Lo que no dejaba de observar en el hueco de su mano derecha no era otra cosa que su reloj
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, y parecía muy ocupado en contar los minutos. Luego desanduvo el camino, reemprendió una vez más su carrera, que no detuvo hasta llegar a la reja del parque, volvió a consultar su reloj, lo puso en su bolsillo, encogió los hombros con un gesto de desaliento, empujó la reja, penetró en el parque, volvió a cerrar la reja con llave, levantó la cabeza y, recién entonces, nos divisó a través de los barrotes. Rouletabille corrió y yo lo seguí. Frédéric Larsan nos esperaba.
–Señor Fred -dijo Rouletabille, quitándose el sombrero y mostrando un profundo respeto, fundado en la auténtica admiración que el joven reportero sentía por el célebre policía-, ¿podría decirnos si Robert Darzac se halla en el castillo en este momento? Está aquí uno de sus amigos, del tribunal de París, que desearía hablarle.
–No lo sé, señor Rouletabille -replicó Fred estrechando la mano de mi amigo, porque ya había tenido ocasión de encontrarse con él varias veces en el transcurso de sus investigaciones más difíciles. No lo he visto.
–Los caseros nos podrán informar, ¿verdad? – dijo Rouletabille, señalando una casita de ladrillos que tenía la puerta y las ventanas cerradas, y que, indudablemente, debía albergar a aquellos fieles guardianes de la propiedad.
–Los caseros no podrán informarle, señor Rouletabille.
–¿Por qué no?
–¡Porque están detenidos desde hace una hora!...
–¡Detenidos! – exclamó Rouletabille. ¿Ellos son los asesinos?... Frédéric Larsan se encogió de hombros.
–¡Cuando no se puede detener al asesino -dijo Larsan con un tono de suprema ironía-, uno siempre se puede dar el lujo de descubrir a los cómplices!
–Fue usted quien ordenó detenerlos, señor Fred?
–¡Ah! ¡No! ¡No faltaba más! Yo no mandé que los detuvieran; primero porque estoy casi seguro de que no tienen nada que ver en el asunto, y segundo porque...
–Porque ¿qué? – preguntó ansiosamente Rouletabille.
–Porque... Nada... -dijo Larsan, sacudiendo la cabeza. ¡Porque no hay cómplices! – susurró Rouletabille.
Frédéric Larsan se detuvo en seco, mirando al reportero con interés.
–¡Ah! ¡Ah! Entonces tiene alguna idea sobre el caso... Sin embargo, no ha visto nada, jovencito... Todavía no ha entrado aquí...
–Ya lo haré.
–Lo dudo... La consigna es terminante.
–Entraré si me permite ver a Robert Darzac... Usted sabe que somos viejos amigos... Haga eso por mí, señor Fred, se lo ruego... Acuérdese del bello artículo que le hice sobre los "Lingotes de oro". Por favor, sólo unas palabras con Robert Darzac.
En ese momento, la cara de Rouletabille era muy cómica. Reflejaba un deseo tan irresistible de franquear ese umbral, al otro lado del cual ocurría algún prodigioso misterio; suplicaba con tal elocuencia, no sólo con la boca y con los ojos, sino también con todos sus rasgos, que no pude evitar echarme a reír. Frédéric Larsan, al igual que yo, tampoco pudo mantenerse serio.
Sin embargo, del otro lado de la reja, Frédéric Larsan volvía a meter tranquilamente la llave en su bolsillo. Yo lo examinaba.
Era un hombre que podía tener unos cincuenta años. Tenía una hermosa cabeza, el pelo entrecano, la tez mate, el perfil duro; la frente era prominente; la barbilla y las mejillas estaban cuidadosamente afeitadas; los labios, sin bigote, delicadamente dibujados; los ojos, algo pequeños y redondos, se clavaban en las personas con una mirada inquisidora que extrañaba e inquietaba. Esbelto y de mediana estatura, su aspecto general era elegante y simpático. Nada tenía del vulgar policía. Era un gran artista en su género, y él lo sabía; se podía percibir que tenía una elevada idea de sí mismo. El tono de su conversación era el de una persona escéptica y desengañada. Su extraña profesión le había hecho frecuentar tantos crímenes y bajezas, que habría resultado inexplicable que no le endureciera un poco los sentimientos, según la curiosa expresión de Rouletabille.
Larsan volvió la cabeza al oír el ruido de un coche a sus espaldas. Reconocimos el cabriolé que, en la estación de Épinay, había llevado al juez de instrucción y a su secretario.
–¡Mire! – dijo Frédéric Larsan. ¿Usted quería hablar con Robert Darzac? ¡Ahí está!
El cabriolé ya había llegado a la reja y Robert Darzac le pedía a Frédéric Larsan que le abriera la entrada del parque. Le decía que estaba muy apurado y que apenas tenía tiempo de llegar a Épinay para tomar el próximo tren a París, cuando me reconoció. Mientras Larsan abría la reja, el señor Darzac me preguntó qué podía traerme al Glandier en un momento tan trágico. Entonces noté que estaba atrozmente pálido y que su rostro reflejaba un infinito dolor.
–¿La señorita Stangerson se encuentra mejor? – le pregunté inmediatamente.
–Sí -dijo. Quizás la salven. Tienen que salvarla.
No agregó: "o moriré", pero sentimos temblar el final de la frase al borde de sus labios exangües
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.
Entonces intervino Rouletabille:
–Señor, sé que está apurado. Sin embargo, necesito hablar con usted. Tengo algo muy importante que decirle.
Frédéric Larsan interrumpió:
–¿Me disculpan si los abandono? – preguntó a Robert Darzac. ¿Tiene una llave o quiere que le dé esta?
–Gracias, tengo una llave. Yo cerraré la reja.
Larsan se alejó rápidamente en dirección al castillo, cuya mole imponente se divisaba a un centenar de metros.
Robert Darzac, con el ceño fruncido, ya se mostraba impaciente. Presenté a Rouletabille como a un excelente amigo; pero, no bien supo que el joven era periodista, el señor Darzac me miró con reproche, se excusó por la urgencia que tenía de llegar a Épinay en veinte minutos, saludó y fustigó su caballo. Pero Rouletabille, ante mi profundo estupor, ya había sujetado las riendas y detenido el pequeño carruaje con mano vigorosa, mientras pronunciaba esta frase, desprovista para mí de todo sentido:
–La rectoría
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no ha perdido nada de su encanto, ni el jardín de su esplendor.
Apenas salieron estas palabras de la boca de Rouletabille vi que Robert Darzac se quedaba perplejo; aunque estaba pálido, palideció aún más, sus ojos se clavaron en el joven con espanto y descendió inmediatamente de su coche con una indescriptible alteración.
–¡Vamos! ¡Sígame! – balbuceó. Y, de repente, prosiguió con una especie de furor-: ¡Vamos, señor, vamos!
Y desanduvo el camino que conducía al castillo, sin decir una palabra más, mientras Rouletabille lo seguía sin soltar el caballo. Le dirigí unas palabras al señor Darzac..., pero no me respondió. Interrogué con la mirada a Rouletabille, pero no me vio.
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El Crédito Universal es un banco.
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El uso de los relojes de pulsera no se generalizó hasta 1950, después de la Segunda Guerra.
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Exangües significa "sin fuerzas, sin vida.
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La rectoría o presbiterio, es el lugar donde vive el párroco o rector de una comunidad generalmente religiosa.
Llegamos al castillo. El viejo torreón se unía a la parte del edificio enteramente reconstruida durante el reinado de Luis XIV
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por otro cuerpo de edificación moderna, estilo Viollet-le-Duc
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donde se encontraba la entrada principal. Creo que nunca antes había visto algo tan original, ni tan feo, ni, sobre todo, tan extraño arquitectónicamente como aquel raro conjunto de estilos disparatados. Era monstruoso y cautivador. Al acercarnos, vimos a dos gendarmes que se paseaban delante de una pequeña puerta que daba a la planta baja del torreón. Pronto nos enteramos de que, en esa planta baja, que antiguamente había sido una prisión y ahora servía para guardar trastos, habían encerrado a los caseros, el señor y la señora Bernier.
Robert Darzac nos hizo entrar a la parte moderna del castillo por una ancha puerta protegida por una marquesina
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. Rouletabille, que había dejado el caballo y el cabriolé al cuidado de un criado, no perdía de vista al señor Darzac; seguí su mirada y me di cuenta de que se dirigía exclusivamente hacia las manos enguantadas del profesor de la Sorbona. Cuando estuvimos en un saloncito lleno de muebles anticuados, el señor Darzac se volvió hacia Rouletabille y le preguntó de un modo bastante brusco:–¡Hable! ¿Qué quiere de mí?
El reportero respondió con la misma brusquedad:
–¡Estrecharle la mano!
Darzac retrocedió:
–¿Qué significa esto?
Evidentemente, había comprendido lo que yo comprendí entonces: que mi amigo lo consideraba sospechoso del abominable atentado. La huella de la mano ensangrentada en las paredes del "cuarto amarillo" se presentó en su mente... Miré a aquel hombre de fisonomía tan altiva, de mirada habitualmente tan frontal, y que en ese momento se turbaba de manera tan extraña. Tendió su mano derecha y, señalándome, dijo:
–Usted es amigo del señor Sainclair, quien me hizo un favor desinteresado en una causa justa, señor, y no veo por qué tendría que negarle mi mano...
Rouletabille no tomó su mano. Dijo, mintiendo con una audacia sin igual:
–Señor, he vivido algunos años en Rusia y allí adquirí la costumbre de no estrechar nunca la mano de quien no se quite los guantes.
Creí que el profesor iba a dar rienda suelta a la furia que comenzaba a agitarlo; pero, por el contrario, con un violento y visible esfuerzo, se calmó, se quitó los guantes y mostró sus manos. No tenían ninguna cicatriz.
–¿Está satisfecho?
–¡No! – replicó Rouletabille. Mi querido amigo -dijo, volviéndose hacia mí-, me veo obligado a pedirle que nos deje solos un instante.
Saludé y me retiré, estupefacto por lo que acababa de ver y oír, y sin comprender cómo Robert Darzac no había echado a la calle a mi impertinente, ofensivo y estúpido amigo... Pues, en aquel instante, no perdonaba a Rouletabille por sus sospechas, que habían desembocado en aquella inaudita escena de los guantes...
Me paseé más o menos veinte minutos delante del castillo, tratando -aunque sin lograrlo- de unir entre sí los diferentes acontecimientos de esa mañana. ¿Qué idea tenía Rouletabille? ¿Era posible que creyera que Robert Darzac fuera el asesino? ¿Cómo podía imaginar que ese hombre, que iba a casarse en unos días con la señorita Stangerson, se hubiera introducido en el "cuarto amarillo" para asesinar a su prometida? Por último, no entendía cómo el asesino había salido del "cuarto amarillo" y, mientras no me explicaran aquel misterio -que me resultaba inexplicable-, estimaba que nadie debía sospechar de nadie. En fin, ¿qué significaba aquella frase descabellada que todavía resonaba en mis oídos: "La rectoría no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor"? Estaba ansioso por encontrarme a solas con Rouletabille para preguntárselo.
En ese momento, el joven salió del castillo con Robert Darzac. Curiosamente, me di cuenta, apenas los vi, de que eran los mejores amigos del mundo.
–Vamos al "cuarto amarillo" -me dijo Rouletabille. Venga con nosotros. A propósito, querido amigo, se quedará conmigo todo el día. Almorzaremos juntos por aquí...
–Almorzarán conmigo, aquí, señores...
–No, gracias -replicó el joven. Almorzaremos en la Posada del Torreón...
–Comerán muy mal... Allí no encontrarán nada.
–¿Le parece?... Yo espero encontrar algo allí -replicó Rouletabille. Después de almorzar, seguiremos trabajando, escribiré mi artículo, y Sainclair será tan amable de llevarlo a la redacción...
–¿Y usted? ¿No regresará conmigo?
–No, dormiré aquí...
Me volví hacia Rouletabille. Hablaba en serio, y Robert Darzac no se mostró en absoluto sorprendido...
En aquel momento pasábamos delante del torreón, y oímos algunos lamentos. Rouletabille preguntó:
–¿Por qué detuvieron a esa gente?
–Es un poco por mi culpa -dijo el señor Darzac. Ayer le hice notar al juez de instrucción que es inexplicable que los caseros hayan tenido tiempo de oír los disparos, vestirse y recorrer la gran distancia que separa su casa del pabellón, todo eso en dos minutos; porque no transcurrieron más de dos minutos entre los disparos y el momento en que se encontraron con el tío Jacques.
–Efectivamente, es sospechoso -asintió Rouletabille. ¿Y estaban vestidos?
–Eso es lo increíble... Estaban completamente vestidos..., de pies a cabeza y bien abrigados... No le faltaba ninguna prenda a su vestimenta.
La mujer llevaba zuecos, pero el hombre tenía los cordones de sus zapatos atados. Ahora bien, ellos declararon que se habían acostado, como todas las noches, a las nueve. Esta mañana, cuando llegó el juez de instrucción, que había traído de París un revólver del mismo calibre que el del crimen (porque no quiere tocar el revólver que es prueba del delito), mandó a su secretario a disparar dos tiros en el "cuarto amarillo", con la ventana y la puerta cerradas. Estábamos con él en la casa de los caseros; no oímos nada..., no se alcanza a oír nada. Eso significa que los caseros mintieron, no cabe duda... Estaban listos; ya estaban afuera, cerca del pabellón; esperaban algo. Por cierto, no se los acusa de ser los autores del atentado, pero es probable que sean cómplices... El señor de Marquet ordenó que los detuvieran inmediatamente.
–Si fueran cómplices -dijo Rouletabille-, habrían llegado desarreglados o, mejor aún, no habrían llegado. Cuando alguien se precipita a los brazos de la justicia, con tantas pruebas de complicidad en su contra, es porque no es cómplice. No creo que haya habido cómplices en este asunto.
–Entonces, ¿por qué estaban afuera a la medianoche? ¡Que lo digan!
–Seguramente tienen algún interés en callarse. Se trata de saber cuál es... Aunque no sean cómplices, puede tener importancia. Todo lo que sucede en una noche semejante es importante...
Acabábamos de cruzar un viejo puente construido sobre el foso y entrábamos en esa parte del parque llamada "El Robledal". Había allí robles centenarios. El otoño ya había retorcido sus hojas amarillentas, – y sus altas ramas, negras y serpenteantes, parecían horribles cabelleras, nudos de reptiles gigantescos entrecruzados como los que el antiguo escultor retorció en la cabeza de Medusa
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. Aquel lugar, que la señorita Stangerson habitaba en verano porque le resultaba alegre, nos pareció, en aquella estación, triste y fúnebre. El suelo estaba negro, embarrado por las lluvias recientes y el cieno formado por las hojas muertas; los troncos de los árboles estaban negros; hasta el cielo, sobre nuestras cabezas, estaba de duelo, cargado de espesos nubarrones. Y, en aquel retiro sombrío y desierto, vimos las paredes blancas del pabellón
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. Extraña construcción, sin una ventana visible desde el lugar donde aparecía ante nosotros. Sólo una pequeña puerta señalaba la entrada. Parecía una tumba, un amplio mausoleo en el fondo de un bosque abandonado... A medida que nos acercábamos, adivinábamos su disposición. El edificio recibía toda la luz que necesitaba al mediodía, es decir, del otro lado de la propiedad, del lado del campo. Detrás de la pequeña puerta cerrada sobre el parque, el señor y la señorita Stangerson debían de encontrar un reducto ideal para vivir con su trabajo y sus sueños. Además, voy a dar enseguida el plano del pabellón. Tenía una planta baja, a la que se accedía por unos escalones, y un desván bastante elevado que no nos interesa en absoluto. Este es el sencillo plano de la planta baja, que ofrezco al lector.