Gracia se levantó del piano cuando Kara entró en la salita, y murmuró unas expresiones convencionales de sentimiento porque la visita hubiera sido tan breve. Pero Kara, hombre singularmente libre de ilusiones, comprendió que no había sinceridad en aquellas palabras. Los tres quedaron charlando un rato.
—Voy a ver si su mecánico se ha dormido —dijo Juan saliendo de la habitación.
Hubo un silencio embarazoso entre los dos que quedaron.
—Creo que no le hace a usted mucha gracia verme —dijo Kara con franqueza, y la joven se ruborizó ligeramente.
—Siempre me alegro de verle,
mister
Kara, lo mismo que a cualquiera de los amigos de Juan —contestó con firmeza.
El inclinó la cabeza.
—Ser amigo de Juan es algo —dijo, y luego pareció recordar alguna cosa—. Quería llevarme un libro... Su esposo seguramente no se molestará por ello.
—Yo se lo buscaré.
—No permitiré que usted se moleste —protestó el griego—. Yo conozco el sitio.
Sin esperar el permiso de la joven, Kara salió, dejando a Gracia con la desagradable sensación que se comportaba como si estuviera en su casa. No estuvo ausente más de un minuto, y volvió con un libro bajo el brazo.
—No he contado con Lexman para llevármelo, pero me interesa mucho el autor. ¡Ah! ¿Está usted aquí? —se volvió a Juan, que entraba en aquel momento—. ¿Me presta usted este libro sobre Méjico? Se lo devolveré mañana.
Marido y mujer quedaron en la puerta viendo cómo se alejaba la luz del automóvil, y luego volvieron en silencio a la sala.
—Estás preocupado, querido —dijo ella, apoyando su mano en el hombro de su marido. Él sonrió débilmente.
—¿Es por el dinero? —preguntó ella con ansiedad.
Durante un momento él estuvo tentado de contarle lo de la carta. Pero resistió a la tentación, comprendiendo que ella no le dejaría ir si conociera la verdad.
—No es cosa de importancia. Tengo que ir a Beston Tracey al encuentro del último tren. Espero que me traigan unas pruebas.
Le repugnaba mentir a su esposa, aunque se tratara de una mentira tan inocente como aquélla.
—Me parece que no has pasado una velada agradable —dijo—. Kara no ha estado muy animado.
Ella le sonrió pensativamente.
—No ha cambiado mucho —contestó despacio.
—Y es un muchacho encantador, ¿verdad? —preguntó Juan en tono admirativo—. No comprendo qué fue lo que viste en un individuo como yo, cuando tenías un hombre no solamente rico, sino probablemente el más guapo del mundo.
Gracia se estremeció ligeramente.
—He conocido un lado de
mister
Kara que no puede llamarse precisamente hermoso —observó—. ¡Juan, me da miedo ese hombre!
Él la miró asombrado.
—¿Que te da miedo? ¡Santo Dios, Gracia, qué cosas dices! Yo creo que sería capaz de hacer por ti cualquier cosa.
—Eso es precisamente lo que me da miedo —contestó ella en voz baja.
Tenía para aquel temor un motivo que no descubrió. Dos años antes había tenido el primer encuentro con Remington Kara en Salónica. Recorría ella los Balcanes con su padre en viaje de placer—aquél fue el último viaje del famoso arqueólogo—, y en una comida ofrecida por el cónsul americano había conocido al hombre que tanta influencia había de tener en su vida.
Muchas eran las historias que se contaban de aquel griego, de rostro jovial, de magníficas proporciones e ilimitada riqueza. Se decía que su madre era una señora americana capturada por bandidos albaneses y vendida a uno de los jefes de Albania, que se enamoró de ella y en obsequio suyo se convirtió al protestantismo. El hijo había sido educado en Yale y Oxford; era dueño de una inmensa fortuna, y virtualmente rey de un distrito montañoso a cuarenta millas de Durazzo. Allí reinaba como monarca absoluto, habitando una hermosa casa que le había construido un arquitecto italiano, y cuyos muebles y ornamentos habían sido importados de los centros más lujosos del mundo.
En Albania le llamaban Kara Rumo, que significa el Romano Negro, sin que para ello hubiera motivo aparente, pues su piel era tan blanca como la de un sajón, y los rizos de su cabellera eran casi de oro.
Se había enamorado de Gracia Terrell. Al principio, sus intenciones habían sido motivo de diversión para la muchacha, y luego llegó una época en que tuvo verdadero miedo, pues el fuego y la pasión del hombre eran inconfundibles. Ella le había dicho con toda claridad que no debía albergar esperanzas de ver correspondido su amor, y en una escena cuyo recuerdo todavía la hacía estremecer, él le habla revelado parte de su naturaleza selvática y temeraria. No le volvió a ver al día siguiente, pero dos días después, cuando ella volvía del Bazaar, de un baile dado por el gobernador general, su coche fue detenido, a ella la arrancaron a la fuerza de su interior y sus gritos fueron ahogados con una tela impregnada de un líquido de notable dulzura aromática. Los asaltantes estaban a punto de introducirla en otro carruaje cuando apareció en escena una patrulla de marinos de guerra ingleses, que, sin conocer la nacionalidad de la joven, la rescataron de sus aprehensores.
A Gracia no le cupo la menor duda sobre la complicidad de Kara en aquella tentativa medieval de conquistar una esposa, pero de esta aventura no había contado nada a su marido. Hasta que se casó estuvo constantemente recibiendo valiosos presentes, que ella devolvía con igual constancia a la única dirección que conocía: a la posesión de Kara en Lemazzo. Pocos meses después de su boda supo por los periódicos que aquel «representante de la alta sociedad griega» había comprado una casa enorme cerca de la plaza Cadogan, en Londres, y después, con gran angustia suya, vio que Kara había iniciado amistad con su marido..., aun antes que terminara la luna de miel.
Afortunadamente, sus visitas habían sido pocas, pero la creciente intimidad entre Juan y aquel hombre extraño e indisciplinado había sido un motivo de constante angustia para ella.
En aquella hora intempestiva, ¿comunicaría a su marido todos sus temores y sus sospechas?
Durante algún tiempo estuvo pensándolo. Y nunca estuvo más cerca de confiarse plenamente a su marido que cuando él se sentó en el gran butacón, al lado del piano, algo absorto en sus meditaciones. Si hubiera estado menos inquieto, ella le habría hablado. En aquellas circunstancias ella derivó la conversación a su última novela, la novela del gran misterio que, si no había de hacer su fortuna, significaría un aumento considerable en sus ingresos.
A las once menos cuarto Juan miró el reloj y se levantó. Ella le ayudó a ponerse el abrigo. Durante algún tiempo el escritor estuvo indeciso.
—¿Olvidas algo? —preguntó Gracia.
¿Seguiría el consejo de Kara? En ninguna circunstancia era agradable encontrarse con un hombrecillo feroz que le había amenazado de muerte, y marchar desarmado a su encuentro era tentar a la Providencia. Naturalmente, todo ello era ridículo: ridículo el pedir el préstamo, ridículo el haber especulado con las acciones... ¡El consejo de Kara!
En seguida reparó en la coincidencia y sin embargo, Kara no le había insinuado directamente que comprara las acciones rumanas de minas de oro, limitándose a hablar con entusiasmo de sus propios proyectos. Reflexionó un momento, y luego entró despacio en el gabinete, abrió el cajón de la mesa, sacó la siniestra browning y se la guardó en el bolsillo.
—No tardaré, querida —dijo, y después de besar a su esposa salió a la oscuridad de la noche.
***
Kara se retrepó en la lujosa profundidad de su automóvil, tarareando una cancioncilla, y el mecánico avanzó cautamente por el incierto camino. Seguía lloviendo, y Kara tuvo que frotar el vaho del cristal de la ventanilla para ver por dónde iba. De vez en vez miraba como si esperara ver a alguien, y luego recordó sonriendo que había cambiado su plan original y había fijado como punto de cita la sala de espera de Lewes.
Fue allí donde encontró a su hombrecillo, con el abrigo subido hasta las orejas, en pie ante un fuego moribundo. Dio un respingo al ver entrar a Kara, y a una señal de él salió de la sala.
Aquel hombre no era, evidentemente, inglés. Tenía la cara cetrina, las mejillas hundidas y una barba irregular, casi hirsuta.
Kara abrió la marcha hasta el final del oscuro andén, y entonces habló:
—¿Has cumplido mis instrucciones? —preguntó sin preámbulos.
Hablaba en árabe, idioma en que le contestó el otro.
—Se ha hecho todo lo que has ordenado,
effendi
—respondió humildemente.
—¿Tienes un revolver?
El hombre afirmó con la cabeza y se dio unos golpecitos en el bolsillo.
—¿Cargado?
—Excelencia —protestó el otro, sorprendido—, ¿para qué sirve un revólver si no está previamente cargado?
—Entiendo que no vas a disparar contra ese hombre —dijo Kara—. No harás más que enseñarle el arma. Para mayor seguridad, descárgala ahora.
El hombre obedeció, asombrado, y sacó los cartuchos.
—Dámelos —dijo Kara alargando la mano.
Se guardó en el bolsillo los pequeños cilindros, y luego de examinar el revólver lo devolvió a su interlocutor.
—Le amenazarás —continuó—. Le apuntarás con el revólver al corazón. No necesitas hacer nada más.
El hombre empezó a sentirse a disgusto.
—Haré lo que ordenas,
effendi
, pero...
—No hay peros —cortó rudamente Kara—. Llevarás a cabo mis instrucciones sin objetar nada. Lo que ocurra ya lo verás. Yo estaré cerca. Tengo interés en que se me obedezca.
—Pero ¿y si él dispara? —persistió el otro.
—No disparará —contestó Kara en todo tranquilizador—. Además, su pistola no está cargada. Ahora puedes irte. Tienes mucho que andar. ¿Conoces el camino?
El hombre hizo un signo afirmativo. Kara volvió a su enorme limousine, que le esperaba a cierta distancia de la estación. Cambió en griego breves palabras con el mecánico, y éste se llevó la mano a la gorra.
El segundo comisario general de la Policía, T. X. Meredith, no tenía despacho en el nuevo edificio de Scotland Yard. Lo notable de las oficinas públicas es que se proyectan con la idea de proporcionar un margen de espacio superior a todas las necesidades, y al terminar su construcción se ve que son completamente inadecuadas para albergar los diversos servicios, que misteriosamente han ido creciendo al compás de las operaciones de construcción.
«T. X.», que así se le conocía entre las fuerzas policíacas de todo el mundo, ocupaba una serie de despachos en Whitehall
[1]
. Era una casa muy vieja que daba a la Cámara de Comercio, y el rótulo de la antigua puerta decía a los transeúntes que aquello era la «Fiscalía, Sección especial».
Múltiples eran los deberes de T. X. Decía de él la gente —y como casi todas las habladurías públicas, aquello no era probablemente cierto— que era el jefe de la sección ilegal de Scotland Yard. Si, por casualidad, perdía uno las llaves de su caja de caudales, T. X. podía proporcionarle (según rumor público) un ladrón especializado que le abría la caja en menos de media hora.
Si había en Inglaterra un individuo contra el que la Policía no pudiera presentar ni un átomo de pruebas que justificara su expulsión y ésta fuera absolutamente necesaria para el bien de la comunidad, se encargaba a T. X. el arresto de la molesta persona, la metía atropelladamente en un vehículo y no la soltaba ya hasta dejarla en la costa de alguna nación amiga.
Es absolutamente cierto que, cuando el representante diplomático de una pequeña potencia, que no hay por qué nombrar, fue llamado repentinamente por su Gobierno y procesado en su patria por lanzar a la circulación billetes falsos, fue alguien de la sección que mandaba T. X. quien asaltó la casa de su excelencia, rompió las cerraduras de su caja y obtuvo las pruebas necesarias para el proceso.
Digo que es absolutamente cierto, y al decirlo no hago más que repetir la opinión de gentes que tienen motivos para estar bien enteradas: altos funcionarios de diversos ministerios, que hablan llevándose la mano a la boca, misteriosos subsecretarios de Estado, que discuten en voz baja en los rincones de sus círculos, y corresponsales de periódicos americanos, hombres más francos, que no vacilan en poner en letra de molde estas conversaciones para beneficio de sus lectores.
Sabemos que T. X. tenía otra ocupación más legal, pues se cree, generalmente, que los comentarios ofensivos de este hombre petulante sobre la administración del Ministerio del Interior fueron los que llevaron a la tumba a uno de sus ministros; él fue también quien, a través de un laberinto de perjuros descubrió a los asesinos de Deptford, y quien llevó al banquillo a
sir
Julio Waglite, aunque éste había ocultado admirablemente sus desfalcos en los balances de treinta y cuatro compañías.
La noche del 3 de marzo estaba T. X. sentado en su despacho interior, de conversación con un desconsolado inspector de la Policía metropolitana, llamado Mansus.
El aspecto de T. X. era de extremada juventud, pues tenía un rostro casi infantil, y solamente cuando se le miraba de cerca y se apreciaban las pequeñas arrugas que le bordeaban los ojos y las comisuras de los labios, se sospechaba que debía de andar cerca de los cuarenta. En su primera juventud había sido algo poeta, y tenía escrito un tomito de
Poemas selváticos,
cuya sola mención en aquella su actual fase de madurez le causaba profundo disgusto e irritación.
Procedía con tacto, pero era constante; en su lenguaje se apreciaba a veces una violenta extravagancia, y en cierta correspondencia que había visto la luz, un antiguo ministro del Interior hizo el comentario de que «era lamentable que
mister
Meredith no ejerciera su cargo con la seriedad que hay derecho a esperar en un funcionario público».
Ante una gran provocación, su lenguaje era violento e inusitado, como digo. Tenía la manía de emplear palabras que no figuraban en ningún diccionario, e ilustrar sus comentarios o sus reprimendas con la más extraña fraseología.
En aquella ocasión estaba echado hacia atrás en su silla, que formaba un ángulo alarmante con la pared, fustigando sin piedad a su angustiado subordinado, que estaba sentado al otro lado de la mesa.
—Pero, T. X. —protestó el inspector—, no se ha encontrado nada.
Otra de las malas costumbres de
mister
Meredith era insistir en que sus asociados y subordinados le llamaran por sus iniciales, práctica que en las altas esferas habían mirado con reprobación.