El príncipe Stepan se puso de pie y miro fijamente la sombra que tenía delante. El hombre de la pistola se sintió incomodo por su arrogancia, hubiera preferido que suplicase por su vida, que blasfemase en su presencia, pero el ruso se limitó a esperar de pie en silencio.
—No podía matarlo. ¿Todavía no se ha dado cuenta de que nadie puede disponer de su vida? Es el hombre de las profecías, el Mesías Ario y la Providencia le protege.
—¿La Providencia? Conmigo puede hablar sin tapujos. No es la Providencia la que protege a ese monstruo.
—Ah no, entonces ¿quién le protege? —dijo la voz con ironía.
—Su padre.
—¿Su padre?
—El padre del íncubo. Satanás.
El hombre apuntó al cuerpo del príncipe Stepan y antes de disparar a bocajarro sobre él le dijo:
—Dentro de un momento te reunirás con él y podrá preguntárselo en persona, querido príncipe Stepan.
El sonido de la bala antecedió al estruendo del cuerpo golpeando el suelo de madera y al bufar del tren que comenzó a ponerse en marcha muy despacio, como si se dirigiese al mismo infierno.
El hijo del íncubo
La casa estaba situada en medio de un gran jardín. La noche estrellada de verano iluminaba la fachada y reflejaba los cristales de las ventanas apagadas. En la buhardilla una mortecina luz les indicó que alguien esperaba su visita. Hércules, Lincoln y Alicia se pararon frente a la puerta y un leve empujón bastó para que esta se abriera silenciosa.
—Esto parece una trampa. Será mejor que entre yo sólo.
—No puedes entrar sólo —dijo Alicia.
—Si me pasa algo por lo menos vosotros podréis escapar y pedir ayuda.
—¿Ayuda a quién? —dijo Lincoln.
—A la policía o a la Mano Negra.
—Es mejor que vayamos todos juntos —dijo Alicia.
—No, tú quédate aquí. Nosotros bajaremos enseguida. Sal del jardín y espéranos al otro lado de la calle, si notas algo extraño huye para pedir ayuda.
—Pero Lincoln...
—Por favor Alicia.
Los dos hombres esperaron a que la mujer se alejara y después entraron en la mansión. Subieron las escaleras en penumbra. Primero un tramo, después otros dos más cortos hasta llegar a la última planta. Una vez arriba siguieron la luz hasta una habitación al fondo. La puerta estaba entornada. Un hombre de larga barba blanca leía tranquilamente un libro. De repente escucharon:
—Entren, por favor. No se queden ahí fuera.
La voz era del anciano que con un gesto les invitó a entrar.
—Han tardado demasiado. ¿No daban con la calle?
—¿Cómo puede usted saber que íbamos a venir?
—No es que me agrade su visita, pero no les puedo engañar, les esperaba impaciente.
Los dos agentes entraron en la habitación. El cuarto estaba abuhardillado, pero la altura del techo era considerable. Las paredes forradas de madera oscura absorbían la poca luz que desprendía una lámpara de mesa. Las estanterías ocupaban casi todo el espacio. A uno de los lados había un gran atril con un libro abierto y justo detrás del escritorio una gran bandera con una esvástica circular, una daga y unas ramas de laurel.
—¿Nos esperaba?
—Aquel muchacho vino corriendo a avisarme. Se llevó un buen susto cuando entraron de improviso en la librería. El pobre Ernst todavía debe de estar sudando sangre.
—¿El muchacho le avisó?
—Nosotros hemos creado un círculo de confianza, una familia. Y nadie traiciona a su familia, ¿verdad?
—Dejémonos de cháchara —dijo Hércules cortante, mientras metía la mano en su bolsillo interior.
—Nada de armas —dijo el hombre sacando una pistola—. Dicen que las carga el diablo.
Berlín, 30 de junio de 1914
El conde Alfren von Schlieffen fue llamado a Palacio a primera hora de la mañana. Los acontecimientos se habían precipitado y antes de lo que nadie esperaba, su viejo plan para invadir Francia estaba a punto de ser ratificado por el Estado Mayor. El conde von Schlieffen llevaba ocho años retirado en su residencia campestre en la zona bávara, pero tras conocer el atentado de Sarajevo había cogido el primer tren para Berlín. Ahora, mientras esperaba sentado fuera de la sala donde estaba reunida la plana mayor del Ejército, experimentaba sentimientos encontrados. Por un lado, se sentía orgulloso de que aquel plan desechado años antes, por fin fuera justamente revisado y aplicado, pero por otro, el ver destruido el complejo sistema de alianzas que Bismarck había construido con tanto esmero le producía cierta desazón. Entonces la puerta se abrió y un oficial le pidió que entrase en la sala. Todo estaba tal y como lo recordaba. La gran mesa con una gran maqueta en relieve de Europa, doce sillas de cuero teñidas de verde, algo ajadas, los cuadros de varias batallas colgados de las paredes y los rostros de la elite militar de Prusia delante de él.
—Conde von Schlieffen, muchas gracias por acudir tan pronto. Ya sabe que el tiempo es fundamental en este tipo de situaciones.
—De nada, general von Moltke.
—Alemania no se encontraba en un grado de alerta roja desde la crisis de Marruecos —dijo von Moltke.
—Ahora la situación es peor. La agresión se ha producido —dijo von Schlieffen.
—Ya sabe cual es mi opinión y por qué deseché su plan hace ocho años.
—«No seáis demasiado osados». Sí, lo recuerdo. Esa indeterminación ha dejado que nuestros enemigos se rearmen.
—Pero ha permitido ocho años más de paz.
—Bueno, la paz nunca debe buscarse a cualquier precio. Desde 1906 hemos sufrido varias humillaciones y no hemos sabido contestar, tal vez la repuesta ahora sea demasiado dura y suponga una guerra más prolongada.
—Dejémonos de suposiciones. Me imagino que ha sido informado de lo sucedido en Sarajevo.
—Estoy al tanto. Ya lo advirtió Bismarck hace mucho tiempo: «alguna locura en los Balcanes hará estallar la próxima guerra».
—Von Schlieffen, tal vez una intervención rápida haga que nuestros enemigos quieran llegar a una solución negociada.
—¿Una intervención rápida? He comprobado la colocación de nuestras fuerzas en el frente sur. El ala derecha está totalmente debilitada, casi todas las fuerzas han sido enviadas al ala izquierda en contra de las indicaciones de mi plan. ¿Es qué no ha leído ese punto?
—El ala izquierda es más vulnerable. El ejército francés está reforzando su frontera con Alemania.
—Precisamente por eso hay que atacar con la fuerza más numerosa en el punto más débil. Es lo primero que le enseñan a uno en la academia.
—El ala derecha tiene un total de 700.000 hombres, suficientes para atravesar Bélgica y controlar en pocas horas las fortalezas de Lieja y Namur.
—Pero en mi plan, general von Moltke, estaba previsto reforzar el ala derecha para que sin añadir más efectivos, atravesara el norte de Francia y llegara hasta París, mientras el ala izquierda soportaba el empuje de las fuerzas francesas; la capital caería y en unas semanas la guerra habría terminado. Pero si no llegamos a París los frentes se estabilizarán, nuestra retaguardia quedará al descubierto y la guerra se prolongará indefinidamente.
—Conde von Schlieffen creo que exagera. Las fuerzas francesas no podrán resistir nuestro avance. Además los franceses tienen efectivos muy inferiores a los calculados por su plan. El general De Castelnau ha desmontado varias de las guarniciones, entre ellas la de Lila.
—Pero un número insuficiente de hombres estirará demasiado nuestro frente. Si no protegemos nuestro avance, podemos dejar a toda el ala derecha aislada en mitad de Francia.
—Conde, no debe ser tan temeroso, hace cuarenta años pusimos a los franceses en su sitio, no veo por qué ahora, con un ejército más moderno y potente no podremos volver a vencerles.
—Las batallas no se ganan evocando las glorias pasadas. Cada generación debe enfrentarse a sus propios retos. Puede que nuestras armas sean más potentes, pero aquel espíritu que empujó a nuestros padres a forjar esta gran nación ha desaparecido. Los jóvenes buscan escapar de su alistamiento o ser destinados a puestos administrativos, la vieja guardia prusiana ya no es lo que era. Nunca un alemán ha infravalorado a sus enemigos y le puedo asegurar que los franceses no se dejarán pisotear sin vender cara su vida.
—¿Entonces conoce las intenciones de los franceses?
El viejo noble alemán miró con desprecio al general von Moltke y acercándose a la mesa señaló con el dedo un punto de la frontera con Francia.
—Los franceses no son tontos e imaginan nuestra intención de atacar por el ala derecha y nuestra invasión por Bélgica.
—Entonces, ¿Por qué no refuerzan esa zona?
—Muy sencillo general, su Estado Mayor está compuesto por hombres como ustedes, que no tienen una estrategia y sólo piensan en como neutralizar la de sus enemigos.
Un murmullo de indignación inundó la sala, pero el conde von Schlieffen miró desafiante a los generales y concluyó:
—Los franceses creen que nuestro frente central estará muy debilitado y que podrán dividir nuestras fuerzas en dos, después envolverán el ala derecha y por último intentarán hacer lo mismo con la izquierda. Nuestra única oportunidad está en llegar a París en una semana. Si lo conseguimos la guerra estará terminada.
El viejo general hincó su dedo índice en la maqueta hasta hundirlo por completo. El resto del Estado Mayor le miró con indiferencia, habían decidido interpretar el Plan Schlieffen a su manera, dijera lo que dijera su creador.
Viena, 30 de junio de 1914
Hércules y Lincoln levantaron los brazos y se situaron enfrente de von List. El anciano se levantó, los cacheó y les arrebató sus armas. Después, con un gesto les invitó a que se sentasen.
—No sé cómo se han metido en este asunto, pero debieron dejar las cosas como estaban. El Círculo Ario es una institución más fuerte y poderosa de lo que imaginan —dijo el anciano en un afable tono de voz.
—Nadie duda de su poder, von List. Aunque, siendo un hombre con experiencia no me negará que la determinación a veces es más fuerte que cualquier organización.
—Estoy de acuerdo con usted, pero da la casualidad de que yo tengo lo que buscan —dijo el anciano sacando un códice del cajón.
Los dos agentes se miraron sorprendidos. Que aquel hombre tuviera en sus manos el libro de las profecías de Artabán sólo podía significar que el príncipe Stepan estaba muerto y que había fracasado en su intento de matar al Mesías Ario.
—Su plan ha fracasado —dijo Hércules.
—¿Que mi plan ha fracasado? Tengo el libro, el Mesías Ario está a salvo, uno de mis enemigos muertos y, en este momento, imagino que su amiga, cómo se llama... Bueno da igual, su amiga estará en manos de mis hombres.
Lincoln se levantó de golpe y se lanzó sobre el anciano. Von List no reaccionó a tiempo y cuando quiso disparar, el norteamericano le había lanzado al suelo y había cogido de la mesa el manuscrito. Hércules volcó la mesa sobre el anciano y los dos corrieron escaleras abajo. No había nadie en la casa para detenerlos. Salieron al jardín y corrieron hasta la acera de enfrente, pero ya no estaba Alicia. En ese momento escucharon voces en el jardín. Un grupo de hombres comenzó a correr en su dirección. Los dos agentes aceleraron el paso y se perdieron entre las callejuelas de la ciudad. En la mente de Lincoln sólo había un nombre que repetía sin cesar mientras respiraba con dificultad por la carrera. Alicia, ¿dónde estás Alicia?
Cuando llegaron al hotel Lincoln se encontraba hecho un manojo de nervios. Caminaba de un lado para otro de la habitación sin dejar de refunfuñar. Hércules logró mantener la cabeza fría, lo más importante era rescatar a Alicia y para eso debían buscar una solución rápida. Al menos tenían el libro de las profecías de Artabán y con el libro en su poder, von List y el Círculo Ario entrarían en razón.
No pudieron dormir en toda la noche a pesar de estar agotados. La sola idea de que Alicia pudiera estar sufriendo en ese momento les mantenía en tensión constante. ¿Qué era mejor, esperar que ellos se pusiesen en contacto o buscar la manera de llegar a un acuerdo? Si entregaban el libro, ¿Cómo podrían forzar al Círculo Ario para que soltara a la chica?
—Tenemos que volver a la casa de von List con el libro y entregárselo —dijo Lincoln parándose en seco. Llevaba toda la noche recorriendo los escasos tres metros de largo de la habitación y ya no podía más.
—Entiendo su ansiedad por ver liberada a Alicia, pero si realmente queremos rescatarla, debemos pensar todo fríamente. Si vamos allí sin más y les damos el libro, se quedarán con él y nada nos garantiza que después no la maten a ella. Incluso que nos capturen a nosotros.
—Podría ofrecerme en su lugar. Pedir que la liberen y que hagan lo que quieran conmigo —dijo Lincoln sentándose en un sillón.
—Es una propuesta que le honra, pero no consentiría que usted se sacrificara por ella. Alicia es mi ahijada. Su padre está muerto y yo tengo el deber de cuidarla.
—Lo sé Hércules, pero yo tengo sentimientos hacia ella difíciles de explicar.
—Y lo había notado —contestó el español. Lincoln le miró sorprendido y apoyó la cara entre sus manos nerviosas, después le dijo:
—Nunca había experimentado esto antes. Otras mujeres me habían atraído, pero no de esta forma. Alicia tiene algo especial.
—Sabe que su historia podría fracasar. Son muchas las diferencias entre ustedes y la más difícil de salvar es la de la raza. Vivimos en un mundo, en el que dos personas de distinto color no pueden estar juntas sin que la sociedad los castigue por ello.
—Lo he pensado muchas veces. Yo estoy acostumbrado a sufrir el rechazo de los demás. He vivido como un hombre blanco todo este tiempo. Los blancos me han visto como a un inferior y los negros como a un traidor, pero yo siempre he querido que los demás vieran a la persona y no el color de su piel.
—Quiero que sepa que yo apruebo su amor. Sinceramente creo que ella también le ama. Nunca la había visto así con otro hombre.
Lincoln se levantó y se acercó a su amigo. Tuvo ganas de abrazarle, de descargar su tensión y derrumbarse, pero en el último momento tragó saliva y se alejó hacia la puerta de la habitación.
—¿A dónde va? Será mejor que nos quedemos quietos. Si nos buscan sabrán dónde encontrarnos.
—No puedo quedarme cruzado de brazos, Hércules. Necesitamos comprar o hacernos con dos armas. Sin armas estamos a merced de esos asesinos.