¡Qué desgracia! Por mucho menos uno podría perder la cabeza. La puerta de la habitación cerrada con llave por dentro, los postigos de la única ventana, también cerrados por dentro y, por encima de los postigos, los barrotes intactos, barrotes por los que ni siquiera se podía pasar un brazo... ¡Y la señorita que pedía socorro!... 0, mejor dicho, no, ya no la oíamos... Tal vez estaba muerta... Pero yo seguía oyendo al señor que intentaba derribar la puerta, en el fondo del pabellón...
La portera y yo nos echamos a correr de nuevo, y regresamos al pabellón. La puerta seguía en pie, a pesar de los terribles golpes del señor Stangerson y de Bernier. Finalmente, cedió bajo nuestros furiosos esfuerzos y, entonces, ¿qué fue lo que vimos? Hay que aclarar que, detrás de nosotros, la portera sostenía la lámpara del laboratorio, una lámpara potente que iluminaba toda la habitación.
También debo decirle, señor, que el "cuarto amarillo" es muy pequeño. La señorita lo había amueblado con una cama de hierro bastante ancha, una mesa pequeña, una mesita de luz, un tocador y dos sillas. Por eso, a la luz de la gran lámpara que sostenía la portera, vimos todo de una primera ojeada. La señorita, en camisón, yacía sobre el piso, en medio de un desorden increíble. Mesas y sillas caídas indicaban que allí había habido una gran pelea. Seguramente habían sacado a la señorita de su cama; ella estaba llena de sangre, tenía terribles arañazos en el cuello -las uñas habían arrancado prácticamente toda la carne del cuello- y un agujero en la sien derecha desde donde manaba un hilo de sangre que había formado un pequeño charco en el suelo. Cuando el señor Stangerson vio a su hija en semejante estado, se precipitó sobre ella lanzando tal grito de desesperación que daba pena oírlo. Comprobó que la desdichada todavía respiraba y sólo se ocupó de ella. Nosotros buscamos al asesino, al miserable que había querido matar a nuestra ama, y le juro, señor, que, si lo hubiéramos encontrado, le habríamos hecho pasar un mal rato. Pero ¿cómo se explica que no estuviera allí, que ya se hubiera ido?... Eso sobrepasa todo lo imaginable. Nadie debajo de la cama, nadie detrás de los muebles, ¡nadie! Sólo encontramos sus huellas; las marcas ensangrentadas de una ancha mano de hombre sobre las paredes y la puerta, un gran pañuelo rojo de sangre, sin ninguna inicial, una vieja boina y la marca fresca de muchos pasos de hombre en el suelo. El hombre que había caminado por allí tenía pies enormes y las suelas dejaban una especie de hollín negruzco. ¿Por dónde había entrado ese hombre? ¿Por dónde había desaparecido? No se olvide, señor, de que no hay chimenea en el "cuarto amarillo". No se pudo haber escapado por la puerta, porque es muy estrecha, y por ella entró la portera con su lámpara, mientras que el portero y yo buscábamos al asesino en esa reducida habitación cuadrada en la que es imposible esconderse y donde, por otra parte, no encontramos a nadie. Nadie podría haber huido por la ventana cerrada, con los postigos echados y los barrotes intactos. ¿Entonces? Entonces... empecé a creer en el diablo.
Pero he aquí que descubrimos mi revólver en el suelo. Sí, mi propio revólver... ¡Eso me hizo volver a la realidad! El diablo no habría necesitado mi revólver para matar a la señorita. El hombre que había entrado allí primero había subido al desván, había tomado mi revólver del cajón y lo había utilizado para sus malvados designios. Y, luego de examinar los cartuchos, comprobamos que el asesino había hecho dos disparos. De todos modos, señor, tuve suerte, a pesar de la desgracia, de que el señor Stangerson estuviera en su laboratorio cuando ocurrió el hecho y que hubiera comprobado con sus propios ojos que yo también estaba allí, porque con esa historia del revólver, no sé qué habría pasado; yo, seguramente, ya estaría en la cárcel. ¡La justicia no precisa mucho más para llevar a un hombre al cadalso!"
El redactor de Le Matin terminaba la entrevista con las siguientes líneas:
Hemos dejado que el tío Jacques nos contara someramente, sin interrumpirlo, lo que sabe del crimen del "cuarto amarillo". Incluso hemos reproducido las mismas palabras que usó; solamente hemos ahorrado al lector los continuos lamentos con que salpicaba su relato. ¡Nos quedó claro, tío Jacques! ¡Nos quedó claro que quiere usted mucho a sus amos! Necesita que lo sepamos, y usted no deja de repetirlo, sobre todo después de que descubrieron el revólver. ¡Está en todo su derecho y no vemos ningún inconveniente en ello! Nos habría gustado hacerle más preguntas al tío Jacques -Jacques Louis Moustier- pero precisamente en ese momento vinieron a buscarlo de parte del juez de instrucción, que proseguía su investigación en el salón del castillo. Nos resultó imposible penetrar en el Glandier; y, en cuanto al robledal, está vigilado en un amplio perímetro por unos policías, que velan celosamente por preservar todas las huellas que pueden conducir al pabellón y, quizás, a descubrir al asesino.
También hubiéramos querido interrogar a los caseros, pero no los pudimos ver. Por fin, esperamos en una posada, no muy lejos de la reja del castillo, a que saliera el señor de Marquet, el juez de instrucción de Corbeil
[10]
. A las cinco y media, lo vimos con su secretario. Antes de que subiera a su coche, pudimos hacerle la siguiente pregunta:
-Señor de Marquet, ¿puede darnos alguna información sobre este caso, sin que ello perjudique su instrucción?
-Nos resulta imposible -nos respondió el señor de Marquet. Además, es el caso más extraño que jamás haya visto. ¡Cuanto más creemos saber sobre algo, menos sabemos!
Le pedimos al señor de Marquet que se dignara explicarnos estas últimas palabras. Y lo que nos dijo, cuya importancia no puede escapársele a nadie, fue lo siguiente:
-Si nada se agrega a las comprobaciones materiales realizadas hoy por la Justicia, mucho me temo que el misterio que rodea al abominable atentado del que fue víctima la señorita Stangerson está lejos de esclarecerse; aunque es de esperar, en nombre de la razón humana, que los sondeos de las paredes, el techo y el piso del "cuarto amarillo", sondeos que iniciaré mañana mismo con el contratista que construyó el pabellón hace cuatro años, nos darán la prueba de que nunca hay que perder la esperanza en la lógica de las cosas. Porque el problema está ahí: sabemos por dónde se introdujo el asesino -entró por la puerta y se escondió bajo la cama mientras esperaba a la señorita Stangerson-; pero ¿por dónde salió? ¿Cómo pudo escaparse? Si no encontramos trampa, ni puerta secreta, ni reducto o abertura de algún tipo, si el examen de las paredes e, incluso, su demolición -porque estoy decidido, y el señor Stangerson también lo está, a llegar hasta la demolición del pabellón- no revelan un pasadizo que sea transitable, no sólo para un ser humano, sino incluso para cualquier otro ser, si el cielo raso no está agujereado, si el piso no oculta un sitio subterráneo..., ¡habrá que creer en el diablo, como dice el tío Jacques!
Y el redactor anónimo destaca en este artículo -que elegí por ser el más interesante de todos los que se publicaron aquel día sobre el mismo caso-, que el juez de instrucción pareció poner cierta intención en esta última frase: "Habrá que creer en el diablo, como dice el tío Jacques!".
El artículo concluye con estas líneas:
Hemos querido saber lo que el tío Jacques entendía por "el grito del Animalito de Dios". El propietario de la Posada del Torreón nos explicó que así llaman al grito particularmente siniestro que lanza, a veces, por la noche, el gato de una anciana, la tía "Agenoux"
[11]
como la llaman en el lugar. La tía Agenoux es una especie de santa que vive en una cabaña, en el corazón del bosque, no lejos de la Gruta de Santa Genoveva.
El "cuarto amarillo", el Animalito de Dios, la tía Agenoux, el diablo, santa Genoveva, el tío Jacques: he aquí un crimen muy embrollado, que un golpe de piqueta en la pared desembrollará mañana; esperémoslo, por lo menos, en nombre de la razón humana, como dice el juez de instrucción. Entretanto, se cree que la señorita Stangerson, que no ha cesado de delirar y que sólo pronuncia claramente esta palabra: "¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!... ", no pasará la noche...
Finalmente, a última hora, el mismo periódico anunciaba que el jefe de la Súreté
[12]
había telegrafiado al famoso inspector Frédéric Larsan, que había sido enviado a Londres por un caso de títulos
[13]
robados, para que regresara de inmediato a París.
[1]
La Gran Cruz de la Legión de Honor es la máxima distinción que se otorga, en Francia, a personalidades destacadas de todo el mundo.
[2]
El narrador menciona dos sonados casos judiciales de la época. En el proceso de Nayves (1895), Leroux tuvo participación activa, ya que logró publicar una entrevista al acusado, que estaba en prisión. Comenzó así su carrera de cronista judicial.
[3]
Es común, entre los autores de relatos policiales, presumir de que sus casos superan en complejidad los de sus predecesores; así, Leroux compara su misterio con dos clásicos exponentes del "crimen en local cerrado". Llama al suyo misterio natural, porque los asesinos de "Los crímenes de la calle Morgue", de Poe, y "La banda moteada", de Conan Doyle, fueron animales.
[4]
Le Temps (El Tiempo) era un periódico francés de tendencia moderada.
[5]
Épinay-sur-Orge es un municipio que queda al sur de París.
[6]
En 1898, los químicos franceses Marie y Pierre Curie descubrieron el radio, que es un elemento metálico radiactivo, empleado en la actualidad para el tratamiento del cáncer. Los esposos Curie recibieron, en 1911, el Premio Nobel de Física y Química por estas investigaciones.
[7]
En la física clásica, la materia y la energía se consideraban dos conceptos diferentes, que estaban detrás de todos los fenómenos físicos. A partir de Einstein, los científicos han demostrado que es posible transformar la materia en energía y viceversa, con lo que han acabado con la diferenciación clásica entre ambos conceptos.
[8]
El periódico Le Matin (La mañana) era el más importante de París en ese momento. Leroux trabajó en él como reportero entre 1894 y 1907.
[9]
Habitualmente, se traducen como tío y tía, respectivamente, los apelativos franceses père y mère que designan a personas de edad avanzada.
[10]
Corbeil es una localidad cercana a París, donde Gaboriau ambienta El misterio de Orcival. Probablemente, la elección del lugar sea un homenaje de Leroux al padre del policial francés.
[11]
La expresión à genoux, literalmente, significa "de rodillas". Probablemente los lugareños le han puesto este apodo a la anciana por su costumbre de mendigar.
[12]
La Sûreté es el servicio Francés de inteligencia de vigilancia policial. Fue fundado en 1810 y su primer jefe fue Eugene- François Vidoq.
[13]
Los títulos son valores que se venden y compran en la Bolsa.
Recuerdo, como si fuera ayer, la entrada del joven Rouletabille en mi habitación aquella mañana. Serían las ocho, y todavía estaba en la cama, leyendo el artículo de Le Matin referente al crimen del Glandier.
Pero, antes que nada, llegó el momento de que les presente a mi amigo.
Conocí a Rouletabille cuando él era un modesto reportero. En aquella época, yo debutaba como abogado y, a menudo, tenía ocasión de encontrarlo en los despachos de los jueces de instrucción, cuando yo iba a pedir un "pase" para Mazas o para Saint-Lazare
[14]
. Tenía, como suele decirse, "un buen balero". Su cabeza era redonda como una bola de billar y, por eso, pensaba yo, sus compañeros de la prensa le habían puesto ese apodo, destinado a hacerse famoso: "¡Rouletabille
[15]
!", "¿Has visto a Rouletabille?", "¡Ahí está ese `dichoso' Rouletabille!". En general, estaba colorado como un tomate, a veces alegre como unas castañuelas, otras serio como un papa. ¿Cómo, siendo tan joven -cuando lo vi por primera vez, tenía dieciséis años y medio-, ya se ganaba la vida en la prensa? Esto es lo que uno habría podido preguntarse si no fuera porque todos los que se le acercaban estaban al tanto de sus comienzos. Cuando ocurrió el caso de la mujer descuartizada de la calle Oberkampf -otra historia caída en el olvido- le había llevado al redactor en jefe de L´Époque
[16]
, diario que entonces rivalizaba en informaciones con Le Matin, el pie izquierdo que faltaba en el canasto en donde habían sido encontrados los tétricos despojos. Durante ocho días, la policía había buscado en vano ese pie izquierdo, y el joven Rouletabille lo encontró en una alcantarilla donde a ninguno se le había ocurrido buscar. Para eso, tuvo que integrar un equipo de alcantarilleros ocasionales, que la administración de la ciudad de París había contratado a raíz de los daños causados por una excepcional crecida del Sena.
Cuando el redactor en jefe se encontró en posesión del preciado pie y comprendió las inteligentes deducciones que un niño había realizado para descubrirlo, se sintió dividido entre la admiración que le causaba tanta astucia policíaca en un cerebro de dieciséis años, y la alegría de poder exhibir, en la "vitrina de despojos mortales" del diario, el pie izquierdo de la calle Oberkampf.
–Con este pie -exclamó-, haré un artículo de primera plana.
Luego, después de confiar el siniestro paquete al médico forense afectado a la redacción de L´Époque, le preguntó a quien pronto sería Rouletabille cuánto quería ganar por formar parte, en calidad de gacetillero
[17]
, de la sección de información general.
–Doscientos francos por mes -respondió modestamente el muchacho, sorprendido hasta la sofocación ante semejante propuesta.
–Recibirá doscientos cincuenta -prosiguió el redactor en jefe-, pero tendrá que declarar a todo el mundo que forma parte del diario desde hace un mes. Que quede claro que no fue usted quien descubrió el pie izquierdo de la calle Oberkampf, sino el diario L´Époque. ¡Aquí, mi amigo, el individuo no es nada; el diario es todo!
Luego de lo cual, le pidió al nuevo redactor que se retirara. En el umbral de la puerta, lo detuvo para preguntarle el nombre. El joven respondió:
–Joseph Joséphin.
–Eso no es un nombre -exclamó el redactor en jefe-, pero como usted no firma, no tiene importancia...
El Imberbe
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redactor hizo, de inmediato, muchos amigos, porque era servicial y estaba dotado de un buen humor que encantaba a los más gruñones y desarmaba a los más envidiosos. En el café del Colegio de Abogados, donde los reporteros de policiales se reunían antes de subir a la Fiscalía o a la Prefectura para buscar su crimen cotidiano, comenzó a tener fama de listo, la que pronto le abrió las puertas de la oficina del jefe de la Súreté. Cuando un caso valía la pena y Rouletabille -ya le habían puesto su sobrenombre- había sido lanzado al campo de batalla por su redactor en jefe, a menudo les ganaba la partida a los inspectores más renombrados.