El mozárabe (13 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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—Hummm… Es difícil saber eso con certeza. Pero, en todo caso, ha de consolarte saber que Dios nos pide siempre que luchemos por salir adelante. Creo que si aceptas esta tarea podrás hacer un gran bien. Alhaquen ha sido siempre respetuoso con los cristianos. Yo mismo, un obispo, me cuento entre sus amigos. Si le das ese hijo tal vez mejore la causa de la cristiandad. ¿Y quién sabe si eso es obra de la Providencia?

—Está bien —asintió ella—. Desde mi infancia me enseñaron a aceptar que un día tendría que entregarme a un hombre para ser su esposa y servir a los destinos de mi pueblo. Nunca pensé que sería en una tierra tan lejana y tan distinta, pero creo que ese día ha llegado. Conoceré a fondo a Alhaquen y, si es tan honesto y bondadoso como decís, le daré el hijo que tanto desea.

—¡Dios te bendiga, hija mía! —exclamó Asbag—. Aquí me tendrás para lo que desees. Perdiste a tu padre un día; hoy Dios te pone en mis manos.

La muchacha se apoyó dulcemente en el pecho del obispo y éste la abrazó y la besó con ternura en la frente.

Al día siguiente Asbag volvió al harén, esta vez acompañado por el califa. Sirvió de intérprete entre éste y Aurora, y vio cómo entre ambos iba naciendo la amistad. En días sucesivos se repitieron los encuentros. Había bromas y juegos. Aurora empezó a sonreír sinceramente. Todo pareció entonces mucho más sencillo que en un principio.

Con el tiempo, Alhaquen y Aurora se hicieron amigos de verdad. No podía decirse que hubiera entre ambos un enamoramiento y menos aún una pasión; pero compartían aficiones y se divertían juntos. Entonces la vascona se convirtió por fin en la favorita real, adoptando el nombre de Subh Walad, según una moda bagdadí, por la que los soberanos cambiaban el nombre de sus mujeres.

Asbag se sintió satisfecho por haber podido servir a Alhaquen en este asunto. Y, cuando vio que ya no era necesaria su intervención, decidió retirarse prudentemente.

Al fin llegó el momento adecuado para emprender su ansiada peregrinación a Santiago de Compostela. Comprobando la calma que reinaba entonces en la comunidad de mozárabes y que muchos de los problemas habían sido solucionados, decidió ponerse en camino lo antes posible. Nuevamente reunió a los fieles y les expuso su decisión. Envió cartas y solicitó intenciones y rogativas. Realizó los preparativos y fijó definitivamente la fecha: la partida tendría lugar el 8 de abril del año siguiente, coincidiendo nuevamente con el Domingo de Resurrección y con el mes de safar de los musulmanes; una fecha inmejorable. Apenas le quedaban diez meses, el tiempo justo para dejarlo todo en orden.

Capítulo 12

Torrox, año 961

Abuámir hizo el camino hacia Torrox lo más rápidamente que pudo, sin detenerse siquiera en Málaga, donde tenía parientes. Al llegar a la costa enfiló de noche los senderos que la bordeaban, aprovechando la quietud serena y cálida y la luz de una brillante luna llena. Acompañado por otros viajeros, cubrió el trayecto en silencio, para evitar despertar la atención de los feroces piratas berberiscos que con frecuencia se refugiaban en los acantilados, esperando la oportunidad para cometer sus fechorías.

Mientras caminaban, sus pasos quedaban amortiguados por el bronco y pausado rugido de las olas que rompían sobre las hileras de guijarros de la orilla.

En la tenue luz de la madrugada, Abuámir supo que estaba ya cerca de casa al aspirar el aroma de mil flores, entre las que destacaban los dulces azahares tan familiares, y el cálido vaho de las salinas, grabados en su memoria desde la infancia. El sol de la mañana apareció luego entre las montañas de Iliberis, inmensas, en cuyas pardas laderas brillaban los verdes bancales repletos de frutales y olivares. Y, por fin, el pequeño castillo de sus antepasados, rodeado de apretujadas hileras de casas colgadas en la vertical.

Pasaron junto a las cabañas de pescadores, sortearon la infinidad de huertos, atravesaron los innumerables puentecilios que salvaban las canalizaciones y emprendieron el serpenteante camino de ascenso que, como única posibilidad, discurría entre la hostil maraña de pitas y arbustos espinosos que protegían la pendiente.

Un poco más arriba, cerca ya de las murallas, los rebaños de cabras pacían entre las peñas. Al ver a los pastores, Abuámir cayó en la cuenta de que casi nadie le reconocería ahora, pasados ya siete años desde que dejó Torrox cuando apenas era un muchacho imberbe.

La puerta principal del pueblo permanecía abierta. Era día de mercado y los comerciantes se agolpaban frente al puesto de guardia para pagar el impuesto. Abuámir se abrió paso entre ellos y se identificó ante el oficial:

—Mohámed Abuámir, el hijo del señor Abdallah.

Los guardias y los mercaderes, al escuchar aquel nombre, se inclinaron en una respetuosa reverencia.

Hacía tiempo que los Beni-Abiámir no vivían en el castillo, sino en una confortable casa solariega del centro del pueblo. Era un caserón al viejo estilo; sin ventanas al exterior y con varios patios de puertas adentro, con viviendas para los criados, cuadras, caballerizas, gallineros y palomares; todo ello construido en distintos niveles para adaptarse al terreno irregular sobre el que se asentaba Torrox. Abuámir se dio cuenta de que nada había cambiado en aquel tiempo: las macetas alineadas en las paredes, las jaulas de los pájaros colgadas de sus alcayatas, los machos de perdiz contestándose, las palomas revoloteando sobre los tejados… Cada cosa en su sitio y en cada rincón la sensación del tiempo detenido.

Recorrió solo cada una de las estancias principales y fue avanzando hacia el interior, buscando el núcleo íntimo del hogar, donde las mujeres pasaban la vida entretenidas en sus ocupaciones y cuidando de los niños.

Junto al pozo se encontró con una joven que sacaba agua de espaldas a él. Ella sintió su presencia y se volvió de repente; se sobresaltó al ver el rostro de un extraño. Ambos se miraron frente a frente durante un rato. Abuámir se fijó en los ojos de la joven, negros y profundos, en sus cejas obscuras y alargadas, en el color de su piel… No cabía duda; era alguien de la familia. Le sonrió; pero ella aún dudó durante un instante.

—Soy Mohámed —dijo él—, Mohámed Abuámir.

A la joven se le iluminó el rostro.

—¡Mohámed! —exclamó. Soltó el cántaro y corrió hacia él—. ¡Mi hermano Mohámed!

—¡Datara! —gritó Abuámir—. ¡Tú eres Dahira! ¡Mi hermana Dahira!

En total eran siete hermanos: cuatro hembras y tres varones. Abuámir era el primer varón, pero la primogénita era una hermana que se había casado hacía tiempo con un señor malagueño. Dahira era la tercera, y detrás de ella iban dos varones y dos hembras más. Según este orden, a Abuámir le correspondía la titularidad del señorío, ahora que su padre había muerto. Pero tenía la impresión de que el hasta entonces señor de Torrox iba a aparecer en cualquier momento por alguna de las puertas traseras, acompañado de sus perros de caza y sus halcones.

Su padre había sido un hombre esencialmente justo, conciliador en los conflictos territoriales y reconocido indiscutiblemente como juez en los pleitos que se suscitaban en las serranías cercanas a la costa. Un hombre omnipresente, pendiente de todo, agobiante a veces. Uno de esos líderes que se consideran llamados por Dios para poner paz en los asuntos de los hombres; lo cual le llevaba a interesarse hasta por las cuestiones más nimias. Jamás delegaba en nadie.

Al pasar por los jardines, Abuámir vio los halcones en las alcándaras y los lebreles amarrados; todo dispuesto, en orden, y como esperando a su amo.

Dahira había corrido hacia las cocinas y había gritado a voz en cuello la noticia. Los criados habían dejado sus ocupaciones y un cierto alboroto turbó aquel sagrado y austero silencio. El jardín se llenó de hortelanos, de cabreros, de criadas alborotadas y de niños curiosos. Finalmente, llegó el resto de sus hermanos junto con su madre, que se abalanzó hacia él para cubrirle de besos.

—¡Oh, Mohámed! —le decía—. Eres un hombre. ¡Se fue un niño y ha regresado un hombre!

Comieron todos juntos en el jardín, bajo la gigantesca palmera, como le gustaba a su padre en la primavera. Abuámir les habló de Córdoba, de la corte, de la gran mezquita… Les enseñó el pergamino que atestiguaba la feliz conclusión de sus estudios.

—¡Hijo mío, qué alegría! —exclamó su madre—. Serás un juez como tu padre; un gran magistrado, justo y amado por todos, en las sierras y entre los pescadores; como él…

Permanecieron un rato en silencio. Luego hubo lágrimas.

—¿Cómo fue? —preguntó Abuámir—. ¿Cómo murió padre?

—Le dije que no fuera —respondió la madre—. Se lo dije mil veces… Todos se lo dijimos. Pero, ya sabes, era muy obstinado. Se empeñó en hacer la peregrinación porque se veía ya viejo y creía llegado el momento. Intentamos convencerle. Que si es un viaje cansado para un hombre de su edad, que si muchos se quedan en el intento… Pero no atendía a razones… Ya sabes cuan obstinado era… ¡Viejo terco! Podría haber tenido una vejez feliz; entre los suyos, rodeado del cariño y la admiración de todos…

—Bien, madre —la interrumpió Abuámir—; no le des más vueltas a eso. Lo que Dios quiere sucede, lo que Él no quiere no sucede. Mi padre era un hombre piadoso, habría sido un orgullo para él culminar sus días haciendo la peregrinación.

—Sí, hijo, tienes razón. Pero se lo dijimos tantas veces…

—Y bien, ¿dónde murió?

—Fue al regreso —respondió su hermano Yahya—. En pleno camino se sintió sin fuerzas y cuando consiguieron llegar a Trípoli de Berbería era ya un cadáver.

—¿Dónde lo habéis enterrado?

—Trajeron su cuerpo en una caja sellada, conservado en sal y mixturas, como saben hacer algunos sepultureros de África. Aún lo tenemos sin enterrar, en la mezquita del castillo. Esperábamos a que tú vinieras.

—Bien. Vayamos allí —dijo Abuámir poniéndose en pie—. Quiero verlo.

Toda la familia, con los parientes llegados de fuera, los criados y los esclavos de confianza, emprendieron la subida al castillo. La mezquitilla de adobe encalado estaba en el centro del patio de armas. En la puerta, un viejo jeque leía el Corán; durante días se habían turnado varios hombres santos para velar el cadáver. Abrieron la puerta. El féretro se hallaba en el medio, orientado a la quibla y cubierto por un amplio paño de seda verde.

Un par de criados se adelantaron y retiraron el paño; introdujeron sendas gubias en las ranuras de la tapa y comenzaron a levantarla.

—¡Un momento! —les detuvo Abuámir. Miró a su madre, que sumida en el dolor se apoyaba en dos de sus hermanas—. Madre, deberías salir para no presenciar esto —le dijo—. Si es padre el que está ahí dentro, bastará con que yo lo atestigüe.

—¿Tan débil me crees? —protestó ella—. He esperado todo este tiempo a que llegaras para venir a verle contigo, por última vez… ¡Vamos, abrid ya esa caja!

Los criados obedecieron. Bajo la tapa apareció un blanco manto de sal. Con cuidado, fueron retirándola a puñados y depositándola a un lado. Al fin asomó la nariz de Abdallah; aquella nariz afilada y recta, inconfundible. Después los pómulos, acartonados y pegados a los huesos; los párpados secos, la barba crecida, lacia y blanca; el cuello tieso y cubierto de vello hirsuto; las manos sarnosas cruzadas sobre el pecho… y el anillo de Abdalmelic, el antepasado árabe que desembarcó un día en Hispania.

Envolvieron el cuerpo en un sudario blanco y lo llevaron en procesión hasta el viejo cementerio de la ladera de poniente, desde donde se divisaba el mar. Lo depositaron en un hoyo cavado en la tierra junto a las lápidas de su padre y de su abuelo; y, una vez cubierto, Abuámir derramó sobre la tumba un puñado de arena del camino santo de La Meca.

El hombre santo habló entonces:

—Aquí has terminado tu peregrinación y tu testimonio, Abdallah ben Abiámir; que el Misericordioso te aloje en el paraíso que tiene reservado para los que le son fieles.

Capítulo 13

Córdoba, año 962

A principios del año 351 de la hégira del profeta Mahoma, coincidiendo con el 962 de la era cristiana, se supo que la concubina Subh, antes Aurora, estaba embarazada. La alegría del califa fue inmensa. Y con él se alegró todo el país, cuando corrió la feliz noticia de que se esperaba un retoño del soberano para el final de la primavera.

Eran tiempos de paz; tiempos como nunca antes se habían vivido en Alándalus. Ya en los últimos años de su reinado, Abderrahmen al-Nasir había podido medir en toda su amplitud la extensa obra que había realizado desde el día, tan lejano, de su ascensión al trono. Del reino de Córdoba, disputado sin cesar a sus predecesores, sacudido continuamente por guerras civiles, rivalidades de clanes árabes y choques de grupos étnicos enfrentados unos con otros, había sabido hacer un Estado pacificado, próspero e inmensamente rico. Córdoba era ya una metrópoli musulmana, rival de Qayrawan y de las grandes ciudades de Oriente, que sobrepasaba con mucho a las otras capitales de Europa occidental y que gozaba en el mundo mediterráneo de una reputación y de un prestigio sólo comparables a los de Constantinopla.

Ésta había sido la obra de Abderrahmen III, el primero en fecha y en mérito de los califas de Alándalus. Pero, antes de hacerse cargo del poder, el segundo califa, Alhaquen II, había tenido tiempo muy holgado para completar su aprendizaje de soberano. Llegado al poder hacía apenas un año, se guardó mucho de transgredir las reglas instituidas por su padre, y continuó la misma política. Sin embargo, era evidente que no tenía la misma energía ni el mismo carácter autoritario de Abderrahmen.

Y en un Estado donde el menor indicio de debilidad era inmediatamente advertido y explotado, los primeros problemas surgieron con los reinos cristianos del norte, que sabían que el nuevo soberano musulmán estaba por naturaleza más inclinado a la paz y a los estudios que a la guerra.

El rey asturleonés, Sancho I, hijo de Ordoño III (aquel que vino a Córdoba acompañando a su abuela, la reina Tota de Navarra, cuando aún vivía Abderrahmen), recibió la ayuda del califa frente a su competidor, Ordoño IV, a quien obligó a refugiarse en Asturias primero y luego en Burgos. Como precio de su ayuda, Córdoba había logrado que Sancho I prometiese entregar diez plazas fuertes de la frontera; pero este compromiso no había sido todavía cumplido a la muerte de Abderrahmen III.

Hacía tiempo que el obispo Asbag no iba a Zahra. Después de conocerse la feliz noticia del embarazo de Subh, se sintió profundamente satisfecho y se entregó por entero a los asuntos de la diócesis. Y mientras, estuvo preparando la peregrinación al templo de Santiago de Compostela; la cual decidió que se haría en grupo, incorporando a cuantos quisieran realizar el viaje. La idea recibió una calurosa acogida y fueron muchos los que manifestaron su intención de acompañar al obispo. Asbag sintió entonces que había merecido la pena que la ansiada peregrinación se demorara tanto; supuso que se trataba de un regalo de la Providencia Divina, y se regocijó pensando que lo que de verdad Dios quería era que fueran muchos los que emprendieran el camino. Por ello, envió cartas a los monasterios del norte y solicitó que le mandaran predicadores, monjes experimentados que supieran transmitir al pueblo la necesidad de los fructíferos dones de la peregrinación.

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