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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El miedo de Montalbano (22 page)

BOOK: El miedo de Montalbano
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* * *

Se pasó siete horas seguidas durmiendo y se despertó en la misma posición en la que se había acostado. A su lado, Livia parecía firmemente decidida a seguir viajando por los territorios siempre nuevos y dispersos del país del sueño. Se levantó, fue a la planta baja, se preparó el café, se duchó, se vistió, abrió la puerta de la casa y salió. No estaba preparado para un día de belleza casi despiadada y de violentos colores, en el que el fulgor de la nieve deslumbraba y el Mont Blanc se elevaba por encima de su cabeza hasta una altura que casi daba miedo. Inmediatamente lo asaltaron las puñaladas del frío, unas hojas tan gélidas que le herían el rostro, el cuello y las manos. Se armó de valor, se dirigió a la parte de atrás de la casa y se detuvo bajo la terraza de los dormitorios. A pocos pasos de donde se encontraba comenzaba un sendero que subía por la ladera de la montaña y poco después se perdía entre los árboles. Era una especie de invitación, y Montalbano decidió aceptarla. Regresó a la casa, entró sin hacer ruido en la habitación de Matteo y Stefania, abrió el armario, cogió un anorak y un jersey más grueso, se los puso, sacó de un mueble zapatero un par de botas de montaña, se las puso, bajó, le dejó una nota a Livia en la cocina —«Voy a dar un paseo»—, se encasquetó en la cabeza una especie de calcetín de lana gruesa rematado por un pompón y salió, cerrando la puerta a su espalda. Antes de iniciar el paseo, comprobó que tenía en un bolsillo los cigarrillos y el encendedor. En el otro había un par de guantes; se los puso. Después de media hora de camino, sintiendo que a cada paso se le ensanchaban los pulmones, llegó a una bifurcación y decidió seguir el sendero de la derecha. Estaba subiendo y, sin embargo, no experimentaba el menor cansancio; es más, paulatinamente percibía como una pérdida de peso, una especie de levedad del cuerpo y del espíritu. Ya no había árboles, sólo rocas. En determinado momento se sentó en una de gran tamaño antes de doblar un recodo del camino. Quería disfrutar del panorama. Introdujo la mano en el bolsillo, sacó la cajetilla de cigarrillos, encendió uno, dio dos caladas y lo apagó. No le apetecía fumar. Consultó el reloj y se sorprendió. Llevaba una hora y media caminando sin darse cuenta. Sería mejor regresar, no fuera que Livia se preocupara por su tardanza. Pero, antes de iniciar el descenso, decidió avanzar unos pasos más hasta doblar la curva que le ocultaba una parte del paisaje. De repente, todo cambió. Allí la montaña se presentaba tal como era, áspera, dura, severa, hasta el extremo de despertar una sensación de temeroso respeto. El sendero, ahora más incómodo y estrecho, se abría entre la pared de roca y un tajo que se hundía en una verticalidad vertiginosa. Montalbano no sufría de vértigo, pero, ante aquel espectáculo, el instinto lo indujo a apoyarse en la pared. Con la espalda pegada a la roca contempló las cumbres de las montañas, las casitas del valle, que parecían dados, un tortuoso río que aparecía y desaparecía... Aquello era hermoso, no cabía duda, pero, de pronto, se sintió fuera de lugar, como una especie de alienígena turbado y trastornado por un mundo que no era el suyo. Dio media vuelta para doblar de nuevo el recodo y regresar a la casa, pero se detuvo en seco. Le había parecido oír una voz humana. No había entendido lo que decía, pero le había llegado su vibración desesperada. Aguzó el oído y se puso en tensión.

—¡... So... corro! —Se volvió una vez más—. ¡Corro..., corro!

Dio tres pasos, estaba seguro de que la voz procedía del precipicio. Se acercó cautelosamente al borde del sendero y asomó la cabeza para mirar. Unos veinte metros más abajo, al final de un terraplén, había un saliente sobre el cual, tumbada boca abajo, una persona que no se sabía si era hombre o mujer porque la capucha del anorak le cubría la cabeza, sujetaba a una mujer por las muñecas, evitando que cayera al precipicio. Por suerte, la mujer había conseguido introducir el pie izquierdo en una grieta de la roca, pues, de lo contrario, la persona que la sujetaba no habría podido aguantar mucho rato. La escena se le antojó a Montalbano tan trágica que le pareció irreal y lo indujo a buscar el lugar donde podían estar colocados los proyectores y la cámara. Sin que él lo notara, las piernas lo llevaron a la altura de los dos desventurados. Metiendo los pies en una especie de peldaños que había excavados en la roca, bajó volando y se situó al lado de la persona que permanecía tumbada. Era un hombre.

—Socorro.

Ya no le quedaba voz ni siquiera para hablar y, por si fuera poco, tenía la boca aplastada contra el suelo.

—¿Me oye? —preguntó el comisario mientras se tumbaba a su lado y se quitaba los guantes. Miró a la mujer, que mantenía los ojos cerrados. Tenía el rostro blanco como la nieve y el carmín de los labios se le había corrido. Parecía un payaso—. ¡Ánimo! —le dijo. La mujer no abrió los ojos, era una estatua. Montalbano se afianzó bien en el suelo y le dijo al hombre—: Preste atención. Ahora yo cogeré con las dos manos la muñeca izquierda de la señora. Usted haga lo mismo con la muñeca derecha. Entre los dos creo que podremos tirar de ella hacia arriba. ¿Me ha oído? ¿Ha comprendido?

—Sí.

Montalbano agarró la muñeca izquierda de la mujer; rápidamente el hombre la soltó y aferró con ambas manos la derecha.

—¿Todo bien?

—Sí.

—Ahora contaré hasta tres. Entonces empezaremos a levantarla simultáneamente. ¿Listo? ¡Uno, dos, tres!

La tarea resultó más complicada de lo que el comisario había previsto debido a un hecho que no había tenido en cuenta, a saber, que la mujer, en cuanto sintió que tiraban de ella hacia arriba, de manera instintiva se resistía a sacar el pie de la grieta donde lo había introducido por temor a quedarse colgando en el vacío. Montalbano y el hombre tuvieron que efectuar toda una serie de maniobras y contramaniobras con la respiración cada vez más entrecortada. El comisario estaba seguro de que el hombre, cuando llegara el momento del esfuerzo supremo, se derrumbaría de golpe. ¿Conseguiría él solo sujetar a la mujer, que, por suerte, era liviana? Porque Dios quiso, al cabo de un cuarto de hora los tres acabaron tumbados boca arriba en el saliente. La mujer se quejaba débilmente, debía de haberse roto alguna costilla, y seguía sin abrir los ojos. Era joven, estaría alrededor de los treinta. El hombre, de cuarenta y tantos años, respiraba con la boca abierta; parecía roncar en sueños. Se veía a primera vista que ambos vestían prendas de marca. Montalbano rodó por el suelo hasta situarse al lado de la mujer. Su rostro estaba todavía muy blanco; la sangre no conseguía llegar hasta él.

—Ánimo, señora, ya ha pasado todo. Abra los ojos, míreme.

La mujer negó lentamente con la cabeza. El hombre lo miraba fijamente. Se notaba que no estaba en condiciones de moverse.

—¿Tiene usted un móvil?

El hombre le indicó el bolsillo interior del anorak. Montalbano lo desabrochó y sacó el aparato. Pero ¿a quién llamar? El hombre debió de comprender su problema, le pidió el teléfono, se apoyó en un codo, marcó un número y empezó a hablar.

—¡Salvo! —oyó de repente.

Era la voz de Livia. Montalbano se sintió reconfortado. Estaba claro que había sido una pesadilla. Livia estaba despertándolo, nada era verdad, todo había sucedido en sueños.

—¡Salvo!

Miró hacia arriba. Livia estaba en el sendero y lo miraba con expresión alarmada. Después saltó al terraplén. Sus ojos parecían asustados y respiraba afanosamente. El comisario le contó lo que había ocurrido.

—Vuelve a casa. Yo me quedaré con ellos. —No hubo manera de hacerla cambiar de idea—. Después ya arreglaremos cuentas —añadió mientras Montalbano iniciaba la marcha.

Al llegar a la casa, el comisario se desnudó y se duchó para eliminar el sudor de la piel. Después, sin ponerse los calzoncillos, se sentó en el sofá, abrió una botella de whisky y, con firme determinación, decidió beberse por lo menos la mitad. Livia regresó cuatro horas más tarde y lo encontró en la misma posición. Habían desaparecido tres cuartas partes de la botella.

—¡Levántate!

—¡Sí, señor! —contestó Montalbano, levantándose y adoptando posición de firmes. El empujón que Livia le propinó lo dejó aturdido e hizo que cayera de nuevo en el sofá—. ¿A qué viene esto? —preguntó con voz pastosa.

—A que me has dado un susto de muerte cuando he visto que no regresabas. ¡Eres un cabrón!

—¡Soy un héroe! He salvado...

—También hay héroes cabrones, y tú perteneces a esa categoría. Y ahora vete arriba a dormir, ya te despertaré yo.

—Sí, señor.

—Se llaman Silvio y Giulia Dalbono, llevan cinco años casados y tienen una casa en la otra vertiente. Él es dueño de un fábrica en Turín, pero vienen mucho aquí. —Montalbano saboreaba una especie de tocino que se disolvía, suave y fuerte a un tiempo, al entrar en contacto con el paladar y la lengua—. Mientras en el hospital examinaban a la mujer, que tiene dos costillas rotas, he hablado con él. Estaban dando un paseo con toda normalidad, ella quiso acercarse al saliente y de pronto se cayó. Puede que fuera un repentino malestar, un mareo o, simplemente, un traspié. Por suerte, consiguió agarrarse al borde, justo lo suficiente para que el marido la cogiera por las muñecas. Después, afortunadamente, llegaste tú. El hombre me ha preguntado por ti, quién eres, a qué te dedicas. Le ha impresionado mucho tu serenidad. Creo que mañana vendrá a darte las gracias. Pero ¿estás escuchándome?

—Por supuesto —contestó Montalbano, introduciéndose en la boca otra loncha de aquella especie de tocino. Enfurecida, Livia se calló. Sólo al final de la cena el comisario se dignó hacer una pregunta—. ¿Ha abierto los ojos?

—¿Quién?

—Giulia. Se llama así, ¿no? ¿Ha abierto los ojos?

Livia lo miró, sorprendida.

—¿Cómo lo sabes? No, no abre los ojos. Se niega a hacerlo. Los médicos dicen que es por el
shock
.

—Ya.

Se sentaron en el sofá.

—¿Quieres ver algo en la televisión?

—No.

—¿Qué quieres hacer?

—Ahora verás...

Cuando adivinó las intenciones de Salvo, Livia protestó sin convicción:

—Por lo menos vamos arriba...

—No, aquí me has abofeteado y aquí pagarás la ofensa.

—Sí, señor —dijo Livia.

A la mañana siguiente se despertó a las siete, y a las ocho abrió la puerta para salir.

—¡Salvo!

Era Livia, que lo llamaba desde la cama del dormitorio. Pero ¿cómo era posible? ¡Si hacía diez minutos parecía dormir a pierna suelta!

—¿Qué pasa?

—¿Qué haces?

—Voy a dar una vuelta.

—¡No! Espérame, voy contigo. En un cuarto de hora estaré lista.

—Muy bien, te espero fuera.

—No te alejes demasiado.

Se puso furioso. ¡Lo trataba como a un niño tonto! Salió. El día parecía una copia del anterior, despejado y deslumbrante. En la explanada había un hombre aguardándolo. Lo reconoció de inmediato, era Silvio Dalbono. Llevaba barba de dos días y tenía ojeras.

—¿Cómo está su esposa?

—Mucho mejor, gracias. Ha pasado la noche en el hospital. Yo vengo ahora de allí. He esperado a que...

—¿A que finalmente abriera los ojos?

El hombre lo miró, asombrado. Abrió la boca, volvió a cerrarla y tragó saliva. Trató de sonreír.

—Sabía que era usted un buen policía, pero ¡no hasta ese punto! ¿Cómo sabe eso?

—Había dos cosas que no encajaban. La primera era que su mujer mantenía los ojos obstinadamente cerrados. Al principio, mientras la sujetábamos suspendida en el vacío, pensé que se trataba de una forma de rechazo hacia la terrible situación en la que se encontraba. Pero lo extraño es que siguió con los ojos cerrados cuando ya estaba a salvo, e incluso después, en el hospital. Entonces supuse que lo que rechazaba en realidad era la presencia de usted. Lo segundo que me llamó la atención fue que cuando ustedes se encontraban en el terraplén, el uno al lado del otro, no se..., no digo ya abrazaron, sino que ni siquiera se tocaron.

—Créame, no fui yo quien...

—Lo creo.

—Aquel saliente era una meta habitual de nuestros paseos. Ayer por la mañana Giulia se adelantó corriendo y bajó por el terraplén. Yo estaba todavía en el sendero cuando oí un grito. Ella ya no estaba. Salté y entonces vi... —Dejó la frase sin terminar, se sacó del bolsillo del anorak un pañuelo y se enjugó el sudor que le brillaba en el rostro. Reanudó su narración sin mirar al comisario a los ojos—. Vi sus manos, aferradas al borde de la roca. Me llamó una vez, dos, tres... Yo guardé silencio, inmóvil, paralizado. Era la solución.

—¿Quería aprovechar la ocasión para librarse de ella?

—Sí.

—¿Hay otra mujer?

—Desde hace dos años.

—¿Su mujer lo sospechaba?

—No, en absoluto. Pero allí, en aquel momento, lo comprendió. Lo comprendió porque yo no contestaba a su petición de auxilio. Y, de repente, se calló. Hubo... hubo un silencio espantoso, insoportable. Y entonces corrí a sujetarla por las muñecas. Nos... miramos. Interminablemente. Y ella, en determinado momento, cerró los ojos. Y entonces yo...

De pronto, quién sabe por qué, Montalbano se vio de nuevo en el borde del precipicio, volvió a contemplar el rostro de la mujer desesperadamente dirigido hacia arriba, como hacen los que se ahogan... Por primera vez en su vida experimentó una sensación de vértigo.

—Es suficiente —dijo con brusquedad.

El hombre lo miró, desconcertado por su tono de voz.

—Yo sólo quería explicarle..., darle las gracias...

—No hay nada que explicar, nada que agradecer. Regrese junto a su mujer. Buenos días.

—Buenos días —replicó el hombre.

Dio media vuelta y se fue por el sendero.

* * *

Era cierto, Livia tenía razón. Tenía miedo, temía hundirse en los «abismos del alma humana», como decía el imbécil de Matteo Castellini. Tenía miedo porque sabía muy bien que, una vez alcanzado el fondo de cualquiera de aquellos precipicios, encontraría inevitablemente un espejo. Que reflejaba su rostro.

Mejor la oscuridad
1

A las siete de la mañana, después de un duermevela cansino, percibió con claridad el rumor del agua que entraba en los dos depósitos que había en el tejado de su casa de Marinella. Y puesto que el Ayuntamiento de Vigàta se dignaba facilitar agua a los ciudadanos cada tres días, el rumor significaba que Montalbano podría ducharse como Dios manda. En efecto, tras prepararse el café y beber reverentemente la primera tacita, corrió al cuarto de baño y abrió al máximo los grifos. Se enjabonó, se enjuagó, cantó, desentonando, toda la marcha triunfal de «Aida» y cuando se disponía a coger la toalla, oyó el timbre del teléfono. Salió desnudo del cuarto de baño, mojando todo el suelo —cosa que después su asistenta Adelina le haría pagar sin dejarle nada en el horno ni en el frigorífico—, y levantó el auricular. Oyó un tono continuo. ¿Cómo era posible que el teléfono siguiera sonando? De pronto comprendió que no era el teléfono, sino el timbre de la puerta. Miró el reloj de la consola del comedor, no eran aún las ocho de la mañana: ¿quién podía llamar a aquella hora a la puerta de su casa como no fuera alguno de sus ayudantes? Para que lo molestaran a esas horas debía de tratarse sin duda de algo realmente grave. Fue a abrir tal como estaba. Y el cura que se encontraba delante de la puerta, al verlo desnudo, pegó un salto hacia atrás, perplejo.

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