientemente, como nunca lo había hecho. Pidió por su país, por los que habrían de morir, por sus viudas e hijos. Después sacó de su mesita una botella de licor y se sirvió un trago. Mientras el alcohol le raspaba la garganta, sintió ganas de llorar y ahogó el llanto con un nuevo trago. Cuando llevaba media botella, dejó encima de la mesita el vaso vacío y se quedó profundamente dormido.
Múnich, 15 de julio de 1914
El viaje de Hércules y sus amigos a Múnich se convirtió en un verdadero calvario. Encontrar un transporte fue casi imposible; los que no estaban requisados por el Ejército, se encontraban averiados. Además fueron retenidos en la frontera entre Alemania y Austria durante más de una semana hasta que gracias a la intervención de Ericeira lograron finalmente pasar. Las complicaciones continuaron al otro lado de la frontera y tardaron casi diez días en un trayecto de poco más de dos. La espera no sólo les angustiaba por su deseo de terminar por fin con una agotadora y larga misión, si no sobre todo porque sabían que el tiempo se acababa y si era proclamada la guerra, sería imposible encontrar al Mesías Ario y después eliminarlo.
Lincoln experimentó su infierno particular con Alicia. Si en las últimas semanas se habían acercado y logrado una intimidad profunda, desde el retorno del portugués apenas hablaban entre ellos. El norteamericano evitaba estar a solas con ella y aunque Alicia intentaba charlar con él, Lincoln buscaba cualquier excusa para terminar la conversación y abortar cualquier intento de intimidad.
Tras su llegada a Múnich, se quedaron muy impresionados. La ciudad permanecía tranquila para la inusitada actividad bélica del país y del continente entero. Por las calles podían verse algunos grupos de soldados, pero su presencia era mínima y daba la sensación de que los bávaros no habían interrumpido sus vacaciones ni su vida cotidiana a causa de la inminente guerra. Era normal verles a todas horas en las calles y en las plazas comiendo, bebiendo o simplemente paseando.
La Viktualienmarkt o plaza del mercado se encontraba en plena actividad. El grupo se perdió entre las casitas que imitaban a un pequeño pueblo alemán y que estaban repletas de todo tipo de frutas exóticas y flores. Los españoles buscaron algo de fruta y Lincoln y Ericeira tomaron algo de café en una de las casitas.
Hércules no dejaba de pensar en la posibilidad de que el Mesías Ario hubiera salido de Múnich dirigiéndose a Berlín, pero si había un sitio tranquilo y discreto para esconder y proteger a alguien, la capital de Baviera era el lugar idóneo. Alejada de la frontera norte, cubierta en parte por la protección de Austria, con una salida fácil hacia Suiza e Italia en caso de emergencia, Múnich constituía un sitio claramente estratégico.
Antes de comenzar sus indagaciones buscaron un hotel céntrico. Eran las ocho de la tarde, primero descansarían un poco en el hotel, después cenarían algo y por la maña temprano acudirían a la dirección que les había facilitado el antiguo amigo de Adolf Hitler, el sr. Kubizek.
En la entrada del hotel Hércules se sentó en el hall de la planta baja y comenzó a leer uno de los periódicos locales, mientras sus amigos subían a sus habitaciones para asearse y relajarse un poco. Cuando miró los titulares principales de la tarde se quedó sorprendido. Austria, según anunciaba el periódico, había declarado la guerra a Serbia y había comenzado la invasión aquel mismo día. Aquello les dejaba un margen de poco más de veinticuatro o cuarenta y ocho horas para encontrar al Mesías Ario. Las profecías eran claras en eso, si el Mesías no era eliminado antes de que estallase la gran guerra de los arios, nadie podría detenerlo y su reino duraría mil años. Hércules entendía lo de mil años como una metáfora, pero de lo que no había duda era de que una vez comenzada la guerra les expulsarían del país y la pista del Mesías Ario desaparecería para siempre.
Media hora más tarde, cenaron en el tranquilo salón comedor del hotel casi completamente solos. No había muchos visitantes extranjeros en la ciudad. La fiesta de la cerveza atraía todos los años a cientos de miles de personas, pero los rumores de guerra impedirían que aquel año pudiera celebrarse. Alicia notó durante la cena la preocupación de Hércules y le preguntó lo que le sucedía.
—He leído en el periódico que Austria ha declarado la guerra a Serbia. Eso nos pone en un serio apuro; no creo que nos queden más de veinticuatro o cuarenta y ocho horas para encontrar a Adolf Hitler en Múnich.