En ese mismo café del Colegio de Abogados pude conocerlo mejor. Los abogados penalistas y los periodistas no son enemigos, porque unos necesitan publicidad y otros información. Conversamos y enseguida sentí una gran simpatía por ese valiente jovencito que era Rouletabille. ¡Tenía una inteligencia tan lúcida y original! Y poseía una calidad de pensamiento que nunca encontré en otro.
Poco tiempo después, me encomendaron la crónica judicial en Le Cri du Boulevard
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. Mi entrada en el periodismo no podía sino estrechar los lazos de amistad que ya se habían trabado entre Rouletabille y yo. Finalmente, como mi nuevo amigo había tenido la idea de crear un breve correo de lectores judicial que le hacían firmar con el seudónimo Business
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en su diario L´Époque, llegué incluso a darle, frecuentemente, las informaciones legales que necesitaba.
Casi dos años pasaron así, y cuanto más lo conocía, más lo quería, porque, bajo su apariencia de alegre extravagancia, había descubierto que era extraordinariamente serio para su edad. En fin, varias veces, yo, que estaba acostumbrado a verlo muy contento, y a menudo demasiado contento, lo encontraba sumido en una profunda tristeza. Quise preguntarle acerca de la causa de este cambio de humor, pero cada vez que lo intentaba comenzaba a reír y no contestaba nada. Un día, cuando le pregunté sobre sus padres, de los que nunca hablaba, se alejó, haciendo de cuenta que no me había oído.
En ese momento, estalló el famoso caso del "cuarto amarillo", que no sólo lo clasificaría como el primero de los reporteros, sino que lo convertiría en el primer policía del mundo, una doble cualidad que no debe sorprendernos encontrar en una misma persona, dado que la prensa cotidiana ya empezaba a transformarse y a convertirse en lo que es más o menos en la actualidad: la gaceta del crimen. Algunos espíritus taciturnos podrán lamentarse; yo estimo que hay que felicitarse. Nunca habrá suficientes armas, públicas o privadas, contra el criminal. A lo cual, esos espíritus taciturnos replicarán que, a fuerza de hablar de esos crímenes, la prensa acaba por inspirarlos. Pero con alguna gente nunca se puede tener razón, ¿no es cierto?
Pues bien, Rouletabille se encontraba en mi habitación aquella mañana del 26 de octubre de 1892. Estaba más colorado que de costumbre; los ojos se le salían de las órbitas, como se suele decir, y parecía presa de una gran exaltación. Agitaba Le Matin con una mano febril. Me gritó:
–Y bien, mi querido Sainclair... ¿Lo leyó?...
–¿El crimen del Glandier?
–Sí. ¡El "cuarto amarillo"! ¿Qué le parece?
–Vaya, pienso que es el diablo o el Animalito de Dios el que cometió el crimen.
–Hablo en serio.
–Bueno, le diré que no creo demasiado en los asesinos que huyen atravesando las paredes. Para mí, el tío Jacques se equivocó al dejar el arma del crimen tras de sí y, como vive arriba de la habitación de la señorita Stangerson, la operación arquitectónica a la que el juez de instrucción va a dedicarse hoy nos dará la clave del enigma, y no tardaremos en saber por qué trampilla natural, o por qué puerta secreta, el buen hombre pudo deslizarse para regresar inmediatamente al laboratorio, junto al señor Stangerson, que no se habría percatado de nada. ¿Qué puedo decirle? ¡Es una hipótesis!...
Rouletabille se sentó en un sillón, encendió su pipa, de la que nunca se separaba, fumó unos instantes en silencio -sin duda el tiempo necesario para calmar esa fiebre que, visiblemente, lo dominaba- y, después, me habló con desprecio:
–¡Jovencito! – me dijo, con un tono cuya lamentable ironía no intentaré reproducir. Jovencito... Usted es abogado, y no dudo de su talento para hacer absolver a los culpables; pero, si algún día llega a ser juez de instrucción, ¡qué fácil le resultará hacer condenar a los inocentes!... Realmente tiene muchas cualidades, jovencito.
Luego de decir estas palabras, fumó enérgicamente y continuó:
–No encontrarán ninguna trampilla y el misterio del "cuarto amarillo" se volverá cada vez más misterioso. Por eso mismo me interesa. El juez de instrucción tiene razón: nunca se ha visto un crimen más extraño que este...
–¿Tiene alguna idea del camino que el asesino pudo haber tomado para escapar? – le pregunté.
–Ninguna -me respondió Rouletabille-, ninguna por el momento... Pero ya tengo mi propia idea sobre el revólver, por ejemplo... El asesino no usó el revólver...
–¿Y quién lo utilizó? ¡Por Dios!
–Y quién va a ser... la señorita Stangerson...
–¡Ahora no entiendo nada! – exclamé. Aunque, en realidad, nunca lo he entendido...
Rouletabille se encogió de hombros:
–¿No hay nada que le haya llamado la atención en el artículo de Le Matin?
–La verdad que no... Todo lo que dice me pareció igualmente extraño...
–Está bien, pero... ¿Y la puerta cerrada con llave? – Es lo único natural del relato...
–¡Es verdad!... ¿Y el cerrojo?...
–¿El cerrojo?
–El cerrojo echado por dentro... ¡Cuántas precauciones tomó la señorita Stangerson...! Yo creo que la señorita Stangerson sabía que tenía motivos para temerle a alguien; había tomado sus precauciones; incluso se había apoderado del revólver del tío Jacques, sin avisarle. Seguramente, no quería asustar a nadie; sobre todo, no quería asustar a su padre... Lo que la señorita Stangerson temía ocurrió... y se defendió. Hubo una pelea, y utilizó hábilmente su revólver para herir al asesino en la mano -así se explica la huella de la ancha mano de hombre ensangrentada en la pared y en la puerta, de ese hombre que buscaba casi a tientas una salida para huir-, pero no disparó con suficiente rapidez como para escapar del golpe terrible que iba a recibir en la sien derecha.
–¿Entonces no fue el revólver el que hirió a la señorita Stangerson en la sien?
–El diario no lo dice y yo, por mi parte, no lo creo así, porque me parece lógico que el revólver haya sido usado por la señorita Stangerson contra el asesino. Ahora bien, ¿cuál era el arma del asesino? Ese golpe en la sien parecería probar que el asesino quiso matar a la señorita Stangerson, después de intentar en vano estrangularla... El asesino debía saber que el desván estaba habitado por el tío Jacques, y pienso que es una de las razones por las que quiso actuar con un arma silenciosa, tal vez una cachiporra o un martillo...
–¡Todo eso no nos explica cómo salió nuestro asesino del "cuarto amarillo"! – repuse.
–Por supuesto -respondió Rouletabille levantándose-; y, como hay que explicarlo, voy al castillo de Glandier, y vine a buscarlo para que me acompañe...
–¡Yo!
–Sí, mi querido amigo, lo necesito. L´Époque me encomendó definitivamente este caso, y tengo que aclararlo lo antes posible.
–Pero, ¿en qué puedo ayudarlo?
–Roben Darzac está en el castillo de Glandier.
–Es cierto... ¡Y debe de estar desesperado!
–Tengo que hablar con él...
Rouletabille pronunció esta frase con un tono que me sorprendió:
–¿Acaso ve algo interesante por ese lado?... -le pregunté.
–Sí.
Y no quiso decir nada más. Pasó a mi salón rogándome que me arreglara de prisa.
Yo conocía a Robert Darzac por haberle hecho un gran favor judicial en un proceso civil, cuando era secretario del letrado Barbet Delatour. Robert Darzac, que en aquella época tenía unos cuarenta años, era profesor de Física en la Sorbona
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. Estaba íntimamente relacionado con los Stangerson, porque, luego de siete años de cortejarla asiduamente, finalmente estaba a punto de casarse con la señorita Stangerson, una mujer de cierta edad (tendría unos treinta y cinco años) pero todavía muy hermosa.
Mientras me vestía, le grité a Rouletabille, que comenzaba a impacientarse en mi salón:
–¿Tiene alguna idea sobre la condición del asesino?
–Sí -respondió. Lo imagino, si no hombre de mundo, por lo menos de una clase bastante alta... Todavía no es más que una impresión...
–¿Y qué le hace tener esa impresión?
–Pues bien -replicó el muchacho-, la boina mugrienta, el pañuelo vulgar y las huellas de los zapatos toscos en el suelo...
–Comprendo.-exclamé. ¡No se dejan tantas huellas tras de sí, cuando son la expresión de la verdad!
–¡Algo lograremos de usted, mi querido Sainclair! – concluyó Rouletabille.
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Mazas y Saint-Lazare eran dos prisiones que se encontraban en el centro de Paris.
[15]
Se lo apoda "Rouletabille", que significa, literalmente, `Rueda-tu-bola', por la forma de su cabeza y el color de su rostro, que remiten a una bola de billar roja y brillante. En relación con este juego, el apodo también está asociado con la capacidad de la bola de billar de hacer carambola, que en Lenguaje figurado se utiliza para referirse a Los aciertos intelectuales.
[16]
L´Époque significa, literalmente, La época.
[17]
EL gacetillero es un periodista de menor categoría, que redacta sueltos (gacetillas) sobre hechos de diversa índole, habitualmente sin firma; por Lo tanto, parece el término más adecuado para traducir petit reporter, es decir, el reportero novato, el que ocupa el primer escalón de la jerarquía".
[18]
Imberbe significa "que todavía no le ha crecido la barba". Es una alusión a la juventud del periodista.
[19]
Le Cri du Boukvard es un periódico sensacionalista cuyo título significa, literalmente, El grito del bulevar. El bulevar, en las grandes ciudades de Francia, y sobre todo en París, era un lugar de paseo y de encuentro de la gente. El título del periódico alude, probablemente, a su carácter popular.
[20]
Business, en inglés en el original, significa “negocios”.
[21]
Universidad de la Sorbona tiene su origen en el Centro Francés de Educación, fundado por Robert de Sorbon en 1257. Desde 1896, la Sorbona es la Universidad de París.
Media hora después, Rouletabille y yo estábamos en el andén de la estación de Orleans, esperando que saliera el tren que nos dejaría en Épinay-sur-Orge. Vimos llegar a las autoridades judiciales de Corbeil, representadas por el señor de Marquet y su secretario. El señor de Marquet había pasado la noche en París -con su secretario- para asistir, en la Scala, al ensayo general de una revista
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de la que era el autor encubierto, y que había firmado simplemente como Castigat Ridendo
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.
El señor de Marquet empezaba a envejecer noblemente. Era un hombre cortés y galante, y la única pasión de su vida había sido el arte dramático. En su carrera de magistrado, sólo se había interesado realmente por los casos que podían procurarle por lo menos el tema de un acto. Aunque con los importantes contactos que tenía pudo haber aspirado a los más altos puestos judiciales, en realidad sólo había trabajado para "llegar" al romántico Porte-Saint-Martin o al pensativo Odéon
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. Tal ideal lo había conducido, ya mayor, a ser juez de instrucción en Corbeil, y a firmar Castigat Ridendo una breve pieza picante en la Scala.
El caso del "cuarto amarillo", por sus rasgos inexplicables, debía seducir a un espíritu tan... literario. Le interesaba prodigiosamente, y el señor de Marquet se entregó a él menos como magistrado ávido de conocer la verdad que como aficionado a las comedias de enredos, que concentra toda su atención en la intriga, y que, sin embargo, a nada teme más que a llegar al final del último acto, donde todo se explica.
Así pues, cuando nos encontramos con ellos, oí cómo el señor de Marquet le decía a su secretario en un suspiro:
–¡Ojalá, mi querido señor Maleine, que este contratista no nos eche abajo, con su piqueta, un misterio tan hermoso!
–No se preocupe -respondió Maleine-; su piqueta quizás eche abajo el pabellón, pero dejará intacto nuestro caso. Examiné las paredes y estudié el cielo raso y el piso, y de esto entiendo bastante. A mí no me engañan. Podemos estar tranquilos. No descubriremos nada.
Luego de haber serenado así a su jefe, el señor Maleine nos señaló con un discreto movimiento de cabeza. El señor de Marquet frunció el ceño y, cuando vio acercarse a Rouletabille, quien ya se descubría, se precipitó hacia una de las puertas y subió al tren de un salto, diciéndole a media voz a su secretario:
–¡Sobre todo, nada de periodistas!
El señor Maleine replicó:
–¡Entendido!
Detuvo la carrera de Rouletabille y pretendió impedir que subiera al compartimiento del juez de instrucción.
–Perdonen, señores. Este compartimiento está reservado...
–Soy periodista, señor. Redactor de L'Époque -dijo mi joven amigo, y le prodigó una gran cantidad de saludos y cortesías-, y tengo que decirle unas palabras al señor de Marquet.
–El señor de Marquet está muy ocupado con su investigación...
–¡Oh! Créame, su investigación me es absolutamente indiferente... Yo no escribo sobre perros atropellados -declaró el joven Rouletabille, cuyo labio inferior expresaba en ese momento un infinito desprecio por la literatura de los "informadores generales
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". Soy cronista de espectáculos... y como esta noche tengo que hacer una breve crítica sobre la revista de la Scala...
–Suba, señor, por favor... -dijo el secretario, apartándose.
Rouletabille ya estaba en el compartimiento. Lo seguí. Me senté a su lado; el secretario subió y cerró la puerta.
El señor de Marquet miraba a su secretario.
–¡Oh, señor! – comenzó Rouletabille. No culpe "a este buen hombre" si transgredí sus órdenes; no es con el señor de Marquet con quien quiero tener el honor de hablar, ¡sino con el señor Castigat Ridendo!... Como cronista de teatro de L´Époque, permítame felicitarlo...
Y Rouletabille, luego de presentarme, se presentó a su vez.
El señor de Marquet acariciaba su barba puntiaguda con un gesto inquieto. En pocas palabras le explicó a Rouletabille que era un autor demasiado modesto para desear que el velo de su seudónimo se corriera públicamente, y esperaba que el entusiasmo del periodista por la obra del dramaturgo no llegara a descubrir al público que el señor Castigat Ridendo no era otro sino el juez de instrucción de Corbeil.
–La obra del autor dramático podría perjudicar -añadió, con una ligera vacilación a la obra del magistrado... sobre todo en la provincia, donde todo es un poco rutinario...