Batió palmas nuevamente. La entrevista había terminado, y a partir de aquel momento sólo vi a Gracia una vez.
Juan Lexman se calló y ocultó el rostro entre sus manos.
—Me llevaron a un calabozo subterráneo horadado en la roca viva. Se parecía en muchos aspectos al calabozo del castillo de Chillón. Lo he llamado subterráneo, y lo era por un lado, pues el palacio estaba construido en una suave pendiente en una de las colinas.
Me ataron unas cadenas a las piernas y me dejaron abandonado. Una vez al día me traían un poco de carne de cabra y un cacillo de agua, y una vez a la semana entraba Kara en el calabozo, se sentaba en un escabel, fuera del reducido radio de acción que me dejaba la cadena, y hablaba.
¡Dios mío, qué cosas decía! ¡Qué cosas describía!
¡Qué horrores relataba! Y siempre era Gracia el centro de sus descripciones. No puedo describirlas. No admiten repetición.
Juan Lexman se estremeció violentamente y cerró los ojos.
—Esta era su arma. No me hacía ver las torturas de mi esposa, no me daba la prueba tangible de sus sufrimientos... Se limitaba a sentarse y hablar, describiendo con notable claridad de lenguaje, que parecía increíble en un extranjero, las diversiones que él mismo había presenciado.
Pensé enloquecer. Dos veces quise arrojarme sobre él, y las dos veces la cadena me dio un tirón violento y me hizo caer al suelo. En una ocasión trajo al carcelero para que me azotara; pero sufrí el tormento con tal flema que no le causó satisfacción. Les he dicho que solamente vi una vez a Gracia, y así es como sucedió.
Fue después de los azotes. Kara, que era un verdadero demonio, en un ataque de rabia planeó su venganza por mi indiferencia. Trajeron a Gracia a mi presencia, y el látigo que a mí se me había aplicado en vano fue aplicado a las espaldas de ella. No puedo decirles a ustedes más sobre esto; pero me arrepentí con toda mi alma de no haber demostrado mis sufrimientos para dar a aquel perro la satisfacción que había buscado. ¡Dios mío! ¡Fue horrible!
Cuando llegó el invierno me solían sacar, con las piernas encadenadas, para cortar madera en el bosque. No había motivos para que me hicieran trabajar así; pero la verdad era, como descubrí por Salvolio, que a Kara le había parecido que mi mazmorra era demasiado abrigada. La colina de atrás la protegía de los vientos, y aun en las noches más frías no llegaba a ser insoportable. Luego, Kara estuvo ausente algún tiempo. Debió de venir aquí a Inglaterra, y regresó hecho una verdadera furia. Uno de sus grandes planes se había torcido, y pagó su fracaso haciéndome sufrir más.
En los primeros tiempos solía venir una vez por semana; ahora venía casi todos los días. Por lo general, llegaba por la tarde, y una noche me sorprendió que me despertara para mostrárseme en pie ante la puerta, con una linterna en la mano y el inevitable cigarrillo en la boca. Siempre llevaba el traje albanés cuando estaba en el campo; la faldilla de tonelete y la chaqueta suaba de los montañeses, con cuyas prendas aumentaba, si cabe. su demoníaco aspecto. Dejó la linterna en el suelo y se apoyó contra la pared.
—Me temo que su mujer empieza a derrumbarse Lexman —dijo—. No es la fuerte mujer inglesa que yo había pensado.
No le contesté. Sabía por amarga experiencia que si convertía en diálogo su monólogo, aumentarían mis sufrimientos.
—He mandado a buscar un médico a Durazzo —continuó—. Claro está que habiéndome tomado todas esas molestias no voy a resignarme a que la muerte se lleve a mis prisioneros. Esta mañana me ha pedido verle tres veces.
—Kara —le dije con toda la tranquilidad de que fui capaz—, ¿qué ha hecho ella para merecer este infierno?
Él lanzó una bocanada de humo, y la contempló ascender hacia el techo del calabozo.
—¿Que ha hecho? —preguntó sin dejar de mirar el anillo de humo. Siempre recordaré todas las miradas, los gestos y hasta la entonación de su voz—. Pues ha hecho todo lo que una mujer puede hacer por un hombre como yo. Me ha hecho sentirme pequeño. Hasta la primera repulsa de esa mujer, yo tenía todo el mundo a mis pies, Lexman. Hacía todo lo que quería. Si doblaba el dedo meñique, la gente corría detrás de mí, y esto ha sido lo que ella me ha arrebatado. ¡Oh! —se apresuró a decir—. No es que yo esté enamorado. Nunca la he querido mucho, ha sido un capricho pasajero; pero ella ha sabido matar mi confianza, en mí mismo. A partir de su desaire me ha faltado la gran seguridad, absolutamente indispensable para mí, en los momentos decisivos de mis asuntos; cuando más confiado estaba en mi capacidad para llevar a cabo mis planes surgía la visión de esa maldita mujer y sentía un desfallecimiento momentáneo, y el recuerdo de mi derrota convertía todas mis esperanzas de triunfo en promociones de fracaso. La he odiado y la odio todavía —añadió con repentina vehemencia—. Si muere la odiaré más aún, porque perdurará para siempre como una amenaza para mis pensamientos y desbaratará mis planes durante toda la eternidad.
Y se sentó en cuclillas, con los codos en las rodillas y sus puños cerrados debajo del mentón —¡oh, qué bien me lo represento!—, y se quedó mirándome.
—Yo podía haber sido rey en este país —dijo—. Con el soborno y la muerte podía haberme abierto paso hasta el trono de Albania. ¿No comprende usted lo que esto significa para un hombre como yo? Aún no está todo perdido; y si yo puedo conservar viva a su esposa, si puedo verla perdida la razón y reducida a mísero guiñapo esquelético que se arrodille temblando cuando yo me acerque a ella, podré recobrar acaso la perdida confianza en mí mismo. Créame usted: su esposa tendrá el mejor médico que yo pueda conseguir para ella.
Kara salió del calabozo, y en mucho tiempo no le volví a ver. Una mañana me envió una nota, en la que me decía lacónicamente que mi esposa había fallecido.
Juan Lexman se levantó de su asiento y paseó por la habitación con la cabeza hundida sobre el pecho.
—A partir de aquel momento sólo viví para una cosa: para castigar a Remington Kara. Y le he castigado, señores.
Quedó en pie en el centro de la habitación, y con el puño cerrado se golpeó fuertemente el pecho.
—Yo fui quien mató a Remington Kara —dijo, motivando el pasmo de todos los presentes, menos uno.
Desde el primer momento, T. X. estaba enterado.
Al cabo de unos momentos, Lexman continuó su relato:
—Les he dicho que había en el palacio un hombre llamado Salvolio. Este individuo estaba cumpliendo cadena perpetua en un presidio de Italia meridional. Logró escapar de un modo misterioso y atravesó el Adriático en un bote. Ignoro cómo le encontró Kara. Salvolio era un hombre muy poco comunicativo. Nunca he sabido si era griego o italiano. De lo único que estoy seguro es que era el villano mayor del mundo después de su amo.
Trabajaba de prisa con su cuchillo, y yo mismo le vi matar a uno de los guardias, de quien pensó que me favorecía en la cuestión de la comida; le mató con igual tranquilidad con que nosotros matamos una cucaracha.
Él fue quien me hizo esta herida (Juan Lexman señaló la cicatriz que tenía en la mejilla). En ausencia de su amo tomó sobre sí la tarea de imitar burdamente la persecución de Kara. También me comunicó una nueva tortura infligida a la pobre Gracia. Mi mujer había odiado siempre a los perros, y Kara debió de enterarse de esto, porque en su alcoba —al parecer estaba mejor acomodada que yo— mantenía cuatro bestias feroces, encadenadas de tal modo que casi llegaban hasta ella.
No sé qué alusión de aquel bruto salvaje a mi esposa me enloqueció sin remedio, y salté sobre él. Me rechazó con el cuchillo, y me golpeó al caer: escapé por un verdadero milagro. Evidentemente, tenía órdenes de no tocarme, porque en el acto le vi presa de gran pánico, y no le faltaba razón, porque al volver Kara y ver la herida que yo tenía en el rostro hizo averiguaciones, mandó traer a Salvolio al patio, y del modo más oriental ordenó que le azotaran las plantas de los pies hasta dejárselas convertidas en una pulpa sanguinolenta.
No necesito decirles a ustedes que el odio que el individuo sintió por mí llegó a rivalizar con el que sentía su amo. Después de la muerte de mi mujer, Kara se ausentaba con más frecuencia, y yo quedaba a merced de aquel hombre, a quien era evidente que habían dado carta blanca. Muerto el principal objeto del odio de Kara, éste pareció interesarse ya muy poco por mí, o bien cambió de capricho. Salvolio empezó su venganza reduciéndome la comida. Afortunadamente, yo comía muy poco. Sin embargo, las raciones fueron acortándose cada vez más, y yo empezaba a sentir los efectos de la inanición cuando sucedió una cosa que alteró todo el curso de mi vida y me abrió un camino hacia la libertad y la venganza.
Salvolio no imitaba la austeridad de su amo, y en ausencia de Kara tenía la costumbre de celebrar pequeñas orgías. Mandaba traer bailarinas de Durazzo, e invitaba a los notables de la vecindad a sus festines y diversiones, pues cuando Kara estaba fuera, él era el señor absoluto del palacio y podía hacer lo que quisiera. Una noche la fiesta se prolongó más de lo corriente, porque, a juzgar por la claridad de la aurora que entraba por la ventana de mi cárcel, serían las cuatro de la mañana cuando se abrió la puerta blindada y entró Salvolio completamente borracho. Traía consigo, según me pareció, una de las muchachas bailarinas, que, indudablemente, tenía el privilegio de ver los secretos del palacio.
Durante un buen rato el hombre quedo en pie en el umbral, hablando incoherentemente en un idioma que debía de ser turco, porque cogí dos o tres palabras.
La muchacha, quienquiera que fuera, parecía un poco asustada. Lo noté en que se separó de él, aunque el brazo del hombre la rodeaba los hombros y el borracho estaba medio apoyado sobre ella. Se apreciaba el miedo no sólo en las miradas que me dirigía de cuando en cuando, sino también en su rostro. Más adelante había yo de conocer su historia. No pertenecía a la clase social de la que Salvolio extraía sus bailarinas para diversión de sus invitados. Era hija de un comerciante turco de Scútari, que había ingresado en la comunión católica.
Su padre se había establecido en Durazzo a raíz de la primera guerra balcánica, y entonces Salvolio había conocido a la joven a espaldas de su progenitor, la había cortejado chapuceramente, y el resultado era que ella había escapado de su casa aquel mismo día para unirse a su averiado pretendiente en el palacio de Kara. Les digo a ustedes esto porque el hecho tiene cierta influencia sobre mi destino.
Como digo, la muchacha estaba asustada y hacía ademán de huir del calabozo. Probablemente le asustaba tanto el sucio prisionero como el borracho que la había llevado allí. Pero Salvolio no podía retirarse sin mostrar a la joven algo de su autoridad. Se acercó tambaleándose al sitio donde yo estaba tumbado, con su largo cuchillo en la mano en previsión de cualquier contingencia, y soltó una sarta de imprecaciones, que a mí ya no me hacían mella, Luego me dio un puntapié que me alcanzó en las costillas; pero tampoco experimenté ninguna sensación de vergüenza ni gran dolor. Salvolio me había tratado así en muchas ocasiones, y yo había sobrevivido. Al mirar por encima de él presencié una escena extraordinaria.
La joven estaba en pie ante la puerta abierta, mirando con angustia y compasión el brutal espectáculo con que la obsequiaba Salvolio. De pronto apareció a su lado un turco de elevada estatura y barba gris. Ella se volvió, y al verle iba a lanzar un grito, pero él la redujo al silencio con un gesto y le señaló la oscuridad exterior.
Sin decir palabra, la muchacha salió de la mazmorra, sin que sus pies, calzados de sandalias, produjeran el menor ruido. Durante todo este tiempo, Salvolio continuó maltratándome; pero debió de notar el asombro de mi mirada, porque se detuvo y se volvió.
El recién llegado avanzó una zancada y le rodeó el cuerpo con su brazo izquierdo. Le llevaba la cabeza a Salvolio, y a lo que pude ver, era un hombre de inmensa fortaleza.
Se miraron cara a cara, y Salvolio se hizo cargo en seguida de la situación. El turco le dio un suave puñetazo en las costillas, al menos así me pareció a mí; pero Salvolio tosió de un modo espantoso, quedó rígido en los brazos del otro y cayó a1 suelo con ruido sordo. El turco se inclinó tranquilamente sobre él, limpió su largo cuchillo en la chaqueta del otro, y luego lo guardó en la vaina que le colgaba de la cintura.
Después me miró y se volvió para salir, pero se detuvo en el umbral y volvió atrás pensativamente. Pronunció algunas palabras en turco, que yo no comprendí, y luego me habló en francés.
—¿Quién es usted? —me preguntó.
Con la brevedad que me fue posible le expliqué mi situación. El se inclinó, examinó la argolla que me rodeaba la pierna y movió la cabeza.
—Esto no lo podremos abrir nunca —observó.
Cogió la cadena, que era bastante larga, la arrolló dos veces alrededor de su brazo, se volvió y dio un salto hacia la puerta. Se oyó un chasquido, y la cadena se partió. Me cogió por el hombro y me ayudó a ponerme en pie.
—Póngase la cadena alrededor de la cintura —me dijo, y sacando un revólver de su cinturón me lo entregó—. Puede usted necesitarlo antes que volvamos a Durazzo —dijo.
Tenía el cinturón materialmente erizado de armas. Vi tres revólveres, además del que me había entregado; evidentemente, iba dispuesto a todo. Salimos del calabozo, y me llené los pulmones con el aire fresco de la madrugada.
Era la segunda vez que salía en dieciocho meses, y las rodillas me temblaban de debilidad y de excitación. El turco cerró la puerta de la prisión y nos reunimos con la muchacha, que nos esperaba afuera. Estaba llorando mansamente, pero sus lágrimas se secaron ante unas palabras que le dijo mi libertador.
—Esta hija mía nos enseñará el camino —dijo el hombre—. Yo no conozco esta parte del país... Ella la conoce bastante bien.
En resumen: para abreviar una larga historia, llegamos a Durazzo por la tarde. No se intentó perseguirnos, y ni mi fuga ni el cadáver de Salvolio se descubrieron hasta bien entrada la tarde. Recordarán ustedes que nadie más que Salvolio tenía acceso a mi prisión, y por eso nadie tuvo el valor de hacer investigaciones.
El turco me condujo a su casa sin que nos vieran, y trajo a un pariente suyo para que me quitara la argolla. Mi salvador se llamaba Hussein Effendi.
Aquella noche salimos en una pequeña caravana para visitar a algunos parientes de Hussein. No sabía él con certeza cuáles serían las consecuencias de su acción, y para su propia seguridad emprendió este viaje, que le permitía en caso necesario refugiarse en el seno de algunas tribus turcas salvajes, que le ofrecieron su protección.