El miedo de Montalbano (25 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: El miedo de Montalbano
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Por eso, cuando entró en la comisaría, adoptó la firme decisión de no encargarse jamás de la historia del veneno que no era veneno, aunque lo tiraran del ronzal, como se hace con los burros testarudos.

—Hola, Salvo. ¿Sabes una cosa?

—No, Mimì, no la sabré hasta que tú me la digas. En cambio, si me la dices, cuando me preguntes si la sé, tendrás la satisfacción de que te conteste: «Sí, la sé.»

—¡Jesús, qué antipático estás hoy! Simplemente quería decirte a propósito de aquella anciana difunta, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, Maria Carmela Spagnolo, de cuyo caso te estás encargando...

—No.

Mimì Augello lo miró, perplejo.

—¿Qué significa «no»?

—Significa justo lo contrario de «sí».

—Explícate mejor. ¿No quieres saber lo que quería decirte o es que ya no te encargas del asunto?

—Lo segundo.

—¿Por qué?

—Porque yo no soy Hamlet.

Augello se sorprendió.

—¿El de «ser o no ser»? ¿Y qué tiene eso que ver?

—Pues tiene. ¿Qué tal van las investigaciones sobre el atraco?

—Bien. Estoy seguro de que los atraparé.

—Cuéntame.

Mimì le contó con todo detalle cómo había identificado a dos de los tres atracadores. Si esperaba alguna palabra de aprobación por parte del comisario, se llevó una decepción. Montalbano ni siquiera lo miraba, mantenía la cabeza inclinada sobre el pecho, enfrascado en sus propios pensamientos. Al cabo de cinco minutos de silencio, Augello se levantó.

—Bueno, me voy.

—Espera. —Las palabras brotaron con esfuerzo de la boca del comisario—. ¿Qué querías decirme sobre... la muerta?

—Que he averiguado una cosa. Pero no te la diré.

—¿Por qué?

—Porque acabas de decir que ya no te encargas del caso. Y, además, porque no te has dignado dedicarme ni una sola palabra de felicitación por cómo he llevado la investigación del atraco.

¿Y aquello era una comisaría? Aquello era un parvulario que funcionaba a base de piques y desplantes. Yo no te doy la conchita porque tú no me has dado un trozo de tu merienda...

—¿Quieres que te diga que lo has hecho muy bien?

—Sí.

—Mimì, no lo has hecho del todo mal.

—¡Salvo, eres un grandísimo mariconazo! Pero, como soy un hombre generoso, te diré lo que he averiguado. Esta mañana, en la barbería, el abogado Colajanni estaba leyendo las esquelas del periódico, como los viejos...

Montalbano se enfureció de inmediato.

—¿Qué significa eso de «como los viejos»? ¿Acaso yo soy un viejo? ¡Yo lo primero que leo en el periódico son precisamente las esquelas! Y después las crónicas de sucesos.

—Bueno, hombre, bueno... De repente el abogado ha dicho en voz alta: «¡Vaya! ¡Maria Carmela Spagnolo! ¡No imaginaba que aún estuviera viva!» Eso es todo.

—¿Y qué?

—Salvo, eso quiere decir que hay gente que todavía se acuerda de ella. Y que, por tanto, la historia del veneno debió de armar un buen revuelo en su momento. Por consiguiente, se te abre un camino: vas al abogado Colajanni y le preguntas.

—¿Tú has leído la esquela?

—Sí, era muy sencilla. Decía que el afligido sobrino comunicaba el fallecimiento de su adorada... etc., etc. ¿Qué piensas hacer? ¿Irás?

—Pero ¿es que no conoces al abogado Colajanni? ¡A ése la vejez lo ha vuelto loco de atar! Como te equivoques media palabra, te rompe una silla en la cabeza. Para hablar con él tienes que ir protegido con un equipo antidisturbios. Además, ya he tomado la decisión: no quiero ocuparme de ese asunto.

—¿
Dottor
Montalbano? Soy Clementina Vasile-Cozzo. Parece que nos hemos peleado. Nunca nos vemos. ¿Cómo está?

Montalbano notó que se ruborizaba. Hacía tiempo que no se dejaba caer por la casa de la anciana paralítica a la que tanto apreciaba.

—Estoy bien, señora. ¡Cuánto me alegra oír su voz!

—Mi llamada es interesada, señor comisario. Me ha llamado una prima mía de Fela diciéndome que mañana vendrá a Vigàta. Puesto que hace tiempo que me persigue para que se lo presente, ¿tendría usted la bondad de venir mañana a comer a mi casa, si puede? Así me la quito de encima.

Aceptó, pero, por una inexplicable razón, se sintió ligeramente inquieto. Se le había despertado el instinto de cazador y éste le advertía de un inminente peligro, de un hoyo cubierto de hojas en cuyo interior podía caer si no se andaba con cuidado. Bobadas, pensó. ¿Qué peligro podía encerrar una invitación a comer en casa de la señora Clementina?

«Por curiosidad, por pura curiosidad», se recordó a sí mismo el comisario mientras detenía el coche en la explanada de la parte trasera de la Casa del Sagrado Corazón a las ocho y media de la mañana siguiente. Había acertado. Delante de la verja había estacionado un coche fúnebre adornado con relucientes ángeles dorados. A pocos metros vio un taxi, cuyo conductor paseaba arriba y abajo, y tres ciclomotores. Las clínicas, los hospitales y las residencias siempre tienen una puerta posterior que se utiliza para los entierros generalmente matinales, rápidos y discretos: dicen que se hace así para no impresionar con el espectáculo de los ataúdes y de los llorosos familiares a los enfermos y a los hospitalizados, que esperan poder salir por su propio pie a través de la entrada principal. Soplaba un fuerte viento que alborotaba las nubes amarillentas. Al poco rato aparecieron cuatro sujetos portando un ataúd y, a su lado, el sobrino de la pobre señora Maria Carmela. Y nada más. Montalbano puso en marcha el motor y se fue, entristecido y enojado consigo mismo por la ocurrencia que había tenido. Pero ¿se podía saber qué coño había ido a hacer a aquel entierro cuya sordidez era tan desoladora que casi resultaba ofensiva? ¿Por curiosidad? ¡Sobre qué! ¿Para descubrir qué nuevos e imaginativos tics se sacaba de la manga el ingeniero Spagnolo?

En cuanto la asistenta de la señora Clementina Vasile-Cozzo le abrió la puerta, Montalbano comprendió, por la mirada que la mujer le dirigió, que ésta seguía teniéndole una antipatía tan profunda como inexplicable. Se lo perdonaba en parte porque era una excelente cocinera.

—Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? —dijo la asistenta, quitándole desconsideradamente de las manos la bandeja de
cannoli
, los típicos dulces sicilianos rellenos de requesón azucarado y fruta confitada, que llevaba.

¿Qué quería decir? ¿Que en menos de un año se había convertido en un viejo? Y, por si fuera poco, en respuesta a su inquisitiva y preocupada mirada, la muy infame sonrió.

En el salón, con el cuerpo desparramado en un sillón que estaba al lado de la silla de ruedas de la señora Clementina, había una mujer gordísima de unos cincuenta y tantos años que ya desde las primeras palabras que pronunció demostró ser una gritona, es decir, una mujer que, en lugar de hablar, utilizaba una entonación que era prima hermana de un do de pecho.

—Le presento a mi prima Ciccina Adorno —dijo la señora Clementina, suplicando con su tono de voz la comprensión del comisario.

—¡Virgen santísima! ¡Cuánto me alegro de conocerlo!

Fue, más que nada, una vía intermedia entre el silbido de una sirena antiniebla y el aullido de un lobo con la tripa vacía desde hace un mes. Durante el cuarto de hora que tardaron en sentarse a la mesa, Montalbano, con los oídos doloridos, averiguó que la señora Ciccina Adorno, viuda de Adorno («Me casé con mi primo»), no tenía cincuenta y tantos años sino setenta y tantos, y tuvo que soportar la explicación de por qué la señora había tenido que trasladarse de Fela a Vigàta por culpa de una discusión con un individuo a quien había alquilado una casita de su propiedad y se negaba a pagarle el alquiler porque en el tejado había una gotera y, cuando llovía, le entraba agua en el salón de visitas. ¿A quién correspondía, según el comisario que entendía de leyes, el pago de la reparación de la gotera? Por suerte, en aquel momento apareció la asistenta para anunciar que la comida estaba lista.

Aturdido por los gritos, el comisario no pudo disfrutar de la pasta al horno cuyo nivel de excelencia debía de estar justo por debajo del límite máximo, más allá del cual estaba Dios. Como contrapartida, la señora Ciccina había pasado al tema que más le interesaba, es decir, la averiguación de los más mínimos detalles de las investigaciones y de los casos resueltos por Montalbano, cuyos pormenores ella conocía con toda precisión. Recordaba cosas que el propio comisario había olvidado.

Cuando se sirvió el pescado, Clementina Vasile-Cozzo hizo un último intento de salvar al comisario de aquel ciclón de preguntas.

—Ciccina, ¿tú que crees, que la emperatriz de Japón tendrá un varón o una niña?

Y mientras Montalbano se quedaba perplejo ante aquella inesperada alusión al Sol Naciente o lo que fuera, la señora Clementina le explicó que su prima lo sabía todo acerca de las casas reales de todo el mundo. La señora Ciccina no mordió el anzuelo.

—¿Y tú quieres que me ponga a hablar de esas cosas teniendo delante a nuestro comisario? —Y, sin detenerse tan siquiera para recuperar el resuello, añadió—: ¿Qué opina del caso Notarbartolo?

—¿Qué Notarbartolo?

—¿Está de broma? ¿No se acuerda de Notarbartolo, el del Banco de Sicilia? —Era un suceso acaecido a principios del siglo XX (¿o a finales del XIX?), pero la señora Ciccina hablaba de él como si hubiera ocurrido la víspera—. Porque yo, señor comisario, lo sé todo acerca de los delitos ocurridos en Sicilia desde la Unificación de Italia hasta hoy.

Una vez finalizada la digresión acerca del caso Notarbartolo se puso a hablar del caso Mangiaracina (1912-1914), que era tan tortuoso y complicado que, a la hora del café, aún no se había descubierto al asesino. Llegado a ese punto, y temiendo tener los tímpanos gravemente dañados, Montalbano consultó su reloj, se levantó, simuló una repentina prisa, dio las gracias y se despidió de la señora Clementina. Ciccina Adorno lo acompañó a la puerta.

—Disculpe, señora —preguntó el comisario sin apenas darse cuenta de lo que estaba preguntando—. ¿Usted recuerda a una tal Maria Carmela Spagnolo?

—No —contestó con firmeza la señora Adorno, la que lo sabía todo acerca de los delitos de sangre cometidos en la isla.

Sentado en la roca bajo el faro, se entregó a una especie de autoanálisis. No cabía duda de que la respuesta negativa de Ciccina Adorno lo había decepcionado. ¿Eso significaba que él quería encargarse de aquella investigación? ¿Sí o no? ¡Que se decidiera de una vez! Bastaba un mínimo de iniciativa. Presentarse, por ejemplo, al abogado Colajanni y conseguir que éste le dijera, aun a riesgo de que le soltara un guantazo, lo que sabía acerca de Maria Carmela Spagnolo. Porque no cabía duda de que Colajanni la conocía, dada su reacción ante el anuncio del óbito. O bien podía ir a la biblioteca pública, pedir los números de 1950 del periódico más importante de la isla y con paciencia de santo averiguar qué había ocurrido en Fela en el primer semestre de aquel año. O bien encargarle a Catarella que buscara la información en su ordenador. Entonces ¿por qué no lo hacía? Con un poco de buena voluntad averiguaría todo lo que había que averiguar y santas pascuas. ¿Tal vez era porque no le gustaba añadir al encarnizamiento terapéutico —tan discutido por médicos, curas, moralistas y presentadores de televisión— y al judicial —tan discutido por jueces y políticos— el encarnizamiento investigador que, por el contrario, jamás sería discutido por nadie? ¿O bien porque —y ésta le pareció finalmente la explicación más apropiada— prefería mantener una actitud pasiva? Es decir, ser como la orilla del mar, a la que de vez en cuando llegan restos de naufragios: algunos se los vuelve a llevar la mar y otros se quedan allí, tostándose bajo el sol. En tal caso, lo mejor era esperar a que las olas arrojaran más restos.

Estaba a punto de irse a la cama cuando sonó el teléfono. Era la una de la madrugada. Tenía que ser Livia.

—Hola, cariño —dijo.

En el otro extremo de la línea sólo escuchó silencio hasta que estalló una especie de trueno apocalíptico que lo dejó medio sordo. Apartándose el auricular del oído, comprendió que se trataba de una carcajada. Y que aquella carcajada sólo podía pertenecer a Ciccina Adorno. Aquella mujer era no sólo gritona, sino también insomne.

—Lo siento,
dottore
, pero no soy su cariño. Pero ¡es que usted me ha engañado,
dottore
!

—¿Yo? ¿En qué, señora?

—En lo de Maria Carmela Spagnolo. No me dijo su apellido de casada, Siracusa, que era el de un farmacéutico, y yo he perdido el sueño pensando en ello.

—¿La conocía?

—¡Pues claro que la conocía! Incluso personalmente. Pero hace años y años que no sé nada de ella.

—Murió aquí en Vigàta el otro día.

—¿De veras?

—Oiga, señora, ¿podríamos vernos mañana por la mañana?

—Salgo a las ocho hacia Fela.

—¿Podría...?

—Si no tiene mucho sueño, venga aquí ahora.

—Pero la señora Clementina...

—Mi prima está de acuerdo. Lo esperamos.

Antes de salir, se introdujo en las orejas dos bolitas de algodón.

* * *

Cuando la señora Ciccina llevaba una hora hablando, los vecinos del piso de abajo empezaron a golpear el techo. A ellos se añadieron los del piso de arriba, los cuales empezaron a golpear el suelo. Después otros empezaron a golpear las paredes. Entonces la señora Clementina abrió un trastero y encerró dentro a su prima y al comisario.

Montalbano abandonó la casa tres horas, seis tazas de café y veinte cigarrillos después. A pesar de la protección del algodón, le dolían los oídos. Esta vez, las olas habían arrojado a la orilla no unos restos dispersos, sino un galeón entero.

4

A las nueve de la noche del uno de enero de 1950, el abogado Emanuele Ferlito, Nenè para los amigos, se sentó puntualmente a la mesa del sacanete del círculo Patria, que en Fela todo el mundo sabía que era en realidad un garito. Y si lo era en los días laborales, es fácil imaginar en qué se convertía los festivos y, especialmente, los días que van de Navidad a Reyes, cuando en el pueblo es tradición jugarse hasta los calzoncillos. El abogado Nenè Ferlito, hombre rico y esencialmente holgazán —pues raras veces se dedicaba a su trabajo, y cuando lo hacía, era casi siempre para sacar de un apuro a los amigos—, tenía cincuenta y tantos años y no le faltaba de nada. Aparte de ser capaz de permanecer sentado a la mesa de juego durante cuarenta y ocho horas seguidas sin levantarse ni para ir al lavabo, el abogado tenía mujeres en Fela y en los pueblos circundantes y era bien sabido que en Palermo (adonde se desplazaba a menudo para intervenir en juicios, o, por lo menos, eso le decía a su esposa, Cristina) mantenía a dos, una bailarina y una costurera. En una velada se bebía más de media botella de coñac francés. El número diario de cigarrillos sin filtro que se fumaba oscilaba entre los ciento diez y los ciento veinte. Hacia las once de aquella noche de fin de año sufrió un repentino desmayo, cosa que ya le había ocurrido el año anterior. Es decir, que el abogado se quedó tan tieso como un bacalao, dicho sea con todo el respeto, experimentó unos violentos espasmos, vomitó y sólo haciendo un supremo esfuerzo consiguió respirar.

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