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Authors: Matthew G. Lewis

El monje (15 page)

BOOK: El monje
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»Una noche fatal lo trajeron a la cueva cubierto de heridas. Las recibió al atacar a un viajero inglés, a quien sus compañeros mataron inmediatamente, en venganza. Sólo tuvo tiempo de suplicarme perdón por todas las desdichas que me había ocasionado; me besó la mano con sus labios enfebrecidos, y expiró. Mi dolor fue indecible. Tan pronto como cedió, decidí regresar a Estrasburgo y arrojarme a los pies de mi padre, con mis dos hijos, y suplicar su perdón; aunque poco esperaba conseguirlo. ¡Cuál no fue mi consternación, al enterarme de que no se permitía abandonar la cuadrilla a nadie que conociese el refugio de los bandidos, que debía renunciar a toda esperanza de volver a la sociedad y resignarme a aceptar inmediatamente a uno de la banda por esposo! Fueron inútiles todas mis súplicas y protestas. Echaron a suertes para decidir quién me iba a poseer en adelante, y pasé a ser propiedad del infame Baptiste. Un ladrón que en otro tiempo había sido monje nos unió mediante una ceremonia más burlesca que religiosa. Mis hijos y yo pasamos a manos de mi nuevo marido, que nos llevó inmediatamente a su casa.

»Me aseguró que hacía tiempo que sentía por mí la más ardiente estima; pero la amistad por mi fallecido amante le había obligado a reprimir sus deseos. Se esforzó en reconciliarme con mi destino, y durante algún tiempo me trató con respeto y dulzura. Finalmente, viendo que mi aversión, lejos de disminuir, iba en aumento, obtuvo con violencia los favores que yo me resistía a concederle. No me quedó otro recurso que soportar mis sufrimientos con paciencia. Me daba cuenta de que me los merecía sobradamente. Me era imposible huir: mis hijos estaban en poder de Baptiste, y éste había jurado que si intentaba escapar lo pagarían ellos con sus vidas. Tuve demasiadas ocasiones de comprobar la ferocidad de su naturaleza para dudar que cumpliría su palabra al pie de la letra. La triste experiencia me había convencido de los horrores de mi situación; mi primer amante me los había ocultado escrupulosamente: Baptiste, en cambio, gozaba abriéndome los ojos a las crueldades de su profesión, y se esforzaba en familiarizarme con la sangre y las matanzas.

»Mi naturaleza era ardiente y licenciosa, pero no cruel; mi conducta había sido imprudente, pero mi corazón no era malvado. ¡Juzgad, pues, lo que yo sentía al tener que ser constante testigo de los crímenes más horrendos y abominables! ¡Juzgad cuánto debo de haber sufrido al verme unida a un hombre que recibía a los invitados fingiendo sinceridad y hospitalidad, al tiempo que maquinaba su destrucción! La desazón y el pesar se adueñaron de mi ser: se marchitaron los pocos encantos con que la naturaleza me había dotado, y la melancolía de mi semblante reflejó los sufrimientos de mi corazón. Mil veces me sentí tentada de poner fin a mi existencia. Pero el recuerdo de mis hijos contuvo mi mano. Me estremecía pensar en dejar a mis queridos niños en poder del tirano, y más que por sus vidas, temía por su virtud. El segundo aún era demasiado pequeño para que le aprovechasen mis enseñanzas; pero me esforzaba incansablemente en inculcar en el corazón del mayor aquellos principios que le capacitasen para evitar los crímenes de sus padres. Me escuchaba con docilidad, o más bien con avidez. Aun con sus escasos años, mostraba que no estaba hecho para vivir en una sociedad de villanos; y el único consuelo que yo tenía en medio de mis desdichas, era ver las virtudes que empezaban a apuntar en mi Theodore.

»Tal era mi situación, cuando el pérfido postillón de don Alfonso condujo a éste a la cabaña. Su juventud, aspecto y modales hicieron interesarme enormemente en su favor. La ausencia de los hijos de mi marido me proporcionó la ocasión que yo tanto había deseado, y decidí arriesgarlo todo para proteger al extranjero. La vigilancia de Baptiste me impedía prevenir a don Alfonso del peligro que corría: sabía que si yo les delataba me matarían inmediatamente; y a pesar de lo amargada que estaba mi existencia por las calamidades, me faltaba valor para sacrificarla protegiendo a otra persona. Mi única esperanza estaba en pedir socorro de Estrasburgo. Así que decidí intentarlo; y si se me presentaba una ocasión de advertir a don Alfonso sin que me viesen, estaba dispuesta a aprovecharla con presteza. Subí por orden de Baptiste a arreglarle la cama al extranjero. Le puse las sábanas sobre las que habían matado a un viajero la noche anterior, que aún estaban manchadas de sangre. Confiaba en que no escaparían estas señales a la observación de nuestro invitado, y que de ellas inferiría las intenciones de mi pérfido esposo. Pero no fue éste el único paso que di para preservar al extranjero. Theodore estaba en la cama enfermo. Me deslicé en su habitación sin que me viera mi tirano, le conté mi plan, y me apoyó con interés. Se levantó a pesar de su fiebre y se vistió a toda velocidad. Le até una sábana por debajo de los brazos y lo bajé por la ventana. Corrió al establo, cogió el caballo de Claude y se dirigió a Estrasburgo a todo galope. Si le abordaban los bandidos, debía declarar que llevaba un mensaje a Baptiste; pero afortunadamente llegó a la ciudad sin ningún obstáculo. Tan pronto como llegó, pidió ayuda a la magistratura. Su historia corrió de boca en boca, y finalmente llegó a oídos del señor barón. Inquieto por la seguridad de su dama, la cual sabía que pasaría por ese camino esa misma tarde, pensó que podía haber caído en poder de los ladrones; así que acompañó a Theodore, quien guió a los soldados a la cabaña, y llegó a tiempo de evitar que cayésemos una vez más en manos de nuestros enemigos.

Aquí interrumpí a Marguerite para preguntarle por qué me habían dado la poción somnífera. Dijo que Baptiste creía que yo iba armado, y quería impedir que opusiera resistencia: era una precaución que tomaba siempre, dado que, como los viajeros no tenían esperanzas de escapar, la desesperación podía incitarles a vender caras sus vidas.

A continuación, el barón quiso saber cuáles eran ahora los planes de Marguerite. Me uní a él, declarando que estaba dispuesto a mostrarle mi gratitud por haberme salvado la vida.

—Hastiada de un mundo —respondió— en el que no he encontrado más que desventuras, mi único deseo es retirarme a un convento. Pero primero debo proveer para mis hijos. He sabido que mi madre ha muerto, quizá prematuramente, ¡por mi huida de casa! Mi padre vive aún. No es hombre inflexible. Tal vez, caballeros, a pesar de mi ingratitud e imprudencia, vuestras intercesiones puedan inducirle a perdonarme y tomar a su cargo a sus dos desventurados nietos. ¡Si me conseguís esa diligencia, me habréis devuelto centuplicados mis servicios!

El barón y yo aseguramos a Marguerite que no ahorraríamos esfuerzos para obtener su perdón; y que aun cuando su padre se mostrase inflexible, no tenía por qué angustiarse por el destino de los niños. Yo mismo me comprometí a encargarme de Theodore, y el barón prometió tomar bajo su protección al más joven. La reconocida madre nos dio las gracias con lágrimas en los ojos por lo que ella llamó generosidad, pero que en realidad no era sino un justo sentido de nuestro agradecimiento. Salió entonces de la estancia para meter en la cama a su pequeño, al que el cansancio y el sueño habían vencido completamente.

La baronesa, al recobrarse y ser informada de los peligros de los que yo la había rescatado, se deshizo en expresiones de gratitud. Y su esposo se le unió tan afectuosamente, insistiéndome en que les acompañase a su castillo de Baviera, que me fue imposible rehusar. Durante la semana que pasamos en Estrasburgo no quedaron olvidados los intereses de Marguerite. Nuestra entrevista con su padre fue tan fructífera como podíamos desear. El buen anciano había perdido a su esposa: no tenía más descendencia que esta desventurada hija, de quien no había tenido noticias durante casi catorce años. Estaba rodeado de parientes lejanos, quienes aguardaban con impaciencia a que se muriese para entrar en posesión de su dinero. De modo que cuando Marguerite reapareció tan inesperadamente, la acogió como un don del cielo. La recibió a ella y a sus hijos con los brazos abiertos, e insistió en que fuesen a instalarse en su casa sin demora. Los decepcionados primos se vieron obligados a cederle el sitio. El anciano no quiso saber nada de los planes de su hija sobre retirarse a un convento. Dijo que le era demasiado necesaria para su felicidad, y la convenció fácilmente para que renunciase a su proyecto. Pero ninguna razón pudo persuadir a Theodore de que desistiese del plan que al principio había trazado yo para él. Me cobró el más sincero afecto durante mi estancia en Estrasburgo, y cuando estaba a punto de marcharme, me suplicó con lágrimas en los ojos que le tomase a mi servicio: Describió todas sus pequeñas habilidades con los colores más favorables, y trató de convencerme de que en él encontraría una ayuda inmensa, a la hora de ponernos en camino. Yo no tenía ganas de cargar con un chico que apenas había cumplido los trece años, sabiendo que sólo sería una responsabilidad para mí. Sin embargo, no pude resistirme a las súplicas de este afectuoso joven, que de hecho poseía mil cualidades estimables. Con alguna dificultad, convencí a sus familiares para que le permitiesen acompañarme, y una vez conseguido tal permiso, le di el título de paje. Después de pasar una semana en Estrasburgo, Theodore y yo salimos para Baviera en compañía del barón y su esposa. Estos y yo habíamos obligado a Marguerite a aceptar varios regalos de valor, para ella y para su hijo más joven. Al marcharnos, prometí firmemente a la madre que le devolvería a Theodore en el término de un año.

Os he relatado esta aventura con detalle, Lorenzo, para que comprendáis por qué medio «se introdujo el aventurero Alfonso de Alvarada en el castillo de Lindenberg». ¡Juzgad por esta muestra el crédito que merecen las afirmaciones de vuestra tía!

VOLUMEN SEGUNDO
Capítulo primero

Avaunt and quit my sight! Let the Earth hide thee! Thy bones are marrowless; thy blood is cold; Thou hast no speculation in those eyes

Which Thou dost glare with! Hence, horrible shadow! Unreal mockery hence!

SHAKESPEARE, Macbeth

CONTINUACIÓN DE LA HISTORIA DE DON RAIMUNDO

Mi viaje fue extraordinariamente agradable; el barón resultó ser un hombre con sentido, aunque sabía poco del mundo. Había pasado gran parte de su vida sin trasponer los límites de sus dominios, y consiguientemente sus modales distaban mucho de ser los más urbanos; pero era cordial, alegre y amistoso. Sus atenciones conmigo fueron todo lo buenas que yo podía desear, por lo que tuve todos los motivos para estar satisfecho de su hospitalidad. Su pasión predominante era la caza, que había llegado a considerar una ocupación seria, y cuando hablaba de alguna cacería, trataba el tema con la misma gravedad que si hubiese sido una batalla de la que dependiera el destino de dos reinos. Y como yo soy un deportista pasable, poco después de mi llegada a Lindenberg di alguna muestra de mi destreza. El barón me tuvo al punto por un hombre genial, y me juró eterna amistad.

Dicha amistad no me resultó ni mucho menos indiferente. En el castillo de Lindenberg vi por primera vez a vuestra hermana, la encantadora Inés. Para mí, que tenía el corazón vacante y me apesadumbraba este vacío, verla y amarla fue todo uno. Apenas contaba entonces dieciséis años; su figura delgada y elegante estaba ya formada. Dominaba diversas habilidades artísticas a la perfección, particularmente la música y el dibujo. Su carácter era alegre, abierto y jovial; y la graciosa sencillez de su vestido y modales producían un ventajoso contraste con el artificio y la estudiada coquetería de las damas parisinas que acababa de dejar. Desde el instante en que la vi, sentí el más vivo interés por su destino. Hice muchas preguntas sobre ella a la baronesa.

—Es mi sobrina —me explicó la dama—. Ignoráis todavía, don Alfonso, que soy compatriota vuestra. Soy hermana del duque de Medinaceli. Inés es hija de mi segundo hermano, don Gastón. Está destinada al convento desde su cuna, y pronto tomará los hábitos en Madrid.

[Aquí Lorenzo interrumpió al marqués con una exclamación de sorpresa:

—¿Destinada al convento desde su cuna? —dijo—. ¡Santo Dios, es la primera vez que oigo semejante idea!

—Lo creo, mi querido Lorenzo —contestó don Raimundo—; pero debéis escucharme con paciencia. No quedaréis menos sorprendido cuando os cuente algunos detalles de vuestra familia que aún desconocéis, y que yo sé por boca de la propia Inés.

Y a continuación reanudó su relato de este modo]:

No podéis por menos de saber que vuestros padres eran, desgraciadamente, esclavos de la más grosera de las supersticiones: cuando mediaban éstas, todos sus otros sentimientos, todas sus otras pasiones, cedían ante su fuerza irresistible. Cuando estuvo encinta de Inés, vuestra madre contrajo una peligrosa enfermedad y fue desahuciada por sus médicos. En esta situación, doña Mesilla hizo el voto de que si se recobraba de su enfermedad, y la criatura que llevaba en sus entrañas era niña, sería consagrada a Santa Clara; y si era niño, a San Benito. Fueron escuchadas sus oraciones. Se libró de su mal, Inés nació viva, e inmediatamente se dispuso que ingresaría al servicio de Santa Clara.

Don Gastón apoyó de buen grado los deseos de su esposa. Pero conociendo los sentimientos del duque, su hermano, respecto a la vida monástica, acordó ocultarle cuidadosamente el destino de vuestra hermana. Para guardar mejor aún el secreto, se decidió que Inés acompañase a vuestra tía doña Rodolfa a Alemania, adonde esta dama estaba a punto de marcharse con su flamante esposo, el barón de Lindenberg. A su llegada, encerraron a la joven Inés en un convento, situado a unas millas del castillo. Las monjas, a las que se confió su educación, desempeñaron su comisión con exactitud. Hicieron de ella una dueña perfecta con muchos conocimientos, y se esforzaron en inculcarle un gusto por el retiro y los placeres tranquilos del convento. Pero un secreto instinto hizo comprender a la joven que no había nacido para la soledad. Con toda la libertad y la alegría de la juventud, no temía tratar de ridículas muchas ceremonias que las monjas observaban con temor, y nunca era más feliz que cuando su viva imaginación le inspiraba algún plan para importunar a la rígida abadesa o la fea, malhumorada y vieja portera. Contemplaba con desagrado el futuro que tenía ante sí. Sin embargo, no se le ofrecía otra alternativa, y debía someterse a la voluntad de sus padres, aunque no sin un secreto pesar.

Pero no tuvo la habilidad suficiente para ocultar su repugnancia durante mucho tiempo: don Gastón fue informado de ello. Temeroso, Lorenzo, de que vuestro afecto por ella se opusiera a sus proyectos, y de que os resistieseis positivamente al infortunio de vuestra hermana, decidió ocultaros todo el asunto a vos, lo mismo que al duque, hasta que el sacrificio se hubiese consumado. Se concertó la fecha de su toma del velo para cuando vos estuvieseis de viaje; entretanto, no se hizo la menor alusión a la fatal promesa de doña Mesilla. No consintieron que vuestra hermana conociese vuestra dirección. Todas vuestras cartas eran leídas antes de recibirlas ella y borrados aquellos párrafos que pudiesen alentar su inclinación por el mundo. Sus contestaciones eran dictadas por vuestra tía o bien por doña Cunegunda, su institutriz. Estos detalles los conocí en parte por Inés, y en parte por la propia baronesa.

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