El mozárabe (6 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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Cuando Fayic llegó al patio, lo hizo junto a su compañero de peregrinaje, Aben-Bartal al-Balji, el teólogo-jurisconsulto distinguido y muy piadoso, que había regresado aún más deteriorado que Fayic, por lo que se apoyaba en su sobrino Mohámed Abuámir. Asbag se fijó en este último. Era un joven alto y bien formado; la expresión de su rostro serena, pero casi altanera; cejas alargadas y obscuras, y ojos vivos, pendientes de todo. Por ser estudiante, llevaba la blanca túnica de lino de Tamis y el tailasán anudado a un lado, como se estilaba entonces.

Los anfitriones ocuparon sus asientos y el jefe de los criados de la casa fue acomodando a los invitados. El sitio de Asbag estaba a continuación de los miembros de la familia, y a su lado quedó un cojín vacío. Terminadas las breves presentaciones, pues casi todo el mundo era conocido, el joven Abuámir vino a sentarse junto a Asbag, según el orden establecido. Amablemente, el estudiante extendió la jofaina a Asbag, antes de lavarse él mismo.

—Te conozco —le dijo sonriendo—; eres Asbag, el sacerdote cristiano que regenta el taller de copistería del obispo. Me alegro de que me haya correspondido estar a tu lado. Soy Mohámed, de los Beni-Abiámir.

—De manera que eres sobrino de Aben-Bartal —respondió Asbag—. ¿Has hecho la peregrinación con tu tío?

—¡Oh, no! —exclamó él—. ¡Ojalá hubiera podido! Aún no he terminado mis estudios y el viaje me suponía una gran pérdida de tiempo. Pero cuando pueda iré a La Meca, pues es tradición en mi familia el hacer la peregrinación.

Ambos comensales se entendieron pronto. Asbag simpatizó enseguida con Abuámir: era un joven sensible e inteligente, pero de natural exaltado, de imaginación ardiente y temperamento fogoso. Éste, por su parte, cautivado como estaba por los libros, vio en Asbag una oportunidad para acceder a las polvorientas páginas de algunas antiguas crónicas que deseaba consultar. Hablaron del asunto en el transcurso del banquete. También conversaron acerca de muchas otras cosas: filosofía, leyes, teología y poesía.

Se comió y bebió abundantemente; la ocasión lo merecía. Al cabo llegaron los postres: bandejas y bandejas de dulces, regalo de tantos amigos, conmovidos tal vez por la extrema delgadez de los peregrinos.

Asbag se preguntó, como en otras fiestas semejantes, cuántos estómagos harían falta para albergar tal cantidad de golosinas; aunque sabía que una gran parte de ellas acabaría en los de los pobres que durante días harían guardia a la puerta.

Con los postres llegaron los vinos dulzones, perfumados con laurel, clavo, miel y frutas. Se brindó varias veces. Asbag se fijaba en su joven compañero de mesa y le veía apurar las copas, una tras otra, sin que su natural euforia diera paso a síntoma alguno de embriaguez. «Es fuerte y está acostumbrado al vino —pensó—; qué distinto es del viejo Aben-Bartal.» Él conocía bien al teólogo, tío del joven, un hombre extremadamente piadoso y celoso de la fe, que había acudido con frecuencia a encargar copias al taller; cualquier insignificante defecto le hacía enojarse y exigir la repetición de la página; un auténtico escrupuloso.

Cuando el ambiente empezó a languidecer a causa de la bebida, entró en el patio un grupo de músicos: un par de laúdes, unos timbales y una conocida cantante, la Egabriya, gruesa y pelirroja, cuya voz excitaba el corazón y arrancaba las lágrimas. Los invitados enloquecieron de satisfacción al verlos llegar. Enseguida empezó a sonar una moaxaja, dulce y llena de sincera emoción, ensalzando la aventura que habían vivido los peregrinos. Decía:

¿Hasta cuando competiremos con los luceros en viajar de noche?

Pero los luceros viajan sin sandalias ni pies,

y no pesa en sus párpados el sueño que aflige al peregrino vigilante.

Luego, el sol ateza nuestros rostros blancos,

y en cambio no dora nuestras barbas ni nuestras melenas ya canas,

aun cuando la sentencia debiera ser igual,

si ante un juez pudiéramos litigar con el mundo.

Nunca dejamos que el agua cese de caminar:

la que no camina en la nube, camina en nuestros odres…

Mientras sonaba la canción, Asbag observaba a Abuámir, cuyos ojos fijos en el vacío se pusieron enseguida brillantes. Cuando se escuchó el último acorde, el joven se enjugó las lágrimas con el extremo del tailasán, antes de que se le escaparan por las mejillas.

—Oh, son versos del gran Mutanabbi —dijo volviéndose hacia Asbag—; nadie como él hubiera podido expresar así lo que hoy festejamos.

—Sí, ha sido verdaderamente hermoso —asintió Asbag.

Uno de los invitados se puso entonces en pie y se dirigió al anfitrión.

—¡Fayic, cuéntanos los sucesos de vuestra peregrinación! —rogó en voz alta.

—¡Eso, habla de ello ahora que estos versos nos han puesto en ascuas! —exclamó alguien.

Fayic accedió a aquellas peticiones; en realidad era lo que todo el mundo esperaba. Después de dar un trago, se incorporó para hablar a la concurrencia.

—Ciertamente, peregrinar es maravilloso —comenzó diciendo—. Las tierras de Dios son vastas hasta el infinito; sólo cuando uno se pone en camino puede apreciarse esta realidad. Los hombres somos seres de ida y vuelta. ¿Qué es la vida sino una peregrinación que empieza en el nacimiento y culmina con el retorno al Señor de todos los mundos?

Ante tan hermosas palabras, los convidados se regocijaron en un denso murmullo. Luego, el peregrino continuó su discurso:

—Salimos de Córdoba una mañana, a lomos de corceles; los mejores que pudimos conseguir, dispuestos a que nos sirvieran durante todo el viaje, pues eran de raza fornida, capaces de aguantar las distancias que nos aguardaban. Y, sabiendo que habían de ser varios los meses de camino, nos hicimos acompañar de nuestros criados, y llenamos las alforjas de las mulas con vestidos, provisiones y toda la impedimenta necesaria para tan largo viaje; así como una buena cantidad de monedas de oro, cuyo valor supera las fronteras. ¡Qué equivocados estuvimos al pensar que los bienes materiales eran el mejor salvoconducto para el viajero! Pues en las primeras jornadas del camino es verdad que nos sirvieron todavía en Alándalus, en Mauritania y en Tunicia; pero en Egipto reinaba el caos, y nada más poner los pies allí, los bandidos nos despojaron de cuanto llevábamos y nos dejaron desnudos y apaleados. Entonces vino la disyuntiva: ponerse en las manos del Todopoderoso y seguir la peregrinación, o retornar sobre nuestros pasos y encomendarnos a las autoridades de los países aliados del califato para pedir auxilio en el regreso.

Los invitados prorrumpieron en exclamaciones de emoción ante el cariz que iba tomando el relato. Tras aclararse la garganta con un trago, Fayic prosiguió:

—Decidimos continuar el viaje, pues supusimos que si Dios nos había llevado hasta allí, querría que camináramos despojados y en humildad. A él debemos todos los bienes; él da y toma cuando es su voluntad. ¡Dios sea loado! Confiados en su divina providencia pusimos nuestros pies en el camino, que nos llevó por áridos valles, empinados y serpenteantes senderos de altísimas montañas, vergeles poblados de sombrías arboledas y desiertos polvorientos llenos de alimañas. Pero pudimos apreciar la generosidad de los creyentes, que se vuelcan en el peregrino para curar sus heridas, apagar su sed y llenar sus vacíos estómagos. Así, cruzando el Sinaí, llegamos a las tierras de Arabia; con los pies deshechos y el corazón ardoroso, divisamos los palmerales de Yathrib. Al fin, al-Medina. Nos arrojamos al suelo y besamos la tierra bendita…

Dicho esto, Fayic se deshizo en sollozos y no pudo ya continuar. Fue ahora su compañero Aben-Bartal quien siguió con el relato:

—Ahí empezó verdaderamente nuestra peregrinación: junto al Profeta, por el sendero que él mismo emprendió un día camino de La Meca. Recitando la Sahada llegamos al santuario y dimos vueltas a la Kaaba, conmovidos y con los ojos inundados de lágrimas.

—¡Alabado sea el altísimo que envió al Profeta! —exclamó alguien.

—¡Alabado sea! ¡Bendito y alabado! —secundaron otras voces.

Uno de los convidados se dirigió entonces a los anfitriones:

—Pero, por favor, decidnos: ¿cómo pudisteis regresar luego; sin medios y sin dinero?

—Bien, sólo la misericordiosa sabiduría de Dios sabe cómo. El caso es que, después de permanecer tres días en La Meca, viviendo de la caridad de los fieles, nos encontramos con un comerciante de Málaga, al cual relatamos lo que nos había acontecido a la ida. El buen hombre se apiadó de nosotros y, aunque no iba muy holgado de dinero, nos incorporó a su comitiva de regreso, alimentándonos, vistiéndonos y tratándonos como si fuéramos parientes. Así pudimos volver a Alándalus y estar ahora aquí, junto a vosotros, celebrando tan feliz desenlace. Hoy mismo hemos dispuesto que un comisionado parta inmediatamente para Málaga, cargado de obsequios que en manera alguna podrán pagar el don que nos hizo aquel hombre de Dios. ¡Que Dios mismo le premie su bondad y le corone a él y a todos sus hijos con la dicha que sólo el cielo puede dispensar!

Así concluyó el relato de los dos peregrinos, dejando a los presentes embargados por la emoción y henchidos de fe. Luego continuó la fiesta; volvieron a tocar los músicos y la Egabriya entonó otras canciones. Se siguió bebiendo y conversando, hasta que, pasada la media noche, los invitados comenzaron a despedirse. El viejo Aben-Bartal, fatigado como estaba, se marchó pronto, llevándose consigo a su sobrino Abuámir, que se deshizo en cumplidos con Asbag antes de partir, y prometió pasarse por el taller lo antes posible.

Así, finalmente, quedaron en el patio tan sólo los más íntimos.

—Asbag, querido amigo, deberías peregrinar —le dijo Fayic.

—¿A La Meca? —respondió Asbag con sorna—. Ya me dirás qué hace un presbítero cristiano en La Meca.

—No digo a La Meca; me refiero a algún otro lugar… qué sé yo, Jerusalén, Roma… Adonde pueda ir un cristiano a encontrarse con las raíces de su fe. ¡Ah, si supieras cómo se me remueve todo por dentro! ¡Es algo maravilloso! Es como ir en pos del sentido último de las cosas…

—Sí —interrumpió Asbag—. Pero cuando se regresa todo sigue igual que antes.

—Oh, no creo que sea así. Espero que mi vida continúe siendo como un sendero. Mientras caminaba hacia La Meca, vi con claridad que, en la trama del mundo, la vida del hombre es de todas formas una gran aventura, que supone un crecimiento hacia lo máximo del ser: una maduración, una unificación, pero al mismo tiempo paradas, crisis y disminuciones.

—Te comprendo —asintió Asbag—. Pero es tan difícil arrancarse…

En el momento de despedirse, Asbag vio una vez más el brillo delirante en los ojos de Fayic; y sintió envidia, una sana envidia, hecha del deseo de ver lo que habían encontrado aquellos ojos en la sorpresa de los infinitos caminos.

Capítulo 4

Córdoba, año 959

Asbag sintió la humedad en las sienes y la nuca; despertó de la siesta empapado en sudor, como solía sucederle desde hacía algunos días. Era una sensación desagradable. Recordó que había comido demasiadas migas con uvas al mediodía. Extendió la mano buscando la cal fresca de la pared: apretó la palma contra el muro durante un rato; estaba templado. Luego dejó caer la cabeza hacia un lado del jergón, buscando las losas de barro del suelo; tampoco estaban frescas del todo. Aquél debía de ser sin duda el día más caluroso del año, concluyó. Se incorporó y se quitó la camisa llena de agujeros que se le había pegado a la espalda. Descorrió la espesa cortina y, en el
madjlis
en penumbra, tuvo que buscar casi a tientas la tinaja. El agua tampoco consiguió refrescarle. Pensó que en el exterior el calor debía de ser insoportable, pues no se escuchaba ruido alguno en la calle, ni siquiera voces de muchachos, capaces de soportarlo todo con tal de estar fuera de sus casas. Aguzó aún más el oído: desde la terraza llegaba el monótono arrullo de un palomo. Asbag se acordó entonces del
hamman.

Cuando abrió la puerta, la luz exterior y el sofocante calor fueron como una bofetada. Y todavía tuvo que regresar al interior para vestirse al descubrir que tenía el torso desnudo. Mientras caminaba hacia los baños, iba pensando en que la única forma de vencer al vaho espeso y ardiente del río era permanecer un buen rato en el vapor del
hamman;
así, a la salida el contraste haría parecer fresco el atardecer.

Al llegar a la plaza, reparó en que había salido de casa demasiado pronto: todavía estaban dentro de los baños las mujeres y los niños, y en los alrededores no había ni tan siquiera un hombre. Pero le dio pereza volverse y decidió esperar, aunque faltara todavía más de una hora para la oración de
al-Asr.

El bañero guardaba la puerta bajo un cañizo, sentado en un banco de piedra. Asbag saludó y fue a sentarse al otro extremo. Conocía desde siempre a aquel hombre, demasiado desdentado para su edad, de gesto agrio y de mirada sombría; era un individuo irónico, extraño y suspicaz; de esos a quienes molesta hasta el vuelo de una mosca. Sintió cómo le observaba de reojo. Sabía perfectamente que el bañero no sería el primero en decir algo y, aunque hubiera preferido continuar en silencio, dijo mecánicamente:

—¡Qué calor!

El bañero asintió con la cabeza. Luego carraspeó y lanzó un espeso salivazo contra el suelo polvoriento. Asbag pensó entonces que no habría conversación y lo celebró. Pero enseguida se dio cuenta de que se equivocaba.

—¿Cómo tan pronto por aquí? —dijo el bañero—. A las mujeres les queda todavía un buen rato.

—Mi casa está en el alto y es como un horno —respondió Asbag.

—Ya; arriba pega fuerte.

Después estuvieron un rato sin decir nada. Al cabo, el bañero se puso en pie frente a él, esbozando una sonrisa de medio lado y entrecerrando uno de los ojos bajo el ceño poblado y canoso, de manera que parecía un aguilucho, con aquella nariz afilada.

—Bien, bien. ¿Quieres entrar un ratito al fresco? —dijo al fin.

—¿Al fresco…? —respondió con extrañeza Asbag.

—Sí, ya me entiendes; hace calor aquí.

El bañero apartó la cortina de esparto y, en el zaguán de los baños, volvió a mirarle con ojos escrutadores.

—Un poco más; por aquí —dijo adentrándose por uno de los arcos.

Asbag le siguió sin saber por qué. El calor aturde, y esa tarde tenía la mente demasiado embarullada para hacerse preguntas. Ambos enfilaron un angosto corredor, cuyas paredes chorreaban; cruzaron un par de salas y, al final, se encontraron en una habitación rectangular, semiobscura, rodeada de canalillos que conectaban con el aljibe.

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