—¿Usía habla conmigo personalmente,
dottori
?
—¿Y con quién quieres que hable, Catarè? ¡Aquí sólo estamos tú y yo!
—
Dottori...
—dijo Catarella, mirando a su alrededor y bajando la voz en tono conspirador—, pero ¿me ha oído usía cantar alguna vez?
—Sí.
—¿Y eso cuándo fue,
dottori
? —preguntó, muy preocupado, Catarella.
—Esta noche.
El agente lo miró estupefacto.
—
Dottori
, pero ¡si yo esta noche he estado en mi cama!
—Cierto. Te he oído cantar en sueños.
El rostro de Catarella pasó del estupor a la conmoción.
—¡Virgen santísima,
dottori
! ¡Ah,
dottori, dottori
, qué cosa tan bonita me está diciendo! ¡Usía sueña de noche conmigo!
Montalbano se azoró.
—Bueno, no exageremos..., no es algo que me ocurra siempre.
—Pero ¡esta noche ha soñado conmigo! ¡Y eso quiere decir que usía piensa a veces en mí, incluso cuando no estoy de servicio!
Montalbano comprendió que Catarella estaba a punto de echarse a llorar, abrumado por la emoción.
—Explícame una cosa —dijo para distraerlo—. ¿Por qué te preocupa tanto que alguien te oiga cantar?
Catarella lanzó un profundo suspiro.
—Ah,
dottori, dottori
, usía debe saber que cuando canto traigo mala suerte. Desafino tanto que, en cuanto me oyen, los perros se ponen a ladrar. ¿Quiere que le cuente una cosa? Una vez estaba en el coche de mi primo Pepè y, de pronto, me entraron ganas de cantar. En cuanto abrí la boca, mi primo se asustó, hizo una brusca maniobra y fuimos a parar a un barranco. Pepè se rompió de mala manera el hueso que está justo encima del culo, con perdón. ¿Cómo se llama? Ah, sí, el hueso sacrosanto.
Convencido de que a Mimì le haría gracia, Montalbano le contó el sueño. Sin embargo, el otro lo miró con expresión sombría.
—Yo creo en los sueños —dijo—. No en todos, claro, pero algunos acaban por resultar premonitorios. A mí me ocurrió hace poco. Soñé que un marido me sorprendía en la cama con su mujer. Y justo cuatro días después, el cornudo estuvo en un tris de sorprendernos, pero yo, recordando el sueño, conseguí escapar antes de que entrara en la casa.
—¿Y a eso lo llamas tú un sueño premonitorio?
—¿Y cómo quieres que lo llame?
—Oye, Mimì, cuando soñé que te pegaban un tiro y te mataban, ¿eso fue a tu juicio un sueño premonitorio?
—No, porque nadie me pegó un tiro y me mató.
—Lástima.
La puerta del despacho se abrió con tanta violencia que golpeó con fuerza la pared, provocando el desprendimiento del escaso revoque que todavía quedaba en esa zona.
—¿Se te ha ido la mano? —preguntó con resignación el comisario.
—No, señor
dottori
, esta vez he patinado.
—¿Qué sucede?
—Acabamos de recibir un sobre urgente con la dirección de usted en persona personalmente.
—Bueno, pues dámelo.
—Voy a buscarlo.
—¿Sabes por qué a Catarella se le da bien el ordenador? —preguntó Montalbano a Mimì—. Porque su cabeza está hecha de la misma manera. Él me comunica que ha recibido un sobre para mí, pero si yo no le doy el visto bueno, no me lo entrega. —Catarella regresó, dejó el sobre encima de la mesa, dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Montalbano se convirtió de repente en una estatua con la boca entreabierta—. ¡Catarella!
Su ayudante se detuvo y se volvió.
—A sus órdenes,
dottori
.
—¿Por qué arrastras la pierna izquierda?
—Me duele,
dottori
.
Había que facilitarle un nuevo
input
al ordenador.
—¿Y por qué te duele?
—Porque esta noche he tenido una pesadilla y he dado tantas vueltas que me he caído de la cama,
dottori
.
Montalbano no se atrevió a preguntarle qué clase de pesadilla había tenido. Sintió un molesto hormigueo en la columna vertebral y experimentó una repentina inquietud. Mimì Augello había observado la escena con creciente interés, pero esperó a que Catarella cerrara la puerta antes de hablar.
—Salvo, ¿quieres decirme una cosa? ¿En tu sueño Catarella cojeaba?
¡Qué policía tan hábil era Mimì Augello!
—No. —Bajo ningún concepto le habría dado una satisfacción. En ese momento apareció Fazio llevando sobre los brazos extendidos un enorme montón de papeles para firmar—. ¡No! —gritó el comisario, palideciendo.
—Lo siento —dijo Fazio—, pero hay que enviar los documentos hoy mismo. No hay más remedio —añadió, y depositó la pila de papeles sobre la mesa.
La carta recién llegada quedó sepultada debajo, y no afloró de nuevo a la superficie hasta que ya había oscurecido. Pero Montalbano estaba demasiado cansado y asqueado de su nombre y apellido: con sólo leer la dirección le entraron ganas de vomitar. La abriría a la mañana siguiente.
—¿Sabes una cosa muy graciosa, Livia? ¡Anoche soñé con Catarella! —En el otro extremo de la línea no hubo ninguna reacción—. ¿Oye?
—Estoy aquí.
—Ah, te decía que anoche...
—Ya lo he oído.
Estaba claro que la voz ya no procedía de Boccadasse, Génova, sino de una banquisa polar durante una tormenta.
—¿Qué ocurre, Livia? ¿Qué he dicho?
—Has dicho que has soñado con Catarella, ¿no te parece suficiente?
—Livia, no me digas que te has vuelto
foddri
.
—No me hables en dialecto.
—¡No me digas que estás celosa de Catarella!
—Salvo, a veces eres insoportablemente imbécil. No se trata de celos.
—Pues ¿de qué se trata?
—Tú jamás me has dicho que has soñado conmigo.
Era cierto. Había soñado con ella y seguía soñando, pero jamás se lo había dicho. ¿Por qué?
—Ahora que lo pienso...
Pero en el otro extremo de la línea ya no había nadie. Durante un segundo pensó en la posibilidad de volver a llamarla, pero lo dejó correr. Era evidente que Livia no estaba de humor y cualquier palabra le serviría de excusa para iniciar una discusión. Por tanto, se sentó delante del televisor para ver el último telediario de Retelibera. Después de la sintonía, apareció su amigo Nicolò Zito anunciando que dedicaría el primer espacio del programa a un suceso que había acaecido aquella misma mañana, es decir, la caída mortal de un albañil desde un andamio. Retelibera había informado de aquella desgracia en el telediario de las ocho de la mañana y la había repetido en el de la una del mediodía. Sin embargo, no la había comentado en el noticiario de las cinco de la tarde... ¿Por qué? Porque en el cada vez más trepidante y convulso ritmo de nuestras vidas, prosiguió diciendo Nicolò, aquella noticia ya no era noticia. En cuestión de unas horas, había envejecido. Si volvía a comentarla, explicó, era porque había llevado a cabo una rápida investigación sobre cuántos de esos eufemísticamente llamados «accidentes laborales» se habían producido en el último mes en la provincia de Montelusa. Habían sido seis. Seis muertes causadas por la absoluta falta de respeto por parte de los propietarios de las empresas de las más elementales normas de seguridad. Sin previo aviso, el rostro de Nicolò fue sustituido por las escalofriantes imágenes de obreros destrozados y despedazados. Bajo cada una de ellas, la fecha del accidente y el lugar donde se había producido. Montalbano sintió que se le revolvía el estómago. Cuando Zito apareció de nuevo en pantalla, dijo que habían decidido emitir aquellas imágenes que habitualmente solían autocensurar para provocar en el telespectador un sentimiento de indignación.
—Esos empresarios son asesinos que, sin embargo, no pueden ser acusados de ningún delito —terminó diciendo Nicolò—. Cuando se crucen con ellos por la calle, recuerden estas imágenes.
En cambio, en Televigata aparecía el ilustre subsecretario Carlo Posacane inaugurando una obra pública, una especie de autopista que unía su pueblo natal, Sancocco, de trescientos trece habitantes, con un bosque de pilares de cemento armado cuya función no se especificaba. En presencia de trescientos paisanos suyos (puede que los trece ausentes votaran a la izquierda), el subsecretario dijo que él no estaba en modo alguno de acuerdo, sintiéndolo muchísimo, con su compañero de partido y ministro, quien había declarado que era necesario convivir con la mafia. No, había que luchar contra ella. Sólo que había que distinguir, no se podía generalizar. ¡Había hombres, preclaros caballeros, dijo vibrando de desprecio el ilustre subsecretario, que siempre se habían batido por la justicia, llegando incluso a sustituir al Estado en las ocasiones en que éste fallaba, y que habían sido pagados con el estigma infamante de «mafiosos»! Eso, con el nuevo Gobierno, jamás ocurriría, terminó diciendo el ilustre subsecretario en medio de una atronadora salva de aplausos. A su lado, Vincenzo Scipione, llamado
'u zu Cecè
, hombre de respeto, gran valedor del subsecretario y titular de la empresa constructora, se enjugó conmovido una lágrima.
—¡Catarella!
En un santiamén, Catarella apareció en el hueco de la puerta, afortunadamente abierta.
—A sus órdenes,
dottori
.
—Catarella, ¿adónde ha ido a parar el sobre que anoche dejé aquí, encima de la mesa?
—No lo sé,
dottori
, pero como esta mañana temprano ha venido la
polizia
, a lo mejor lo han dejado en otro sitio.
¿La policía? ¡A ver si el muy cabrón del jefe superior había hecho que registraran su despacho!
—¿Qué policía, Catarè? —preguntó, alterado.
—La policía que hace la
polizia
los lunes, miércoles y viernes,
dottori
, la misma de siempre.
Montalbano soltó una maldición. Cada vez que iban los de la limpieza, luego no encontraba nada sobre su escritorio. Entre tanto, Catarella se había agachado y vuelto a incorporar con el sobre en la mano.
—Se había caído al suelo.
Mientras el agente se encaminaba hacia la puerta, el comisario observó que cojeaba más que la víspera.
—Catarè, ¿por qué no vas al médico a que te vea esa pierna?
—Porque se ha ido.
—Pues vete a otro.
—No, señor
dottori
, yo sólo me fío de él. Es un primo mío por parte de padre, un «vitirinario» muy bueno.
Montalbano lo miró, estupefacto.
—¿Y tú te dejas curar por un veterinario?
—¿Por qué no,
dottori
, qué diferencia hay? Todos somos animales. Pero si me sigue haciendo daño, iré a una viejecita que sabe mucho de hierbas.
Era un anónimo escrito con letras mayúsculas. Decía lo siguiente:
EL DÍA 13 POR LA MAÑANA EL ALVAÑIL ALVANES PASARÁ A MEJOR VIDA CALLENDO DEL ANDAMIO. ¿ESO TAMBIÉN SERÁ UN ACIDENTE LAVORÁL?
Con la frente empapada de sudor, cogió el sobre y examinó el sello.
La carta había sido enviada desde Vigàta el día diez. Un pensamiento repentino lo dejó helado: si lo hubiera leído la víspera, en lugar de despreocuparse y perder el tiempo, tal vez habría conseguido evitar la desgracia, o el homicidio, o lo que fuera. Pero inmediatamente cambió de opinión: aunque hubiera abierto el sobre enseguida no habría llegado a tiempo. A menos que Catarella hubiera tardado en entregársela.
—¡Catarella!
—¡A sus órdenes,
dottori
! ¿Qué le pasa? ¡Lo veo muy pálido!
—Catarella, la carta que has encontrado hace poco bajo la mesa, ¿recuerdas a qué hora la recibiste ayer por la mañana?
—Sí, señor
dottori
. Era correo urgente. Correo especial. Poco después de las nueve.
—¿Y me la entregaste nada más recibirla?
—Claro,
dottori
. Enseguidísima. —Y añadió, un tanto ofendido—: Yo nunca retraso sus cosas.
Por consiguiente, jamás habría conseguido evitarlo. La carta había llegado con retraso, había tardado tres días en recorrer menos de un kilómetro, pues ésa era la distancia que mediaba entre la oficina de correos y la comisaría. ¡Y lo llamaban correo urgente! En el sobre, también en letras mayúsculas, figuraba la dirección del remitente: ATTILIO SIRACUSA, VIA MADONNA DEL ROSARIO, 38. Llamó a Nicolò Zito. No había llegado todavía a su despacho, le dijo la secretaria. Trató de localizarlo en su casa. Habló con Taninè, la mujer de Zito, la cual le dijo que, por suerte, su marido había salido temprano.
—¿Por qué por suerte?
—Porque le dolían las muelas y nos ha tenido despiertos a todos. Menuda nochecita nos ha dado —contestó Taninè.
—¿Y por qué no va al dentista?
—Porque tiene miedo, Salvo. Ése es capaz de morir de un infarto de ver el torno del dentista.
Se despidió y colgó. Llamó a Catarella y lo envió a comprar el periódico, que dedicaba diariamente dos o tres páginas a la provincia de Montelusa. Encontró la noticia:
Ayer a las siete y media de la mañana un albañil albanés de treinta y ocho años, Pashko Puka, que trabajaba legalmente en la empresa Santa Maña, de Alfredo Corso, cayó de un andamio en un chalet del pueblo de Tonnarello, situado entre Vigàta y Montelusa. Sus compañeros de trabajo, que acudieron de inmediato a socorrerlo, comprendieron inmediatamente que por desgracia ya nada se podía hacer por Puka. El juez ha abierto una investigación.
Y sanseacabó. Nueve líneas, incluyendo el titular, al final de la última columna de la derecha. La página rezumaba la más absoluta indiferencia hacia aquella noticia perdida entre artículos sobre la crisis de los ayuntamientos de Fela y Poggio, sobre la restricción del agua, que se distribuiría no cada cuatro días sino cada cinco, y sobre los preparativos para la fiesta de san Isidoro en Gibilrossa. Nicolò Zito había hecho bien en mostrar el día anterior las imágenes de los muertos en sus propios puestos de trabajo. Pero ¿cuántos telespectadores las habían visto y cuántos, por el contrario, habían cambiado de canal para recrearse la vista con el culo de una bailarina o llenarse las orejas con las vanas palabras de los hombres fuertes del nuevo gobierno?
Mimì Augello aún no había llegado. Llamó a Fazio y le entregó el periódico, señalándole la noticia. Fazio la leyó.
—¡Pobrecillo!
Sin decir nada, Montalbano le entregó el anónimo. Fazio lo leyó.
—¡Coño! —exclamó. Después pensó lo mismo que había pensado el comisario—. ¿Cuándo lo recibimos? —preguntó, trastornado.